Enrique Pezzoni, hombre de letras
A veinte años de la muerte, se reedita su libro El texto y sus voces (Eterna Cadencia). El prólogo, que anticipamos, retrata de modo preciso a quien sigue siendo uno de los críticos literarios más personales y destacados del país
Enrique Pezzoni se llevaba bien, podía apreciarse, con la época en que le tocó vivir. La moda y los cambios, sin gratificarlo en demasía, lo habían beneficiado. Ser un hombre de treinta en los sesenta lo premiaba con una madurez satisfactoria; no estaba en una relación de idolatría con las zonceras extremadamente jóvenes -las travesuras lerdas de una vanguardia recidiva-, ni de sumisión con los sermones y moradas de la izquierda chic. Alguna vez me contó que a la edad de la poesía había escrito versos, unos dísticos morales que recordaban a Pope, y que deben de haberlo asaltado cuando tradujo Lolita: "The moral sense in mortals is the duty/ We have to pay on mortal sense of beauty" ("El sentido moral de los mortales es la deuda ilesa/ que pagar debemos con el sentido mortal de la belleza"). Alguna vez me contó que su padre era socialista. No era hombre de confidencias sino de anécdotas, y las anécdotas, invariablemente, pertenecen a los otros.
Cuando lo conocí, a comienzos de los ochenta, la leyenda que lo precedía mezclaba episodios de su vida de editor, de traductor y de académico. Sin libros todavía, era el epítome del "hombre de letras".
El hombre de letras es la presencia más civilizada e influyente de una sociedad. Como dice John Gross en The Rise and Fall of the Man of Letters:
La crítica sigue siendo la más miscelánea, la más defectuosamente definida de las ocupaciones. A cada rato es susceptible de estar dándole curso a otra cosa: historia o política, psicología o ética, autobiografía o chismes. En un mundo que privilegia a expertos y especialistas, esto significa que el crítico a menudo es pasible de ser desacreditado como diletante o rechazado como mero transeúnte sin destino. Pero si este estatus incierto le otorga una desventaja, hace posible, en términos ideales, la dimensión y el alcance que son su justificación última. En este sentido al menos, por arcaico que parezca en otros, la idea del hombre de letras tiene lugar en cualquiera de las tradiciones literarias más saludables.
La carrera de crítico de Enrique Pezzoni es singular, sintomática. Alumno de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, alumno en el profesorado de Lenguas Vivas de María Rosa Lida y Raimundo Lida, paradigma de dicción para Bertil Malmberg, talento precoz dentro del grupo de la revista Sur y luego asesor literario de la Editorial Sudamericana (cuando el título de éditor, con acento en la primera sílaba, todavía no se usaba), Profesor Titular de Teoría y Análisis Literario y Director del Departamento de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Va dejando un reguero disperso de ejemplos admirables: las traducciones y las notas incisivas, elegantes, en las que se advierte ya la dimensión y el gusto y las sospechas de un nuevo estilo. Como dice en "Giulio Cesare en el Odeón", publicada en 1954 en Sur y dedicada a su amigo Pancho Murature, incluida en este libro:
Los decorados de Christian Bérard procuran concentrar la atención; los trajes de Phèdre, o de Bérénice, o de Célimène recuerdan muy de cerca los éxitos de Jacques Fath o de Dior o de Balenciaga; la dicción misma de los actores, sus actitudes, sus peculiaridades quieren recomendarse por sí solas... Una representación que propone tantas perfecciones simultáneas es sospechosa: si alude a sus recursos, por admirables que sean, ya antes de que la emoción ceda a la lucidez crítica su imperio, es quizá porque la emoción no llega a producirse.
Reconocimiento del recurso y recelo del despilfarro. La versión fugaz de la moda -de las firmas de la moda, de las marcas- como una familiaridad, no como un desaire. (En su traducción de Lolita, Enrique Pezzoni canjea "reconocimiento" por "anagnórisis". Extracción solícita y culterana de la retórica clásica que hace más adecuada, más propia, la voz del narrador -Humbert Humbert- en español).
En los tempranos setenta había que tener el oído aguzado para oír la voz de Enrique Pezzoni, pero si uno prestaba atención suficiente, se oía. Fue en el diario Clarín donde leí una reseña de él sobre los tres o cuatro libros que adelantaban el futuro de la literatura argentina. Sin sarcasmos ni suficiencia, hacía tábula rasa de los comedimientos con los que se solía atender esta clase de reclamos, y con una certera velocidad de cronista avezado acertaba en el blanco: encontraba la clave -o llave- con que cada uno de esos libros abriría en adelante una puerta narrativa. En la foto, Enrique Pezzoni posaba con elegancia extranjera. La corbata parecía destacar una nota de atrevimiento inimitable dentro de un reino de tonos neutros o mansos, de críticos grises sin presencia de ánimo para ahuyentar ni convocar lectores.
