Escenas de esta vida de hoy
En Buenos Aires es domingo, es de noche y llueve, apenas. El agua parece un pequeño alivio, extraño, para la gente, en su mayoría mujeres, que se juntó en esta cancha a ver al cantante que tanto les gusta. Ella lleva el pelo bien rubio y corto a los hombros, está vestida de negro, el marco de los anteojos grueso, y canta y baila bien predispuesta cada una de las canciones que salen de la voz de quien está en el escenario, a varios metros, bastante lejos. No lo mira. No lo mira casi nunca ni con obsesión. Lleva el celular en la mano, está junto a tres amigas y en cada estribillo de los temas más conocidos, “Suave”, “Cuando calienta el sol”, “La incondicional”, “La media vuelta”, “No sé tú”, prende la linterna del teléfono, se apunta, se acomoda el cabello a un costado, en jopo, abraza a la que tiene a la izquierda y le habla a la cámara. Completamente extasiada dice “no sé tú, pero yo quisiera repetir”. No saca fotos en dirección al artista. No grita ni una vez Luis Miguel. Mueve el brazo que lleva en la muñeca la pulserita con luces de colores que entregan en la puerta, lo pone en el primer plano de su cámara para que el tintineo en azul y blanco y violeta y verde y naranja se note y sigue. “Me haces falta, mucha falta, no sé tú”.
En uno de los tantos restaurantes del barrio porteño de Palermo una pareja está sentada en una mesa cerca de una ventana. Es la hora de la cena. Hace unos minutos ya que el mesero les tomó el pedido y mientras aguardan a que llegue la comida, charlan, muestran el tono de voz esperado. Luego llegan los dos platos y los reciben, están a punto, pero no se disponen a comer, no aún. Pastas con mariscos y carne. En una especie de maniobra a destiempo pero de todos modos coordinada ambos toman sus celulares, les sacan fotos a la comida, cada uno a la que le corresponde, y tras ello algo escriben. Hacen exactamente lo mismo con el postre. Tiramisú y flan con dulce de leche y crema.
Dicen que la ciudad de Buenos Aires es una de las más atractivas de la región. Por los teatros, la oferta gastronómica, los museos, los parques, las construcciones que todavía están, el fútbol, la historia, esos pedazos del tiempo que ocurrieron en este lugar. A metros del Obelisco, del cruce entre dos de sus avenidas más reconocidas, 9 de Julio por un lado, Corrientes por el otro, hay un jardín vertical hecho con dos letras grandes, la B y la A, Buenos Aires, BA, en tres dimensiones. Se ve bien verde. Allí, todos los días, más los fines de semana, la gente forma una fila larguísima como en pocos lugares aparte de ese, invierte su tiempo, varios minutos, tal vez hasta una hora o más, para pararse cerca y de espalda a esa sigla, el fondo de foto justo para abrir la boca en una sonrisa, hacer clic con la cámara del celular y mostrar sin decir “acá estoy, vine, vean”.
En la costa bonaerense aún es verano pero no es un gran día de sol. En la playa las chicas, los chicos, insisten aunque el cielo no se muestre dispuesto y mejor sea dormir una siesta o comer hasta el malestar, hasta cuestionárselo. Sobre las lonas en la arena, sobre las reposeras, en la orilla, entre el viento, sus cuerpos están abrigados. De pronto una de tantas comienza a desvestirse, una prenda, la otra, se queda en malla, se quita las ojotas y hace lo que casi nadie: se mete al mar. rápido, sin dudar, un paso corto, otro, los pies en punta y la cabeza dentro de una ola como si la espuma de los bordes la estuviera esperando, para tragarla. No tarda más. Segundos. Sale y se va con la prestancia con la que ingresó y toma el celular y se peina a su modo y monta el gesto y se saca una foto. Con alegría. Empapada. El frío no lo muestra. No se ve.
Y así cada tanto, cada vez más, en cada lugar, la vida parece ser el detrás de escena de otra cosa. De otra vida.