En un abismo sin palabras
A lo mejor por una cuestión de orden, a lo mejor porque nuestra consciencia se siente más cómoda con categorías estancas, cada uno de nosotros cree a pie juntillas que habla un idioma. De un modo semejante, estamos persuadidos de ser una cierta persona, siempre la misma.
No seré el primero en decir que esto último sería, en el mejor de los casos, una forma de demencia, porque todos cambiamos todo el tiempo. Pero sí, claro, conservamos más o menos el mismo aspecto, el mismo nombre, el mismo número de identificación social, algunas inclinaciones, los defectos, las virtudes, ciertos hábitos. Apariencias.
Con los idiomas la variación es todavía más evidente, pero preservamos esa armonía estructural que nuestra mente idolatra y pretendemos hablar español. En los hechos, vivimos dentro de un continuo lingüístico al que llamamos español y cada uno de nosotros habla un cierto dialecto de este idioma, que a su vez no deja nunca de evolucionar.
Todo el asunto es, técnicamente, más complejo. Pero recuerdo como si fuera ayer la primera vez que oí el término haragán para referirse al secador de piso, hace como cuarenta años; estaba en una ciudad de la provincia de Buenos Aires, y se referían a ese instrumento que parece un escobillón pero que en lugar de un cepillo tiene una banda de goma como la de los limpiaparabrisas. Dentro de mi propia nación y a cuatro horas de auto de mi petulante parcela lingüística, llamaban haragán al secador. Imagínense en otras latitudes. Con una querida amiga jugamos a intercambiar sus mexicanismos con mis porteñismos rioplatenses, y hay un punto en el que queda claro que podríamos decirnos cosas sin entendernos en absoluto.
Por supuesto, no se trata de los interminables, insolentes y en ocasiones incómodos equívocos que pueden causar estas variaciones del significado. Está también la pronunciación. Solo porque estamos diseñados para cooperar en la comprensión –incluso en condiciones muy adversas– podemos más o menos captar lo que dicen en otros dialectos del español. Pero si hablan muy rápido y con una pronunciación hermética, quedamos excluidos. En el mejor de los casos, llegaremos a captar lo que dice esa persona si repetimos el fragmento varias veces. La vida real, se entiende, no permite tales lujos.
También entre generaciones aparecen diferencias léxicas o de pronunciación que despiertan nuestros prejuicios, y salimos con aquellos de que “los jóvenes ya no saben ni hablar”. Porque mezclan palabras de otros idiomas, se despachan con un español neutro de telenovela (lógico, las fronteras idiomáticas están cediendo bajo el peso de Internet) o porque “hablan como si tuvieran una papa en la boca” (sic).
Todo este batiburrillo de malentendidos, frustraciones y sesgos está ofuscando un cataclismo mucho más alarmante. Aquí y en muchos otros lugares del mundo hay una paulatina degradación de la capacidad para comunicar verbalmente.
No voy a meterme con las causas, porque no creo que sea fácil esclarecerlas. Pero las consecuencias están a la vista. Donde las palabras se ausentan, se imponen el gesto, el lenguaje corporal, el puñetazo o el alarido visceral. Importa poco si es en un dialecto o en otro; importa todavía menos cómo pronunciamos. Estamos en un callejón sin salida, si esperamos que los chicos aprendan a dialogar sin ayuda y, sobre todo, sin ejemplos. El diálogo es una cultura, un clima y una tradición.
Podemos culpar a TikTok o a la política, pero el callejón sin salida ya está a la vista cuando por una verdadera tontería dos adultos se muelen a golpes en plena vía pública, a la vista de todos. Del error humano a la riña de gallos en menos de cinco segundos. Es un ejemplo espantoso y condenable. Pero pensemos. ¿Cómo pasamos de considerarnos personas civilizadas, capaces de resolver nuestros conflictos con proporcionalidad y decencia, a transformarnos en vándalos irracionales? Es pregunta.
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