Por fecha de nacimiento, Enrique Pezzoni pertenece a una generación de críticos, artistas y lectores que dio vuelta la literatura. Sus contemporáneos españoles, por ejemplo, Jaime Gil de Biedma y Gabriel Ferrater, cambiaron el curso y el pulso literario; gracias a ellos pasamos a descifrar los cuerpos textuales de los que tan ávida estaba la (por entonces) nueva crítica francesa.
Aunque no fui su alumno en un sentido estricto ni institucional, lo debo de haber sido en todos los otros sin mérito, ya que el magisterio de Enrique Pezzoni pasaba por alto cualquier regateo intelectual. Su elocuencia y genio pedagógico exigen el concurso de nuestro poder de observación y la más esforzada prosa descriptiva. En las presentaciones de libros o en las exposiciones de cosas que había leído o le habían ocurrido, Enrique Pezzoni daba muestras de una locuacidad inspirada, como si el lenguaje, que en los demás mortales habita en las áreas de Broca y de Wernicke, desbordara en su caso cualquier limitada locación cerebral. Enrique Pezzoni podía dedicarles a los detalles de una conversación la capacidad de análisis que le reclamaban Borges o Felisberto Hernández, y convertir una pregunta o una respuesta pronunciada con inocencia e ingenuidad en estribillo de su canción o de su letanía. En una reunión se convirtió a sí mismo en Mansilla, ligeramente irónico y dictatorial, mientras un elenco de caciquejos -yo, entre ellos- tratábamos de persuadirlo con baratijas efusivas o eufuistas del talento de una hoy olvidada mediocridad. En otra, persuadió a los invitados de corregir el nivel de excelencia de los traductores de acuerdo con un chart de cantantes. ¿Quién de los que nombrábamos estaba a la altura de Fischer Dieskau? Todo eso sin violencia, con una energía que parecía la suma de sus múltiples y diversas pasiones, mientras entre sus dedos índice y medio se consumía el cigarrillo irrenunciable y, de acuerdo con la hipálage borgeana, pensativo, víctima de dos tensiones vehementes, la del pensamiento y la de la dicción. Las pruebas materiales: del lado de la voz, el filtro mordido, mordisqueado por la ansiedad oral de un caníbal literario; del otro, en equilibrio, la estatura creciente de la ceniza, como una precaria, increíble columna de tiempo horizontal.
Enrique Pezzoni fue además el gran animador y encubridor de la literatura argentina, a la que trató con una modestia incalculable, como si la importante fuera ella. En El texto y sus voces basta leer "Transgresión y normalización en la literatura argentina contemporánea" (1970), un ensayo escrito poco antes del artículo de Clarín que mencioné, para advertir la curiosidad y la agudeza de sus observaciones en un campo que permaneció desolado durante más de una década y media.
Ya escribí que en estas tierras la tarea de un crítico se parece menos a la de un escriba que a la de un agrimensor o un geómetra, porque consiste en guardar las apariencias y salvar las distancias. Debe trabajar así en su planisferio como si los lugares fueran ciertos y las distancias exactas. Enrique Pezzoni debió adecuarse a una agitación literaria que no se dejaba explicar ni por los equilibrismos de Barthes y Genette ni por los pasos bien temperados de Northrop Frye y Harold Bloom.
Uno de los poetas traducidos por Enrique Pezzoni (no fueron muchos, aunque tradujo a esa poeta inmensa a su pesar, Djuna Barnes), T. S. Eliot, interrogado acerca de su método crítico, contestó: "El único método consiste en ser muy inteligente". Ahora bien, en el caso de Enrique Pezzoni, y descartada la coincidencia con la respuesta eliotiana, no es fácil desmadejar el talento del método, porque el traductor, el crítico y el pedagogo operaban en simultaneidad, con una eficacia única, aunque no siempre del mismo modo.
En cualquier caso, lo que puede apreciarse primero en Enrique Pezzoni es "el oficio", que le otorgaba de inmediato una engañosa facilidad. "El oficio" era esa distancia -aloofness- profesional, una estrategia ofensiva a la vez que defensiva: las cosas podían hacerse bien (tal como pedían los pigmeos antropológicos sin arrogarse una cultura) y el contacto, contacto extremo con el material, la materia que exigía tratamiento.
Magia y cirugía, sí, como en Lachenmann. El comercio con la cultura y con la educación, abstracciones antagónicas, había obrado en él, al contrario que con los demás, una simpatía extrema por las obligaciones culturales y las educativas, por los artefactos de la alta cultura o los mamarrachos de la industria. Inmediatamente les daba el tratamiento que correspondía.
