Escenas de la vida familiar en una Buenos Aires de aljibes y velas
Recrear el ritmo de la época implica también evocar los juegos de los chicos y las tertulias a lo grande
Un vecino podía tocar la puerta para pedir un favor, pero en aquella época la excusa no era una tacita de azúcar. Quien era dueño de un aljibe recibía de manera frecuente, tal vez más de lo deseado, la visita de todos sus vecinos. Había que aprovechar del que tenía uno en su patio para pedirle agua. Las casas eran simples, austeras, con paredes pintadas a la cal. Alfombras y cortinados sólo para las familias más pudientes -igual que los libros, considerados un lujo- y todo era traído de España.
Imaginar la Buenos Aires de 1816 implica pensar en una ciudad que quedaba vacía al caer la tarde, es dar cuenta de que los pocos faroles con sus velas de cebo que ennegrecían los vidrios no podían contrarrestar la oscuridad de la noche. Nadie salía a la calle cuando la luz natural se iba, era peligroso, y sospechoso también. A menos que, por ejemplo, uno estuviera en camino de regreso de una tertulia. Por eso, las familias más acomodadas siempre salían con un niño o criado que llevaba un farol para alumbrar el paso.
¿Cómo era la vida cotidiana de una familia en 1816? Para reconstruir sus hábitos y costumbres, LA NACION consultó a los historiadores Daniel Balmaceda, Graciela Ramos, Fernanda Pérez y Pablo Camogli, que cuentan cómo se vivía en Buenos Aires y lo que sucedía también en otras ciudades durante esa época. Las comidas típicas, la educación, el lugar de encuentro de la gente, los juegos de los chicos y las reuniones de los adultos. La vida puertas adentro, la religiosidad que determinaba la vida social, el ritmo citadino con su alumbrado paupérrimo y sus famosas tertulias.
A las ocho, hora del rezo
Las familias eran muy religiosas, señala Balmaceda, autor, entre otros títulos, de Biografía no autorizada de 1910 y de Historias insólitas de la historia argentina. "Todos los días se iba a misa, se hacían procesiones y se participaba mucho de las actividades de la iglesia. Por supuesto, se cumplía con todos los sacramentos y a las ocho de la noche, aun si la gente estaba caminando por la calle, se paraba para rezar. La religiosidad se vivía con más énfasis que ahora. Por otra parte, el sacerdote tenía mucha influencia social, incluso política. Recordemos que de los 29 diputados que declararon la independencia en 1816, 16 eran sacerdotes."
Para la cordobesa Fernanda Pérez, autora de la novela histórica Los paraísos perdidos, "en esas pinceladas del pasado bien se podría hablar de las comidas sustentadas a base de maíz, de los guisos y las carnes asadas, de la miel, de la ambrosía y de algunas otras exquisiteces que disfrutamos hasta nuestros días", cuenta, en referencia a los platos que llegaban a la mesa de aquellas familias. "También podríamos detenernos en los tapices que adornaban las casas, en las escasas propiedades que tenían el lujo del retrato familiar (en Tucumán, Francisca Bazán de Laguna era una de las pocas que contaban con una pieza de esas características), de las alfombras, de los utensilios de plata y de los muebles de caoba. Podríamos hablar de la imaginería religiosa que atravesaba todo el territorio nacional sin diferenciar condiciones, porque la fe y las devociones eran fundamental en la vida de aquellos años fundacionales de nuestra patria."
De reuniones y bailes
Pablo Camogli, profesor de Historia y autor de Andresito. Historia de un pueblo en armas, habla sobre las reuniones sociales a las que asistían hombres y mujeres. "Por lo general, las tertulias se hacían en las casas de los vecinos principales y eran invitados las autoridades y los vecinos. Estas reuniones permitían socializar, y por allí comenzaron a filtrarse las opiniones políticas previas a la revolución. Entre baile y baile, se podía conversar sobre los sucesos en España o la situación de la revolución y la guerra. Se solían bailar el minué, el vals y algún baile más criollo, como la contradanza y el cielito, pero predominaban los ritmos europeos. Ya en los sectores populares se entremezclaban los ritmos, incluso con fuertes influencias africanas, algo que se generalizaría en la época de Rosas -apunta el historiador-. Otra salida social era al teatro de Comedia, para lo cual las damas recurrían a elegantes vestidos y los inseparables peinetones y abanicos, detrás de los cuales ocultaban su rostro. Las solteras nunca salían solas a la calle y por lo general las mujeres iban siempre en grupo, caminando en fila, con la madre o la mayor detrás de todas."
También estaban las corridas de toros, que generaron cierta pasión entre los porteños. "Ya en los suburbios se destacaban las carreras de caballos, las riñas de gallos y las cinchadas, a las que de tanto en tanto también concurrían los habitantes del centro", agrega Graciela Ramos, autora de la novela Lágrimas de la Revolución.
En cuanto a la educación, los expertos coinciden en el mismo punto: la educación era para las clases altas, y los varones que iban a la escuela llegaban a completar un primario bastante básico. A la mujer, sigue Ramos, se le otorgaba un papel netamente doméstico. La instrucción de las niñas era puertas adentro del hogar, y la atención estaba puesta en convertirse en buenas amas de casa o anfitrionas. Saber coser vestidos, bordar, tocar el arpa, el piano o la guitarra. "Incluso había casos de padres que tenían hijas mujeres que no querían que aprendieran a leer y escribir para que no pudieran intercambiar mensajes escritos con los muchachos", cuenta Balmaceda.
De la infancia, señalan algunos historiadores, la historia siempre cuenta poco. Tal vez -arriesga Pérez- porque la niñez era efímera. "El balero, el volantín (barrilete), la rayuela y el trompo eran juegos comunes del siglo XIX. Pero los varones cambiaban rápidamente la espada de madera por una de verdad, y las niñas abandonaban las muñecas para hacerse cargo de sus propios hijos. Eso los que tenían suerte y pertenecían a familias acomodadas. En las poblaciones rurales trabajar desde pequeño para un buen patrón era tal vez una de las mayores aspiraciones. Porque la infancia era corta y trunca, y no hacía distinción de clases ni de paisajes geográficos."
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