Entre profesor y anarquista
En esta entrevista, David Lodge, el popular escritor inglés que vendrá a Buenos Aires para presentarse en la Feria del Libro, habla de su vida y de su obra. Durante muchos años enseñó en la escribir con ironía y conocimiento varias novelas sobre el ambiente académico. Es un católico atípico y un entusiasta de la ficción con finales felices. Considerado por algunos críticos como un heredero de Evelyn Waugh y de Graham Greene, lo obsesionan la vida sexual de sus personajes y las técnicas narrativas
Birmingham, 2004
David Lodge sabe dos cosas sobre la Argentina. La primera, que Buenos Aires es la ciudad con mayor porcentaje de psicoanalizados; la segunda, que Sabato afirmó: "Los argentinos están siempre infelices consigo mismos y con todo lo que los rodea". "Pero sé que lo voy a pasar muy bien allí", aclara con una sonrisa amable, mientras sirve el té que, por supuesto, acompaña a la entrevista de las cinco de la tarde. Como invitado especial de la Feria del Libro por el British Council, con un público adicto que escuchará su conferencia en el Malba y con la versión teatral de su obra Terapia en estreno mundial en la Argentina, no cabe duda de que le espera una semana más que agradable.
Pero además, Lodge es un optimista incurable. "La literatura moderna es bastante negativa respecto a la posibilidad del ser humano de lograr una felicidad duradera y los escritores tienden a burlarse de los finales felices de la ficción popular. Pero mi debilidad es la estructura del romance tradicional, expuesta tanto en las comedias poéticas de Shakespeare como en sus últimas obras, en las cuales los personajes atraviesan un gran sufrimiento pero para eventualmente llegar a la felicidad. Yo juego con variaciones contemporáneas de esa idea. Me parece un desafío mucho más complejo escribir una novela actual con final feliz y convincente que cualquier otra alternativa, y si a mis lectores más sofisticados les parece aceptable, ¿por qué no?", pregunta complacido.
Esta sencilla clave lo ha convertido en uno de los novelistas más importantes de la lengua inglesa de las últimas décadas. Se lo ha llamado el máximo exponente contemporáneo de la campus novel anglosajona (es decir, la novela cuya acción transcurre en un campus universitario); también de la novela cómica, de la novela católica y de la novela conceptual, pero ningún término acaba de definirlo. A Lodge le gustan "la mezcla y el pastiche joyceano" y su obra combina un realismo social accesible con astutos juegos metaficcionales, parodias y el debate literario. Su eterno interés por las cuestiones religiosas se combina con una fascinación crónica por la vida sexual de sus personajes. "Pero siempre he cubierto la revolución sexual como un corresponsal de guerra, no un combatiente", aclaró en un libro años atrás.
Lodge, nacido en 1935, está casado con Mary, una ex profesora de jóvenes con problemas de aprendizaje devenida flamante galerista. Tienen tres hijos y tres nietos que son los que lo siguen uniendo al catolicismo. "Mis primeros libros, en particular, están escritos desde un punto de vista bastante ortodoxo, que desde entonces he dejado atrás, si bien sigo en contacto con la iglesia por razones familiares. Quien lea mis novelas en orden cronológico puede encontrar la manera en que voy revisando el dogma", aclara arqueando unas cejas tan tupidas que recuerdan a sus personajes más caricaturescos y adorables. Por ejemplo, como el académico norteamericano posmoderno Morris Zapp, que da una conferencia sobre Jane Austen titulada "La textualidad como el strip-tease" ("la bailarina juguetea con la audiencia como el texto juguetea con sus lectores, con la promesa de una revelación última que es indefinidamente pospuesta", dice el resúmen). O Fulvia Morgana, la profesora italiana millonaria y comunista comprometida que justifica su vida lujosa y extravagante como la que hará que llegue más pronto la revolución.
Lodge mismo viste como podría hacerlo un personaje de su creación: sus tradicionales pantalones de corderoy con camisa celeste y saco de lana que le cuelga es el uniforme oficial de académico inglés en día de descanso. Pero su paso por Estados Unidos --donde fue profesor invitado de las universidades de Brown y de California en Berkeley-- dejó su marca evidente en unas enormes zapatillas blancas con destellos plateados.
En la actualidad Lodge está jubilado como profesor emérito de la Universidad de Birmingham, si bien sus adictos aseguran que nunca dejó de enseñar, con libros de crítica literaria profundos pero aptos para un público general como El arte de la ficción y Conciuosness and the Novel, que alterna con la publicación de las novelas.
