En la literatura siempre se pierde
No puedo dejar de agradecer dos cosas, incluso de rodillas: el alejamiento de la ola de calor y que se haya dejado de hablar de los premios Oscar. No deja de sorprenderme el entusiasmo infantil con que ante cada nominación de una película argentina una parte de la sociedad y de los medios entran en una suerte de éxtasis, como si los premios tuvieran alguna importancia. Sin novedad en el frente no será una película memorable después del domingo pasado ni Argentina, 1985 dejará de tener su interés. Si uno se tomara apenas un segundo para recordar quiénes organizan, votan y entregan los Oscar (ni los críticos, ni los cineastas, ni los actores… sino la industria cinematográfica) podría volver a vivir tranquilo sin prestarles atención jamás. Pero los premios, por alguna razón, provocan en el público general la ilusión del reconocimiento. Una suerte de hipnosis. Como cuando asistimos a los trucos de un mago realmente talentoso.
No pasa solo con el cine. Lo mismo sucede con el mundo del arte en general, y con la literatura en particular. En ese sentido no hay grandes diferencias entre la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas y la Academia Sueca, encargada del Premio Nobel de Literatura. ¿Quién recuerda hoy los nombres de la mitad de los premiados? Es más fácil de memorizar la lista de los escritores que jamás lo obtuvieron. Supongo que uno de los mejores textos que se escribieron sobre la relevancia de los premios literarios es el cuento “Sensini”, que Roberto Bolaño publicó en 1997 en su libro Llamadas telefónicas. El relato, en el que dos escritores se conocen a través de la participación en certámenes literarios de poca monta, está inspirado en un hecho real: cuando el chileno obtuvo la tercera mención en un premio de cuentos organizado en 1983 por el Ayuntamiento de Valencia y no pudo disimular la sorpresa al ver que quien había ganado la segunda mención era el argentino Antonio Di Benedetto. Bolaño había leído y admirado Zama, no sabía que Di Benedetto, como él, estuviera viviendo en España, y la coincidencia dio comienzo a una amistad epistolar.
El argentino (un escritor de trayectoria, que vivía pobremente en el exilio) y el chileno (un escritor en ciernes, que vivía pobremente en el exilio) se la rebuscaban al mismo tiempo a través de la participación en certámenes comarcales que otorgaban premios en metálico, como dos cazarrecompensas de la literatura. “Como muchos otros latinoamericanos, participábamos para ganar dinero y supongo que aceptábamos estoicamente las reglas. Para mí fue una época casi feliz. Lo monstruoso era que Di Benedetto ya era, digamos, un clásico de nuestras letras y ahí estaba, batiéndose el cobre como los más jóvenes”.
Si bien muchos años después Bolaño obtendría otros reconocimientos (el Anagrama en 1997, el Rómulo Gallegos en 1998) su opinión sobre la fatuidad de ciertas instancias de legitimación literarias no había cambiado mucho: “Los premios, los sillones (en la Academia), las mesas, las camas, hasta las bacinicas de oro son, necesariamente, para quienes tienen éxito o bien se comporten como funcionarios leales y obedientes. Digamos que el poder, cualquier poder, sea de izquierdas o de derechas, si de él dependiera, sólo premiaría a los funcionarios”, escribió en un ensayo recopilado en el libro Entre paréntesis.
Pienso que el mayor anhelo al que puede aspirar un artista es la admiración de sus pares, y la permanencia de su obra en el tiempo. Sobre los premios existirá siempre un manto de sospecha (equívocos, malos entendidos y omisiones, cuando no sencillamente acuerdos turbios) y nunca debieran ser un fin sino, en el mejor de los casos, un medio de supervivencia. “Hay que recordar que en la literatura siempre se pierde. Pero la diferencia, la enorme diferencia, estriba en perder de pie, con los ojos abiertos”. Roberto Bolaño, una vez más.
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