Entre celeste y violeta
Una flor cae. En el parque hay una mujer que camina en círculos. Repite una y otra vez el mismo recorrido. Tiene el pelo tan largo, tan lacio. Es otra de las marcas del tiempo, ¿cuánto habrá pasado ese pelo? Una flor cae. La mujer del parque está en medio de este día de semana cualquiera repleto de gente en todos lados. Camina con una amiga pero no importa. Debe sentirse atrapada al aire libre. Un animal atado a un árbol con soga gruesa.
Una flor cae. Es entre celeste y violeta. Ella la ve caer, la busca, la pisa. Tiene la forma de esas copas de cristal de tallo largo y ella la aplasta. Será que no hay nada por lo que brindar y seguro piensa en las veces que en el último tiempo vio los jacarandás así. En flor y en caída. Tan llenos arriba y al instante destrozados en las veredas. Uno al lado del otro. Y es que pasaron los años.
Una flor cae. La mujer la vuelve a mirar. La ve dejarse llevar apenas por el viento que en verdad es una brisa pequeña. La sigue hasta que toca el piso. Quizá ella se sienta así. Desprendida. Está el mundo en un lugar y la mujer no. No llegó nunca o tal vez no supo cómo quedarse.
Una flor cae. Si la agarrara con la mano, podría notar que es suave, que deja un rastro húmedo en los dedos, en la piel, un beso. Están quienes celebran esta época. La llaman primavera. El cielo bien liso, tirante, como recién planchado. Tibio también. El sol en su punto justo. Una combinación que bien podría sentirse como la buena vida. No parece ser el caso de la mujer.
Una flor cae y se suma al resto y a lo lejos cada una se ve como un color. O un mensaje. Una flor cae y se suma a las otras y abajo lo que se ve podrían ser los restos de un festejo de cumpleaños en el que hubo risas, las migajas de una torta que era más linda que rica. O una peste. Las cosas muertas una al lado de la otra. Ella sigue. Acompañada pero no. Su amiga celebra el tono, entre celeste y violeta, como una ofrenda. Ella eso tampoco. Camina derecho, la mirada apenas encorvada porque la valentía no alcanza, dobla a la izquierda en la esquina, continúa, poco después repite el cambio de rumbo y de ese modo a lo largo de cada uno de los minutos.
Una flor cae y la mujer debe pensar lo mismo: es ella, es ella la que cae y cae y cae de nuevo. Avanza igual, alrededor de esta tarde espesa que tal vez se le quede atragantada. Entre quienes corren, quienes juegan fútbol, quienes levantan pesas, quienes pasean perros, quienes toman café caliente porque estas cuadras, qué bellas estas cuadras con los jacarandás en hilera. Un dibujo hecho a punzón y papel glacé. Los jacarandás acomodados, parejos, como los barrotes. En el cordón de la vereda las flores que caen se acumulan más. Parecen bordados a mano. Son los límites. Ella sin dudas se ve así. Una mujer limitada.
Una flor cae y la toca. Seguro intenta sentir algo por ese roce porque cuántas eran las chances de que sucediera, pero si lo piensa bien y claro que lo piensa bien porque ella siempre lo piensa bien eran tantas las flores, tantas las caídas, que sentir al menos una era esperable. Algo ordinario.
Una flor cae, otra más, y queda machacada contra el cemento que con los días parece tragarlas, volverse uno con ellas, como si se pudiese, ahí ante la mujer, que claro espera que vuelva a pasar. ¿La mirará el resto? Una flor cae y son todas iguales. De pétalos redondeados, carnosos. Tienen algo blanco y frágil en el centro aunque suenan huecas.
Una flor cae y el resultado es lindo o es la marca que deja lo roto. Sobre el pasto también se ve, son los pedazos que quedaron sueltos. hechos polvo debido al golpe. Entre celeste y violeta. En el parque la mujer no se detiene. No está sola. No debe poder. Una flor cae, pero no se escucha nada. Ella respira.
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