Entre ellas sobresalen How Far can you go? (1980), un relato sobre amigos católicos que atraviesan los cambios en la teología y el pensamiento popular después del Concilio Vaticano II; Noticias del Paraíso (1991) sobre un ex sacerdote al que se le complica encontrar una nueva vida en Hawai; Terapia (1995) sobre un guionista de televisión tan lleno de pánico y ansiedad que Lodge lo hace atravesar todo tipo de terapia que se pueda satirizar, de la analítica a la cognitiva y la sexual. "De lo poco que sé de los porteños, deduzco por qué Buenos Aires es el primer lugar donde se estrenó como obra de teatro", aclara visiblemente encantado.
Finalmente están sus libros más famosos, las novelas "académicas", Intercambios (1975), El mundo es un pañuelo (1984), ¡Buen trabajo! (1988) y su última, Pensamientos secretos (2001), que tratan sobre las obsesiones intelectuales y sexuales de los profesores universitarios, y que abordó en diálogo con LA NACION.
--Usted escribió toda su vida tomándole el pelo al mundo académico sin dejar de pertenecer a él. ¿Nunca se sintió incómodo?
--Creo que es un tema menos sorprendente en Gran Bretaña que en otras partes del mundo. Esa pregunta me la hacen mucho en Europa continental, donde para ser un profesor universitario hay que tomarse a uno mismo muy en serio. Allí sería inimaginable escribir novelas satíricas sobre la universidad y seguir enseñando. En cambio hay una tradición inglesa de reírse de la propia cultura, y de mirarla con ironía. Pero si bien es cierto que hay muchos novelistas que han enseñado alguna vez, quizá es inusual que yo haya desarrollado dos carreras paralelas durante tanto tiempo, alternando un libro de crítica literaria con una novela por más de tres décadas. Aun así, a medida que fui envejeciendo, se me fue complicando mantener un buen balance entre los dos papeles, y acepté encantado jubilarme de la vida académica. Siempre describí a mis personajes de manera tal que nadie en la universidad se dedujera en quién me había basado, pero es inevitable algo de tensión. Finalmente el profesor, que es responsable y tiene un objetivo serio, y el novelista, que es básicamente anarquía y subversión, son dos personas distintas. Fue la naturaleza tolerante de la sociedad británica y su sentido del humor lo que me permitió llevar adelante esta suerte de doble vida por tanto tiempo.
--¿Cuánto de autobiográfico tienen sus novelas?
--Siempre se les hace esa pregunta a los novelistas y, en realidad, es la más difícil de responder. Todas mis novelas tienen elementos autobiográficos y algunas incluso se dispararon por experiencias personales, pero otras nacieron a partir de ideas muy abstractas. Pensamientos secretos, la última, por ejemplo, se me ocurrió después de leer la reseña de un libro sobre la conciencia. Todo escritor realista evidentemente tiene que basarse en la observación y la experiencia, y todo novelista usa la introspección y el proyectarse a sí mismo en sus textos, así que el resultado necesariamente es una mezcla. Mis novelas corresponden a distintas etapas de mi vida y de la historia social inglesa, una combinación de invención, observación, introspección y fantasía.
--¿El hecho de haber pasado décadas enseñando a otros la novela como forma literaria afectó su proceso creativo?
--Sí, a la hora de escribir soy muy formalista. Me gusta que los estudiantes comprendan las distintas técnicas de la ficción, las opciones que tiene el escritor, y por eso cuando escribo soy tremendamente consciente de lo que hago. Hay otros escritores que son mucho más intuitivos y pueden usar varias veces una misma técnica. Yo necesito una forma nueva, una estructura distinta, que sea apropiada para cada tema que voy abordando. Hay críticos que dicen que yo explico demasiado, que me preocupo más de lo que corresponde por que el lector vaya comprendiendo todo lo que pasa y que no le dejo espacio. Puede haber un elemento de verdad en esa observación, porque siempre los lectores encuentran significados en el texto que uno ni se había dado cuenta de que había colocado. Pero no puedo evitar ser, en el fondo, el profesor que quiere que hasta el alumno más distraído del fondo de la clase entienda de qué se está hablando.
--¿Por qué le parece que a la gente le gustan tanto las novelas sobre universidades, aun en países donde no existe la vida de campus?¿Y qué le atrajo a usted de ellas?
--Las universidades son pequeños mundos autocontenidos --por eso llamé a una de mis novelas Small World (El mundo es un pañuelo)--, en los cuales los impulsos humanos básicos, como el poder y el deseo sexual, se demuestran pero en pequeña escala y de una manera más bien cómica que trágica. La universidad en sí es una forma de comedia, por eso es que la mayor parte de las novelas sobre campus son satíricas o humorísticas. Es un tipo de pastoral, con ciertas rutinas que no pueden evitarse y personajes que se repiten. Es también como los thrillers de la masión aislada donde el mayordomo es el asesino, a la gente le gusta leerlos aunque haya obvios elementos de repetición. Las novelas de campus también son una forma de escapismo, nada demasiado importante está en juego pero revelan la naturaleza humana de manera asombrosa. Los profesores universitarios son personajes ideales porque están a la búsqueda de la verdad y la belleza y son los custodios de nuestra cultura, pero a la vez son seres humanos muy falibles, y algunos de ellos bien excéntricos si no directamente locos. Al mismo tiempo, son personajes que, debido a su trabajo, son muy articulados, lo cual simplifica las cosas para un escritor que quiere que sus libros se entiendan. Y para hablar sobre ideas, nada mejor que situar una novela en una universidad, porque ahí es donde la gente está investigando sobre ellas todos los días.