Se advierte en las traducciones: algo le permitía a Enrique Pezzoni moverse en y entre registros y estilos muy diferentes. Cualquiera queda maravillado (para ceñirnos a un solo idioma) de cómo el traductor pasaba de la liviana pereza aliterativa de Donleavy al rigor hipnótico de Vladimir Nabokov, sin omitir el cerrado régimen casi dialectal de Baldwin, como si esas identidades pudieran reconocerse de inmediato, y de inmediato se encontraran también las equivalencias. Tal destreza tiene que ver con otro ejercicio que Enrique Pezzoni practicaba restándole cualquier atisbo de superstición: la clarividencia.
La clarividencia era alcanzada sin ningún esfuerzo para guiarnos, de acuerdo con la definición de uno de sus poetas fetiches, "en la letra, ambigua selva". Tal vez la frecuentación de Borges en ambos -Girri y Pezzoni- produjera esa claridad argumentativa tan admirable para la crítica. Es lógico que Enrique Pezzoni acusara con ternura a Borges de hiperdidacta.
Los libros narrativos de Borges son incluso exposiciones didácticas más impresionantes que los libros de ensayos. Con prodigalidad, Ficciones depara una lección muy bien ejemplificada de apocrificidad, intertextualidad e idealismo inglés (Berkeley y Hume) en "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", de magisterio y repertorio temático en "Tema del traidor y del héroe".
En fecha tan temprana como 1952, Enrique Pezzoni advertía ya sobre Borges (como se lee en uno de los ensayos de este libro):
Claudicaciones aparentes: su designio es que por primera vez sintamos bien de cerca aquel asombro suyo, aquella radical emoción de su yo en el mundo, que su literatura ha superado sin cesar. Eso nos da el poder de intuir la magnitud de su mundo: un mundo tan seguro de su propia firmeza que nos deja palpar el barro elemental de que está hecho.
En eso, los lectores argentinos corríamos con cierto handicap en relación con los españoles. Esta relación de ventaja supimos aprovecharla gracias a Enrique, aunque una prueba de su superioridad como crítico fueran el desinterés y la magnanimidad.
El vuelo y la imaginación de Enrique Pezzoni corrieron parejos con su curiosidad y su reconocimiento intelectual, que a menudo, sin atenuar el rigor, se convertía en un afecto (como en los casos de Sylvia Molloy, Josefina Ludmer, Francis Korn, Tamara Kamenszain, Luis Gusmán y Jorge Panesi).
A la clarividencia de Enrique Pezzoni como crítico sucedía una petición de principios. Solía utilizar esa misma petición incluso para escribir una contratapa. Se trataba de "encontrar el cuentito".
"Encontrar el cuentito" era todo un desafío. Había que descifrar en cualquier conjunto o fragmento las series que aceptaban mejor un tratamiento narrativo. Confrontarlas, compararlas, desarrollarlas. Así, un poema de César Vallejo o uno de Theodore Roethke daban resultados en apariencia sorprendentes, "y se dejaban contar" con fidelidad relativa como una profecía esquiva acerca de los dolores fortuitos que nos acechan el día de nuestra muerte, o como la clasificación que merece nuestro esqueleto cuando se cataloga la enciclopedia de las epidermis humanas.
"El cuentito", de cualquier manera, no era una perífrasis ni una reducción. Era un cuento crítico y fidedigno, que el lector debía seguir para obtener tal vez una interpretación y continuar su busca. La busca del lector persuadió todos los pasos de Enrique Pezzoni como escritor y como crítico. De modo que uno puede considerar sus dos libros publicados como "novelas de pesquisa crítica". Como el método del traductor, el del crítico es de una abrumadora riqueza y fluidez.
Llevado al extremo, producía su propia catástrofe, su propia irrisión. Y así una vez Enrique Pezzoni tuvo que asombrarse del asombro admirativo que le proporcionaba a un autor no saber, después de haber despachado tres crispados cuentos, que había escrito una serena y unitaria novela.
El texto y sus voces, el único libro que Enrique Pezzoni publicara en vida, es el lugar ideal para encontrarlo. El sentido del pasado como recaudo de cierta vivacidad tradicional -Wilde, Arlt, Borges-, el sentido del presente como intensidad y proyección -Borges, Bioy, Marechal, Cortázar, Viñas-, la poesía -el poema- como operación extrema del lenguaje para conquistar esa franja que ensombrecen por igual la literatura y la vida. Encontrarlo: oír su voz. Oír una voz afable, histriónica, atrevida, sabia. Sentarnos a oír ahora que todo lo importante y lo bello y lo extraño parecen no tener identidad para quedarse.