Esas cosas que no se te olvidan más
Esta mañana. No. Ayer a la mañana, un poco más temprano de lo que suelo despertarme, en la larga sombra que proyectaba un arbusto, vi las hojas de hierba heladas. El último refugio del frío. Un mundo aparte en el jardín soleado. Un recordatorio, también.
Al atardecer del día anterior, es decir, anteayer, salí a caminar. Orden del médico. Mi sedentarismo es combativo, así que dos por tres recibo un tirón de orejas, reúno ánimo y camino. Me hace bien, ya lo sé. Pero nada como la visión de las bandadas de biguás volando, una tras otra, hacia el sureste –hacia el Delta, supongo– en formaciones prolijas, inmensas y silenciosas, recortadas contra el cielo crepuscular, rojo y amarillo, y también color promesa.
Fuimos a comer el sábado a la noche. El restaurante queda muy apartado y su entorno sufre por lo tanto mucha menos contaminación lumínica que la usual. No fue uno de esos cielos increíbles que se ven en altura, donde la civilización se ausenta y la galaxia sonríe cabeza abajo. Pero vi todo el cielo, entero, desde la Cruz del Sur hasta Orión, y me di cuenta de que me resulta más fácil orientarme por las estrellas que por los nombres de las calles.
Donde vivo hay liebres. Es fácil cruzárselas de noche, tarde. Vi una hace algunas semanas, gris y difusa, pero con sus largas orejas graciosas y sus saltos inconfundibles; como si vivieran inquietas. Tal vez es así.
Vi una vez un tigre en el zoológico de Buenos Aires, cuando fuimos con el primero o el segundo grado de la escuela, y me escapé del grupo para acariciarle el lomo a través de las rejas, luego de trasponer unas vallas. Tuve un montón de problemas a causa de esto, pero la sensación del pelo suave en la palma de la mano no se me olvidó nunca más.
Vi la Garganta del Diablo a la luz de la luna, en las Cataratas del Iguazú, y cuando volvimos, con el avión a punto de aterrizar en medio de una feroz tormenta, hubo varios segundos de zozobra, y recuerdo que pensé que al menos había visto la Garganta del Diablo a la luz de la luna.
En 1986 manejé 400 kilómetros hasta la ciudad de Olavarría para ver el cometa Halley en el medio del campo. Sin telescopio ni binoculares; mi economía, en aquellos años, solo alcanzó para el combustible de mi destartalado Dodge 1500. Pero sigue siendo la visión más abrumadora del cielo nocturno que tengo en mi memoria. Casi cuarenta años después, la callada quietud de la cabellera en medio de la noche sigue dejándome boquiabierto.
Vi Manhattan desde la ventanilla de un avión y vi también París, e incluso cuando no soy un entusiasta de los viajes por el mundo –existen otros viajes–, ambas postales se me quedaron grabadas para siempre, y nunca dejé de preguntarme qué portentosa combinación de pasos, resoluciones, gestos, dudas, planes, tropiezos, desvelos, aciertos y alegrías me habían llevado hasta esas vistas únicas que duraron un instante.
Descubrí las luciérnagas siendo todavía muy pequeño, cuando vivíamos en el campo, y pasaba muchas horas, en los ocasos estivales, esperando que se encendieran los millares de bichitos de luz, que en esa época inocente cubrían la tierra como si la tierra estuviera viva. Supe mucho después que lo estaba, y que la agonía de las luciérnagas (empezamos a verlo ahora) tarde o temprano nos tocaría a todos.
Vi los Andes, los Alpes, el Atlántico, el Egeo, el Mediterráneo, el Pacífico, las llanuras pampeanas, que de tan inmensas parecen imaginarias, y vi la Patagonia blanca desde la ventanilla de un tren helado. Recuerdo de ese viaje, sobre todo, los bosques de arrayanes fantasmales y las araucarias altivas, una de cuyas semillas me guardé en el bolsillo superior de la campera y hoy es un árbol de 35 años que a lo mejor siga habitando este planeta dentro de diez siglos.
Y aunque estas y otras memorias están aquí, presentes y casi inmutables, me aturde la incontable sucesión de escenas que mis ojos han visto y de las que no queda nada.
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