En tierras del Dalai Lama
VIAJE A LOS DOS TIBET Por Pedro Molina Temboury-(Aguilar)-432 páginas-($ 20)
El Tíbet, de tan contado y mitificado, no es un lugar fácil. La investigación profunda que Pedro Molina Temboury despliega en Viaje a los dos Tíbet puede leerse, en parte, como respuesta a ese reto. Su relato fue escrito a partir de dos viajes consecutivos -el segundo en febrero de 2000- en busca de material para el guión de un documental. Desde ese punto de partida, el autor va revisando, indagando -minuciosa, sólidamente- en las amenazas a la identidad tibetana, el estado de las libertades religiosas, la situación de los derechos humanos y la pugna de poderes entre lamas tibetanos y funcionarios chinos en todo ese territorio que él llama los dos Tíbet.
En el primero de sus viajes, narrado en las dos primeras partes del libro (que tiene tres), Molina Temboury recorre uno de esos dos Tíbet anunciados en el título: el altiplano tibetano propiamente dicho que, bajo la actual administración china, ha pasado a llamarse Región Autónoma del Tíbet. En el segundo viaje, el autor se dirige a Dharamsala, el pueblito del norte de la India que él llama "el otro Tibet" porque allí se exilió el Dalai Lama en 1959, cuando el sistema comunista -en realidad, cuando un poderío chino que, con intermitencias, venía afianzándose en su tierra desde el siglo XVIII- amenazó su liderazgo político y espiritual. En el momento en que Molina Temboury llega a Dharamsala se congregan allí grandes figuras del budismo tibetano, además de creyentes y aspirantes, porque en ese febrero se celebran los sesenta años de la entronización del XIV Dalai Lama.
Desde el principio del libro, Molina Temboury trata de investigar qué queda del Tíbet tradicional. La tarea no es fácil: ni bien llega a Lhasa, la capital tibetana, el Gobierno Autónomo Chino, aparentemente receloso de los extranjeros, le asigna un intérprete de la etnia han -como se llama en el Tíbet a los "chinos" para diferenciarlos de los tibetanos a los que el gobierno de Pekín insiste en llamar chinos- para que lo pasee por el país. Pero el intérprete le molesta, lo irrita, le miente, le oculta el Tíbet profundo que Molina Temboury presiente a su alrededor a pesar de resultarle esquivo. El enviado oficial le dice que gracias a la intervención china se han eliminado en el Tíbet privilegios del sistema anterior, en el que los lamas tenían a los campesinos y pastores -el noventa por ciento de la población- en situación de semiesclavitud, pero el autor presiente que, además de las verdades que pueda erigir ese discurso oficial, hay también hoy un Tíbet oprimido que lucha por defender su identidad, su lengua, su religiosidad.
A veces logra dar con ese Tíbet: cuando sale de Lhasa, la capital tibetana, y se desembaraza del intérprete, puede al menos entrever el sistema de vida de los nómades que hacen sus chozas con la lana del yak, el de los peregrinos que van al templo de Samye para enseñarle a su alma el camino obligado que debe hacer en su proceso de reencarnación, el de los ermitaños que se recluyen en la montaña de Chimpuk. Pero son pantallazos, nada más. Lo que falta lo busca en los libros, por eso su propio relato está permanentemente atravesado por el de tantos exploradores y escritores clásicos del Tíbet: el sueco Sven Hedin, Alexandra David Néel, la viajera francesa que a principios del siglo XX logró entrar, disfrazada, a Lhasa y que, con sus incursiones posteriores en el budismo, la telepatía y el sexo tántrico fue una poderosa influencia en el movimiento beat americano de los años 50, y Heinrich Harrer, el alpinista austríaco que fue tutor del Dalai Lama y autor de un libro de memorias, Siete años en el Tíbet , cuya versión fílmica protagonizó Brad Pitt en un rodaje realizado en Mendoza.
Pero esos mismos libros que avalan a Molina Temboury en este territorio mitológico en el que se sumergió, esa información que él despliega tan generosamente, le juega a veces una mala pasada: documentan pero, como el intérprete que el autor se encontró al llegar a Lhasa, interrumpen, distorsionan, impiden que se genere ese relato propio que acecha hasta en el más visitado y contado de los lugares.