"En el interior del país se ven tristeza y anomia"
En su último libro, una crónica de viaje por las provincias, el autor rescata historias y voces olvidadas
Fueron 14 provincias; 30.000 km recorridos a bordo de Erre, su baqueteado auto Renault 21. El resultado del material periodístico que Martín Caparrós acumuló en esa travesía se llama El Interior (Planeta), una crónica sobre el país que no miramos.
Escribe Caparrós: "Este país se ha especializado en dividirse. Pero hay una división que me interesa. Están las regiones que crearon la Argentina, cuya existencia la precedió. Y después, hacia el Sur, están las regiones que la Argentina creó. Se podía ser mendocino, salteño o cordobés, antes de ser argentino. Pero la mayor parte de la Pampa y toda la Patagonia son el efecto de la Argentina". Es decir, la patria inventada.
El libro se articula con historias mínimas que configuran la gran historia de quiénes somos y cómo estamos. En el silencio de su casa en Olivos, entre un viaje y otro, Caparrós cuenta a LA NACION uno de los casos que más lo impactaron: "Era un señor muy pobre en las afueras de Puerto Iguazú, que vivía en un ranchito, cuya mujer había vendido su quinto hijo, recién nacido, a una pareja de porteños. El no había podido conocerlo, porque la mujer lo había tenido en un hospital de otro pueblo. El hombre me decía que hubiera querido conocerlo y que tal vez en su nueva familia estuviera mejor".
Caparrós afirma que "para que haya una idea de argentinidad es necesario tener un proyecto de país común, que implique que ser argentino sea, por ejemplo, tener derecho a la salud, a la educación, a la vivienda".
-¿Cuáles son los prejuicios que superaste durante esta travesía?
-El primero es pensar el interior del país como un lugar bucólico, donde el gaucho llega a caballo al rancho y la china lo espera con el mate. O el del hachero perdido en la selva misionera. Si bien es cierto, el 80% de la población es urbana. De modo que se parecen mucho a los porteños. El otro prejuicio es el que dice que el interior es la verdadera Argentina, en el sentido de tradicional y pura. No creo que sea así. Esas tradiciones del interior vienen de la mezcla. Por ejemplo al chamamé, tan correntino, lo inventaron los tanos que llegaban con la verdulera. Tenemos la idea de que el interior es un reservorio de autenticidad, pero es también una mezcla donde la cultura se mueve.
-Según el libro, en Buenos Aires y en el interior padecemos lo mismo, pero no vivimos igual. ¿Por qué?
-En el interior hay una dependencia mucho más fuerte del poder político. La mayoría de la población depende de empleos o subvenciones públicas. Y el comercio, en forma indirecta. Es una paradoja muy fuerte: en un país que redujo el Estado al mínimo en los años 90, hoy hay más gente que depende del Estado. Eso les da a los políticos mayor dominación. La gente se da cuenta, pero no encuentra otra manera de vivir. En muchos lugares es muy difícil encontrar la idea de futuro, de proyecto. Eso es decisivo en la anomia o la sensación de tristeza que se ve. La Argentina se armó sobre la idea de ser el país de futuro. Eso ya no está y hace que la identidad argentina sea muy confusa. ¿Qué es ser argentino? ¿Cantar el himno, querer la bandera, gritar los goles de la selección? Son símbolos vacíos si no representan un proyecto común.
-¿En el interior sólo se malvive?
-No. En algunas cosas se vive distinto. Hay una especie de sistema de compensaciones. Hay una presión mediática muy fuerte para que todos los argentinos pensemos que lo importante sólo pasa en Buenos Aires. La compensación entonces parece ser que en el interior están tranquilos. En un punto, se traduce como una vida aburrida, pero también sin la amenaza que existe en Buenos Aires. En las ciudades grandes no se puede dejar la puerta abierta, pero en los pueblos chicos sí es posible. Eso conforma la identidad del interior.
-¿Se notan allí los daños colaterales de la gestión menemista?
-La forma más visible tiene que ver con el cierre de los ferrocarriles. Eso fue criminal, tremendo, porque muchos pueblos estuvieron a punto de desaparecer cuando cerraron los trenes.
-¿Hay algo que te haya parecido sustancial como para que podamos construir un proyecto de país?
-Se me ocurre algo: la queja. Es la base de esa incomodidad frente al mundo que es necesaria, pero no suficiente, para cambiar nuestra condición. En muchos países de América latina no está presente esa queja. Pero en nosotros, que durante mucho tiempo nos creímos mejores, esa condición está. Es la que eventualmente puede permitir que armemos un proyecto común. Si no hubiera eso, quizá no estaría la esperanza de ese recorrido. Nosotros somos famosos por buscarle el pelo a la leche. Pero la tentación del ser argentino es quedarse en la queja.