--Su mundo es el de las universidades anglosajonas. ¿Sigue habiendo diferencias tan marcadas entre las de Estados Unidos y las de Inglaterra?
--Las diferencias eran mucho más importantes al comienzo de mi carrera, ahora las universidades británicas se han americanizado a tal punto que mis novelas se han vuelto piezas históricas. En 1969, por ejemplo, cuando escribí Intercambios, sobre un académico inglés y otro americano que intercambian su lugar de trabajo, en Gran Bretaña ser profesor era algo bastante amateur, uno conseguía el trabajo y si no hacía un papelón el primer año, después no lo echaba nadie, así que el campus estaba lleno de "leña vieja". Cuando viajé a Estados Unidos me sorprendió cuánto más competitiva era la academia, con profesores estrella y una estructura de libre mercado en la educación. Hoy en Inglaterra la academia se volvió muy competitiva también, sin los premios que hay en el sistema americano, lamentablemente, pero afortunadamente manteniendo algo más de un ambiente relajado. Al mismo tiempo, las novelas de campus más interesantes de la actualidad se escriben en Estados Unidos porque la situación es mucho más volátil. Con todo el tema de lo políticamente correcto y el tabú que rodea a las relaciones amorosas entre profesores y alumnos hay un gran potencial de drama que los novelistas están aprovechando. Hasta Tom Wolfe me han dicho que está escribiendo su primera novela de campus.
--Se lo conoce como un "escritor católico". ¿Hasta qué punto siente usted que la religión influenció su obra?
--Nunca fui un católico típico, era el único hijo de una pareja de ingleses, sólo uno de los cuales era católico. Pero después me casé con una católica de un entorno más convencional, gran familia de inmigrantes irlandeses, y eso sirvió para reforzar mi identidad. De todas formas siempre sentí que ser católico en Inglaterra curiosamente me daba una ventaja interesante. Si uno viene de una sociedad y cultura mayoritariamente católica, como Irlanda, lo más probable es que se rebele contra ella como escritor, como hizo Joyce. Pero en Inglaterra, ser católico era bastante exótico cuando empecé a escribir, porque si bien existía una minoría compuesta en su mayor parte por irlandeses de clase baja, había algunas figuras de clase alta, literatos muy sofisticados, como Evelyn Waugh y Graham Greene que eran católicos comprometidos y le daban cierto glamour. Y además, por supuesto, estaba todo ese ambiente exótico para el inglés promedio, derivado de la gran tradición católica en las artes y la música, suntuosa, barroca. Yo no sentía que el catolicismo fuese algo contra lo cual revelarme. Por el contrario, me justificaba un punto de vista desde el cual criticar a la Inglaterra liberal, moderna y secular. Como estudiante de literatura en la universidad, el catolicismo también me dio la ventaja de conocer el mundo teológico del cual deriva gran parte de la literatura universal. Por eso la religión se volvió una parte integral de mi obra. Ahora no es que rechace a la Iglesia, pero ya no creo en ella como lo hice alguna vez en lo personal. Desde el punto de vista del escritor, sin embargo, me sigue pareciendo que el catolicismo es un punto de partida fascinante. Los cambios en la Iglesia Católica que yo he vivido ya de por sí son un material fantástico para la literatura. Y ni que hablar del sexo. En el pasado, sobre todo, como el catolicismo tenía ese código moral tan complicado y estricto respecto a la sexualidad, la vida estaba llena de conflicto, y no hay nada mejor que el conflicto para la literatura. Cuando todo esté permitido, ¿de qué escribiremos? Para los católicos el sexo también se asocia con la culpa y ése es otro tema interesantísimo para explorar en las novelas, algo en común con los judíos y que se puede ver en la literatura de ambos grupos.
--¿Alguna vez se psicoanalizó? ¿Cómo se le ocurrió Terapia, que está ahora en un teatro porteño?
