Enigma con claves poéticas
Un historiador tras las pistas de una incógnita protagoniza la cuarta novela de Luis Sagasti, en la que logra una síntesis de sus relatos anteriores, entre la hipnótica tensión narrativa y el lirismo
Puede aventurarse que, hasta ahora, la obra de Luis Sagasti mostraba dos vertientes. Por un lado, se encontraban, aun con sus diferencias, El canon de Leipzig (1999) y Los mares de la luna (2006), novelas de notable tensión narrativa y fraseo hipnótico, en cuyo centro palpitaba una incógnita que espoleaba la lectura. En el primer caso, ¿qué llevó a J. S. Bach a ocultar el manuscrito de un canon inconcluso dentro de un libro de la biblioteca de la iglesia de Santo Tomás, en Leipzig?; y en el segundo, ¿qué enmascaraba o de qué era simulacro esa fiesta, organizada por un empresario millonario, que se prolongaba durante días y de la cual los invitados no eran libres de retirarse cuando querían?
Por otro lado, despuntaba solitario Bellas Artes (2011), un libro liberado del grillete de los géneros, que ponía en primer plano un modo tentacular de hacer sinapsis, de revelar simetrías insospechadas. Libro sobre artistas, libro a la vez lírico y conceptual, en Bellas Artes Sagasti por ejemplo relacionaba, en virtud de sus circunstancias biográficas, a Jospeh Beuys con Kurt Vonnegut o, más precisamente, con Bill Pilgrim, protagonista de la novela Matadero cinco y álter ego del autor. Beuys y Vonnegut pelearon en la Segunda Guerra Mundial, sí, pero en verdad resultaba curioso notar, como hacía Sagasti, que la caída en combate del avión que piloteaba el artista alemán, quien por entonces no había siquiera comenzado sus estudios de Bellas Artes, se espejaba en el accidente aéreo que Bill Pilgrim sufrió después de la guerra. Ambos fueron los únicos sobrevivientes; ambos quedaron con cicatrices en el cráneo. Encontrada esta simetría, Sagasti ensayaba un salto, que involucraba a Beuys y a Vonnegut, hacia el haiku y sus resonancias.
Ahora bien, lo cierto es que Maelstrom, el nuevo libro de Sagasti, puede leerse como una síntesis de las vertientes antes descriptas. Al igual que en sus dos primeras novelas, hay una incógnita o, para decirlo mejor, un enigma a resolver; al igual que en Bellas Artes, hay un cuidado entramado de simetrías, apelaciones a artistas varios y, entre otras semejanzas, pasajes de un lirismo celestial. Esto último a tal punto que, parafraseando a Ricardo Zelarayán, la escritura Sagasti es, en sus cimas más altas, poesía que llena la página. En Maelstrom, pues, el enigma gira en torno a dos placas que Gustavo, amigo del narrador de la novela y profesor de Historia, encuentra en el Jardín de Andrómeda, un entorno sembrado de helechos de Nueva Zelandia, que se ubica en el Parque Alameda, en Santiago de Compostela, ciudad a la que él ha viajado para investigar la repercusión de la Guerra Civil Española en Bahía Blanca. A Gustavo, que "tiene el don de la curiosidad y no cifra los objetos por su tamaño y peso sino por su grado de singularidad", no sólo le extraña que en una ciudad fuertemente apegada al catolicismo haya un jardín que tributa a Andrómeda -cosa que consta en una de las placas-, sino que además la otra placa, en la cual figuran siete nombres que remiten a distintas nacionalidades, lo mueve a pensar en miembros de la Resistencia. Esa placa, por alguna razón, ha sido cambiada, acaso más de una vez. Gustavo le cuenta esto por mail al narrador, que está en Buenos Aires, como quien busca un cómplice para una investigación rayana en el delirio. Cuando vuelve al jardín con el propósito de fotografiar la placa, Gustavo comprueba que ésta ha sido cambiada una vez más. Ya no hay siete nombres en la placa sino seis. El narrador, a esa altura, está tan intrigado como su amigo. ¿Quiénes son esas seis personas? ¿Tienen alguna relación con la Resistencia? ¿Quién o quiénes cambian las placas? Rastrean los nombres en Internet. Gustavo se entrevista, en España y aquí, con personas que pueden ser o no las que figuran en la placa, con allegados a ellas.
Al mismo tiempo la novela va desplegando otra línea investigativa, a merced de los conocimientos y las intuiciones del narrador, profesor de Historia del Arte. Porque las placas, a fin de cuentas, son dos, y difícil será llegar a buen puerto pensándolas por separado. Esta segunda línea, más lírica, aporta una visión deudora de la mitología griega y la astronomía, enriquecida por las memorias de infancia del narrador y por el diálogo con el arte moderno y el contemporáneo, y se va cruzando, gracias a la habilidad y astucia del autor, con la primera línea, más prosaica, que agiliza la trama. Leer a Sagasti es tener una experiencia análoga a la que tiene un niño -y así le ocurrió al narrador de esta novela- cuando por la noche sube al techo del galpón de la casa de su abuela a mirar el cielo.
Maelstrom
Luis Sagasti
Eterna Cadencia
176 páginas
$ 160