En la tierra del padre Zorba
Aunque su Creta ya no es la que él conoció, el autor de Libertad o muerte y Cristo de nuevo crucificado sigue siendo víctima de la intolereancia.
AL llegar al aeropuerto de la capital de Creta, los viajeros encuentran un gran panel con la fotografía de Nikos Kazantzakis, en el que se informa sobre la conmemoración del cuadragésimo aniversario de su muerte, que se cumplió el 26 de octubre. La mirada del escritor, entre la despejada frente y los rasgos angulosos del rostro, parece observar con cierta perplejidad a la muchedumbre de mujeres y hombres que empujan alegremente los carritos de equipaje.
El destino de esas bandadas de turistas no será, seguramente, el del joven intelectual británico que llegaba una noche lluviosa a la isla y conocía en una taberna a Alexis Zorba, que con su vitalidad agreste, arrolladora, lo iniciaría en el aprendizaje del amor a la vida. Todo ha cambiado mucho y Creta ya no es la tierra dura, poblada de seres elementales, rústicos y a ratos siniestros -como las plañideras vestidas de negro que retrató magistralmente Cacoyannis en su película Zorba el griego - sino una sucesión de playas elegantes y lujosos hoteles diseminados a lo largo de su costa.
Pero hay algo que persiste desde los tiempos en que vivía el autor de Libertad o muerte , y es la intolerancia ante su obra. En este año de su aniversario, el teólogo Akileas Pitsilkas, consejero religioso para la enseñanza en varios distritos de la Grecia central exhortó a "echar al escritor Nikos Kazantzakis de la aulas" por sus libros "anticristianos". De hecho, varias escuelas de Haniá, la segunda ciudad de Creta, han borrado su nombre de los programas de estudio. Todos sabemos que la película La última tentación de Cristo , basada en una novela suya, aún no fue autorizada para verse en las pantallas cinematográficas de nuestro país.
"Hoy vuelve a ser crucificado Kazantzakis", ha sido el comentario de varios periódicos atenienses que recordaron que al publicar su novela Cristo de nuevo crucificado, el escritor cretense fue excomulgado por la Iglesia Ortodoxa Griega. Sin embargo, en pocos autores como él aparecen tan unidos "un extraño anhelo de revelación mística y una creencia aún más extraña en el futuro heroico del hombre", como escribió Lawrence Durrell.
Kazantzakis fue un espíritu fuertemente atraído por las personalidades de Cristo y san Francisco de Asís. Creía en la posible ascensión del hombre desde su rutina biológica hasta un estado superior y trascendente que le permitiría participar en la esencia de Dios. Esa posibilidad está ejemplificada en Manolios, personaje de Cristo de nuevo crucificado , una de las obras más hermosas y representativas de su pensamiento, aunque éste se manifiesta con mayor nitidez en su libro Ascesis, donde trata de conciliar a Cristo con Buda y a Nietszche con Karl Marx. Kazantzakis pasó una larga temporada de aislamiento en el monte Athos y siempre se sintió desgarrado por el conflicto entre la contemplación y la acción.
Mi admiración hacia el que considero uno de los grandes novelistas del siglo, al que tan injustamente como a Borges se le negó el Premio Nobel, me llevó a rastrear su memoria en la capital de Creta, a pesar de que Kazantzakis residió muchos años fuera de su patria. Informado de que en el Museo Histórico de Heraclión se conservaban su escritorio, biblioteca y objetos personales, visité ese repositorio, donde, efectivamente, pude experimentar la ilusión de aproximarme a su intimidad cotidiana.
En el segundo piso del museo se han dedicado dos salas al novelista. En la primera están sus libros, fotografías, caricaturas, manuscritos y volúmenes traducidos a diversos idiomas, entre ellos algunos editados en la Argentina por Carlos Lohlé. Hallé una página amarillecida de diario, con un despacho que Kazantzakis envió desde el frente de Guadarrama cuando era corresponsal en España durante la Guerra Civil. En la otra habitación contemplé su sencilla mesa-escritorio con lámpara y tintero, su bastón y su portafolios; detrás, anaqueles cubiertos de libros, algunos de autores españoles como fray Luis de León, santa Teresa, Unamuno y Machado, y "Poema del otoño", de Rubén Darío. Ante el escritorio, la imagen de un Cristo bizantino del que cuelga un rosario. Es conmovedora la austeridad monacal del ambiente, Después fui a visitar la tumba de Kazantzakis, para lo que debí subir por la muralla de la fortaleza veneciana, junto al puerto, hasta una placita desde la que se dominan los techos de la ciudad y el azul turquesa del Egeo. En ese espacio verde se yergue una simple cruz de madera y sobre un basamento de piedras grises hay una estela blanca con el epitafio que reproduce palabras pronunciadas por el escritor al final de su vida: "No creo en nada. No temo a nadie. Amo la libertad".