--Tuve un par de episodios de counseling, pero nunca terapia en el sentido freudiano de la palabra. Mi libro Terapia nació de un período de depresión cuyo detonante fue una rodilla mal operada y que parecía que no me iba a permitir seguir jugando al tenis. A eso se sumaron factores más de fondo, pero la cuestión es que me di cuenta de que a medida que pasaban los años, me sentía mucho más proclive a la ansiedad y la angustia a pesar de que las circunstancias materiales nunca habían sido tan cómodas. Me interesó la paradoja, que aparentemente es un fenómeno común en las sociedades occidentales ricas, y quise explorarla a través de Tubby, un hombre que no entendía por qué se sentía tan miserable si lo tenía todo. Para invertir aún más las expectativas, le agregué una mujer fantástica, muy sexy, y una amante platónica que le daba un cariño asexuado y maternal. Pero también pensé qué aburrimiento para mis lectores tener a este hombre bajoneado a lo largo de las páginas, así que sentí la necesidad de meter otros ingredientes. Me acordé de Kirkegaard, que toda su vida luchó contra la melancolía por una chica con la que había estado brevemente comprometido y que luego dejó, cosa de la que se arrepintió siempre. Así que le agregué a Tubby una ex novia con la cual vuelve a contactarse. Y así, como siempre, terminé mezclando dos líneas, la de mi vida y la de la invención muy pensada.
--Cuando no escribe novelas se dedica a la crítica literaria. ¿Cómo ve su desarrollo actual?
--Hace 30 o 40 años, cualquier persona medianamente educada podía leer una revista especializada de crítica literaria. Hoy sería imposible. Eso lo dice todo. Para tener estatus académico, la crítica literaria en la actualidad debe escribirse dentro de las convenciones intelectuales vigentes, es decir, en un dialecto impenetrable. Hay suplementos literarios muy buenos en los diarios y están el New York Review of Books y el London Review of Books, que hacen crítica inteligente y accesible, pero es una lástima que la teoría literaria se haya ido por un camino en el cual sólo sirve para la validación profesional de los académicos.
--Después de años de dar clase, ¿cuál cree que es el consejo más importante para un joven escritor?
--Lo principal es que uno no puede leer demasiado, la mayor parte de los escritores aprende leyendo a otros escritores. Uno no encuentra su voz inmediatamente y exponerse a la de otros lo hace aún más difícil, pero aun así leer es lo único que importa. Uno puede ayudar a que otro mejore su técnica narrativa y muchos jóvenes escritores se benefician con los cursos de escritura creativa, pero no todos. No hay fórmula para saber qué historia será interesante para los otros, el consejo más frecuente es escribir de lo que se sabe y conoce, de la propia experiencia. Yo creo que eso puede evitar que se escriban disparates, pero no mucho más. Si alguien tiene adentro lo que hace falta para ser escritor, eventualmente saldrá.
--¿De qué escritor aprendió más usted?
--Uno aprende sobre todo cuando es joven. Yo leía mucho y escritores como Graham Greene y Evelyn Waugh fueron muy importantes para mí en la escuela porque eran católicos como yo, pero a la vez escritores importantes. Fueron mi modelo. Ahora, si tengo que elegir un escritor, sin duda sería James Joyce, maestro de tantas técnicas literarias distintas. Como él también era católico, si bien irlandés, yo podía entender su punto de partida. El libro que más me enseñó a escribir fue Ulises, una historia de la vida moderna basada en la Odisea. Esta idea de tener una historia que precede al texto y que encuentra el eco en un texto posterior es una técnica que yo he utilizado muchas veces. También tomé de Joyce la idea de usar la parodia y el pastiche en un mismo libro y no mantener un solo registro estilístico a lo largo de las páginas.
--Finalmente, ¿cómo sabe que lo que está escribiendo es gracioso?
--Eso nunca se sabe hasta que no se ensaya en los lectores, pero al mismo tiempo lo que opine el lector A será distinto de lo que dirá el lector B. Así que finalmente hay que confiar en el propio juicio y cruzar los dedos. La principal habilidad que debe tener un escritor es la capacidad de leerse a sí mismo como lo haría una tercera persona, alguien que no sabe qué va a pasar en la página siguiente. Ese es el truco. En la comedia lo gracioso parecería venir de una combinación de sorpresa y lógica. El lector debe sentir que el curso de los acontecimientos tiene sentido, pero a la vez el texto tiene que contrarrestar sus expectativas. Y debe hacerlo con las palabras correctas. La cosa más curiosa es que con los grandes escritores cómicos, como Evelyn Waugh, uno vuelve a reírse cada vez que los relee, aunque ya no haya sorpresa. Tenemos, como lectores, una extraña capacidad para empañar nuestro conocimiento previo cuando volvemos a tomar un clásico. Parecería que dejáramos que el giro vuelva a ser inesperado, aunque lo sepamos de memoria, quizá porque intuimos que de esta manera le podemos extraer un mayor placer. De cualquier manera, nunca habrá una respuesta definitiva. El tratado sobre la comedia aparentemente fue escrito por Aristóteles, pero se perdió.