¿Miami sin turistas? Pienso, dudo… Hago la cuenta mental: hace 100 días que no piso la playa, o más bien, que no le dedico una mañana, una tarde con sombrilla. Instantáneamente siento la brisa con olor a Hawaian Tropic, el ritmo de la rumba, la bachata, la salsa, el rap. Asocio tacos con bikinis, los descapotables, las ojotas, la torre de Babel en el rumor callejero. Veremos cómo está ahora.
A la mañana siguiente, allí estoy. Empiezo por Hollywood Beach. Me saco las sandalias y piso la arena. Quema. Es casi verano. No está vacía. No en forma literal. Hay gente con reposeras, gazebos y sombrillas salpicadas con la distancia social necesaria. Se escucha el silencio, el ruido de mar. Grupos diversos, niños, familias, amigos, más inglés, menos español. No es poca gente para ser un día de semana. Para estar en pandemia. Aquí no hay miedo. ¿Y el coronavirus?
Grupos diversos, niños, familias, amigos, más inglés, menos español. No es poca gente para ser un día de semana. Para estar en pandemia. Aquí no hay miedo. ¿Y el coronavirus?
"Esto es Florida", me dice con acento cubano desde el primer piso, el guardavidas en la casilla de colores pasteles. "Están llegando turistas de distintos puntos de Estados Unidos, y los niños ya no van al colegio. La gente estuvo encerrada y quiere salir", opina. Se llama Edward, y cuando contesto que soy de la Argentina, enseguida agrega que vivió tres años, que Buenos Aires es tan lindo, que la gente es tan agradable. Y se ríe, dientes blancos, tez oscura, músculos. Gracias, sigo mi camino.
Mojo los pies en el agua porque la arena quema. Veo mi próximo objetivo: el chico que rocía y limpia la reposera. Me recuerda al fumigador. ¿Te puedo sacar una foto? Mientras pasa el trapo amarillo con firmeza me cuenta que la desinfecta cada vez que un cliente deja de usarla. Su hotel abrió hace una semana a media capacidad, y está bastante lleno.
Dejo Hollywood, y enfoco al sur, a la glamorosa y sonora South Beach. El viaje es rápido, el tráfico fluye. Me recuerda esas playitas en rincones con menos turistas, esas joyas sin pulir de Florida como Anna María Island, donde no hay show off, y el tráfico no se estanca aunque circulemos paralelo a la playa. Donde la gente se mueve a pie, y el inglés es la primera lengua.
Al llegar a Collins tengo que dejar el auto. Gracias al coronavirus hay lugar para estacionar. No hay glamour, ni música, ni pelos al viento en descapotables. Las tiendas con marcas conocidas tienen pocos clientes, igual que los shoppings. Cruzan sí, algunas parejas con toalla en mano. Resuena el taladro y los martillazos de algún hotel en remodelación.
Llego a Ocean Drive, la icónica, la que aparece en documentales y películas. La que bordea la playa, esa que se esconde detrás de un médano de juguete. Ahora es peatonal. Los restaurantes sacaron sus mesas a la calle, enjauladas en corrales blancos puntillosamente perfilados con el mismo retiro, mismos tamaños, mismo modelo. El mozo, con barbijo, me señala las mesas para sentarme. Están casi todas vacías. La calle está en silencio.
Viene Bob Marley en skate, o su gemelo. Es quizá la persona más pintoresca de esta calle, que en temporada acoge personajes excéntricos. Ahora está solo y el rolar de las ruedas se escucha y se esfuma. Quiero tomarle una foto con la avenida en reposo. Sigo mi camino, y Bob vuelve a pasar, ahora sentado en la patineta pero a una velocidad de rayo. Disfruta la calle para él solo. Apenas algunas bicicletas, algún caminante. Los pájaros, y las hojas de palmeras de vez en cuando rugen, ronronean.
La playa está más vacía que en el norte. Bastante más vacía. Casi llego para el corte de cintas: reabrió el 10 de junio. South Beach siente más que nadie la falta de turismo latinoamericano y europeo. Un toldo en el caminito a la playa con la inscripción "Police" refugia a dos personas del sol. ¿Me irá a decir algo? Yo sigo. La mujer policía me frena y me dice: "Necesita barbijo para entrar en la playa". ¿Para entrar? ¿Para recorrer solo estos 10 metros de sendero hasta la inmensidad de la arena? Busco en el bolso, pero el barbijo quedó en el auto. "Con la remera está bien", me aconseja. Entonces me subo el cuello, y me tapo la nariz. Camino enmascarada esos diez metros, y suelto la remera. Estoy en el paraíso.
La playa está preciosa, a estrenar. Amplia, de arena impoluta, rastrillada. ¿Siempre fue así? No sé si es la falta de gente, pero está más blanca que nunca. Si visitar Miami en pandemia tuviese una puntuación en TripAdvisor, le daría 5 estrellas. Es una ciudad costera olvidada por el turismo extranjero. Es tranquila, apacible, callada pero no aburrida. Que siga así, salta mi yo egoísta.
Lincoln Road es una peatonal de pueblo. Los fines de semana se llena con miamenses, pero un jueves, es apenas una callecita insulsa… por ahora. Una mujer sin maquillaje, sin brillo. Se escuchan algunos martillazos. Un negocio está removiendo las placas de madera que puso para tapiar su vidriera ante las protestas de las semanas pasadas. Otros han puesto carteles luminosos: now open. Los restaurantes tratan de pescar clientes. "La niña come gratis", le dicen al matrimonio que pasa. La música es suave y cantan los pajaritos. ¡Hay pajaritos!, ¿siempre estuvieron? Ahora percibo que el suelo se arma de enormes paños de distinto color de cemento y alcanzo a ver entera la cebra blanca y negra que recorre las cuadras. El mismo estampado se repite en las sombrillas que cubren las mesas. Por ahora, se puede ver hasta esos detalles. Solo por ahora.
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