Esa frase de El Guasón
Este es el presente y él es todo lo que está pasando. El rostro mal pintado de blanco, con la piel que se interpone cada tanto, los ojos negros por dentro, negros por fuera, un rojo corrido de beso en la boca no querido y que tapa dos tajos mal cicatrizados que lo definen, que lo explican, él los explica cada vez que puede. Ahora, en este presente interminable, no lleva puesto su traje; viste un uniforme de enfermera a la rodilla y tiene una peluca corta algo anaranjada, con apenas rulos, que se va a quitar para hablar y cuando lo haga, en esa liberación, va a crecer todavía más, y va a completar los rincones con su cabello verdoso y grasoso y mugroso porque quién tiene el tiempo para hacer las cosas bien. Está en un hospital, en una habitación en particular, frente a una camilla sobre la que se está atado de pies, de manos, un hombre que pronto será algo distinto pero que en este momento tiene la mitad izquierda del cuerpo vacía por una bomba que él, el cabello verdoso y grasoso y mugroso, él, esa lengua que sale y entra de su boca empastada porque necesita respirar, esa lengua que merece un escrito aparte, hizo explotar apenas unas horas atrás.
Primero calla, se sienta, mira y ríe. Muestra que también tiene los dientes manchados con rojo, qué será ese rojo. Se mueve lento, se acomoda el pelo, le dedica un tiempo, la raya en su lugar. El frío es algo completo. No hay espacio para el aire. Después sí, El Guasón habla. “¿Parezco un hombre que tiene un plan? No, yo solo hago cosas”, le responde a esa persona atada y quemada en dos y su voz es petróleo en el mar: aquí está, llegó y alcanza lo que se proponga. Su cuerpo lo sigue, alarga los brazos, alza las manos sucias del mismo blanco de la cara, sostiene las muñecas, las quiebra, como si también tuviera ganas de bailar, de conseguir algo hermoso. Sí que lo intenta. Habla con ritmo, sube el tono, lo baja, a veces parece incluso a punto de cantar. ¿Qué podría cantar? Está en éxtasis. Su lengua también.
Lo que hace a continuación es demencial. Saca del bolsillo un revólver y se lo da al paciente mitad todo, mitad nada y le pide (le suplica) con esas manos que empiezan a parecerse a su lengua, la lengua que tiene que tener poema propio, que ponga en el mundo un poco de anarquía, que altere el orden establecido. “Yo soy un agente del caos”, insiste El Guasón, la sonrisa en la cara como un castigo, mientras obliga al hombre partido por una explosión que le apunte con el arma en la frente. Y en ese lugar, esa línea en que la vida se le pega a la muerte, ese contacto entre el arma y la piel, lo dice: “¿Y sabés qué es lo que tiene el caos? Es justo”.
No existe ni un solo ruido. Solo se escucha el derrumbe, total. La película Batman, el caballero de la noche, dirigida en 2008 por el británico Christopher Nolan, termina más de una hora después de esta escena protagonizada por el actor Heath Ledger, pero la frase queda. “Es justo”. Lo invade todo. El despertador que suena por las mañanas exactamente a la misma hora para ir a trabajar, el recipiente de plástico en la heladera con el almuerzo de turno, milanesas con tomate, ravioles de espinacas, un sándwich de jamón y queso con rúcula y algo más; la cuota anual del gimnasio, mejor en efectivo porque así hacen un diez por ciento de descuento; las vacaciones programadas dentro de poco, a la costa atlántica, a donde se llegue; el salón pago desde hace meses para otro festejo de cumpleaños, ya son 40; el control médico anual; la lista del supermercado que remarca con un subrayado doble y en colores el queso, el lustrador de muebles, el líquido para remover el sarro. La agenda negra y alargada, finita para que entre en cualquier bolsillo, con los días contados. Primero de mes. Segundo del mes. Y así.
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