Giré alrededor de la tumba y vi recostada sobre la lápida una corona de laureles frescos y un ramito de flores silvestres. Alrededor, plantas, algunos bancos para los visitantes, árboles en los que se oía una incesante asamblea de pájaros, y todo el cielo, sereno, sobre la tumba junto al mar.
Por Antonio Requeni
Para
La Nacion
- Heraclión, 1997
A pesar de lo polimórfico de la obra de Nikos Kazantzakis -novela, ensayo, drama, poesía, guiones para cine, relatos de viajes-, hay un hilo conductor que la religa y es el poético. De su poesía quiero destacar dos aspectos: el carácter celebrante y su anhelo de libertad.
Kazantzakis se filia en una tradición secular que ubica la poesía en un plano intemporal. Poco antes de morir, declaró: "¡Ustedes saben, los poetas no mueren nunca, o casi nunca!" A través de ese carácter celebratorio, la poesía lo eleva a una dimensión transhistórica: "La poesía es lo único que impide que el mundo se pudra".
Su poesía ( Odisea , los cantos de Tercinas y un conjunto de sonetos) es un grito de libertad. El resto de su obra, especialmente las novelas, también es poético. Esta síntesis entre lo novelístico y lo poético aparece en la figura de uno de sus héroes de ficción, el protagonista de Vida y hechos de Alexis Zorba , cuya percepción del mundo es intuitiva, pues actúa al amparo de la emoción.
Además, si algo caracteriza su obra es la exaltación de lo dionisíaco como principio dinámico, indestructible, incesante, que caracteriza la vida misma. Su esfuerzo apunta a aprehender enérgeia , la llama vital que alimenta a los seres.
De su curioso mélange de ecos e influencias (la visión trágica de Nietzsche y de Schopenhauer, el élan vital bergsoniano, la impronta oriental, autores cristianos), Kazantzakis recoge el sentido universal de la cultura, la hermandad entre los seres humanos y la idea de la poesía como despertador de conciencias, lo que lo llevó a un compromiso con la política.
Su amor por Creta raya el terreno de lo místico. Creta le provocó el thaumazein , el asombrarse, del que nacen la lucubración filosófica y la experiencia lírica. Creta, además, le revela el rostro de la Grecia eterna, que no es otra cosa que el mundo de las esencias. En su isla hunde sus raíces y éstas vivifican todas sus creaciones, sin ser por eso un autor regionalista.
Su Odisea o sus relatos Cristo de nuevo crucificado y La última tentación dan cuenta de la fuerza con que lo conmovió la palabra evangélica, vivida a través de una apasionada lectura personal. Kazantzakis es de esos escritores viscerales que provocan un estremecimiento metafísico.
La conmoción ante lo inexplicable de la existencia, el ansia de inmortalidad, la sacralidad de la vida, son algunos de los motivos que sacuden como un vendaval a Kazantzakis y que se convierten en una obsesión cristalizada en el combate ininterrumpido entre materia y espíritu hasta que éste, mediante una ascesis interior, parece alcanzar la liberación definitiva.
El llamado de la poesía, entendida como un grito de libertad, es sentido en Kazantzakis como una misión irrenunciable, por momentos rayana en lo metafísico. El poeta tiene en sus manos capacidad para reconstruir la armonía perdida, y de ese modo, mediante la mágica alquimia de su oficio, convertir el chaos en kosmos y hacer patente la fraternidad que enlaza a los seres.
En ese aspecto, el dionisismo de Kazantzakis se enriquece por el sentido de creación universal del que habla san Francisco, uno de sus autores predilectos. Tal lo que se aprecia en su última novela, El pobre de Asís , una epopeya del alma, en la que la tríada pobreza, paz y amor delinea las pautas de una existencia sublime.
Más carnal, pero no por ello menos idealista, es Cristo de nuevo crucificado , donde al ocuparse de la invasión turca del territorio griego pone al descubierto lo más hondo del drama humano: homo homini lupus , el hombre es un lobo para el hombre. Y es precisamente ante esa circunstancia que Katantzakis abandona la vía contemplativa del Oriente, por la que alguna vez parece haber sido tentado, y abraza la de la acción, una acción orientada en defensa de la libertad, tal como, por ejemplo, se la ve en Kosmas, personaje clave de su relato póstumo, Simposio . Ante un mundo desacralizado, el misticismo romántico de Kazantzakis, de perfiles netamente libertarios, tiene el mérito de proclamar la exaltación de la vida, sin descuidar lo que ésta encierra de sacro y misterioso.
Por Hugo Francisco Bauzá
Para
La Nacion
- Buenos Aires, 1997