En los dominios del hielo
Esta crónica, un fragmento del libro La Patagonia blanca, se publicó originalmente en LA NACION el 25 de octubre de 1998.
Afuera ruge el viento más salvaje que yo haya conocido. Son aludes invisibles que bajan desde el filo montañoso cuyo nombre no puede ser más adecuado: Paso del Viento. Las trombas de aire helado sacuden los oídos y estremecen el corazón en ráfagas con un cierto ritmo que llegamos a adivinar luego de tres días de repetición incesante. Arrancan arriba, se anuncian primero como un trueno distante y sabemos que pocos segundos después pasarán, a 150 o 200 kilómetros por hora, como si el mundo se viniera abajo.
(...) Adentro es una carpa de dos metros por dos y una altura de 80 centímetros. Apenas una burbuja sobre la nieve, débil y trepidante bajo el viento, pero increíblemente resistente e imprescindible para sobrevivir en esas condiciones.
Afuera, un lugar imponente, es el hielo continental patagónico en medio de una de las terribles tempestades que son propias de la región.
(...) Siempre llega un día bueno. El contraste no puede ser, entonces, más increíble. El cielo de un azul inigualable, el hielo como un planeta de cristal, el aire limpio y vivificante, los colores de la montaña que lo rodean con unas tonalidades asombrosas y cambiantes según avanza el sol. Casi color naranja al amanecer, gris azulado más tarde, rojizo al caer el sol detrás de las crestas que ocultan el Pacífico.
Son menos esos días que los otros. Ese es, aparentemente, el precio inevitable que debe pagarse para llegar a ver el hielo continental en toda su magnitud. Es una de las grandes maravillas naturales del mundo, que se defiende a sí misma con las armas que ella misma produce: viento, barreras montañosas que hay que cruzar con dificultad y caminos de hielo agrietado y traicionero que hay que sortear con esfuerzo.
El premio es como llegar a tierra prometida, después de días de marcha, donde se ponen a prueba los músculos y el temple moral. Se sabe que no se puede vivir largo tiempo en el hielo. Que así como se entra hay que salir al cabo de unos días. Nadie puede quedarse allí. Es un extraño paraíso de tiempo limitado. Y quizá por eso un imán que atrae con la fuerza magnética que parecen tener las regiones polares.
Hemos llegado hasta ese lugar impresionante luego de una marcha de dos días desde el pequeño pueblo de El Chaltén.
Al principio, una suave caminata entre bosques y prados donde crece el verde al amparo de las laderas de la montaña. La senda sube gradualmente para sortear la colina o loma del Pliegue Tumbado durante horas de marcha. Cuando las nubes lo permiten, la tremenda mole del Fitz Roy y las agujas que lo rodean aparecen a nuestra derecha justificando totalmente la fama mundial de ese macizo que desafía a los escaladores tanto por sus paredes verticales como por su temible clima de vientos y tormentas.
Desde una cierta altura aparece ante la vista el magnífico valle del río Túnel, un torrente que baja directamente de los glaciares para desembocar, kilómetros más abajo, en el enorme lago Viedma. El camino del río nos marca el derrotero que debemos seguir hacia el Paso del Viento, una profunda hendidura en la cresta montañosa que ya divisamos en el fondo y por donde se dice que se filtra todo el viento de la Patagonia.
La figura es, probablemente, algo exagerada. Por más fuerte que sea el paso del viento en ese lugar, la Patagonia es demasiado grande y la cordillera demasiado extensa como para que solo un valle sea el productor de esas masas de aire que se desparraman al galope por media Argentina. Pero en pocos lugares, acaso en ninguno como este, es tan notorio advertir lo que significa un canal, o tubo de piedra, que no solo permite que las masas de aire frío del Pacífico pasen rumbo al Atlántico, sino que además produce una aceleración de su marcha.
Un físico diría que ese es el efecto del tubo de Venturi, según el cual los gases que pasan por un conducto se frenan cuando se angosta la tubería, y luego aceleran, por la presión de la masa que empuja, cuando se abre nuevamente el paso porque se ensancha el canal.
Un neófito constata, simplemente, que el paso por una garganta de la montaña da lugar a una corriente de aire majestuosa y sonora, capaz de enmudecer a cualquier ser humano. Hasta se puede pensar en matices propios de un cantante de ópera, que seduce con momentos suaves y ataca a veces hasta llegar al clímax, que es el momento en el cual el sonido reclama toda la atención.
(...) Mientras cae la tarde, al fondo del valle, distinguimos ya nítidamente la lengua de un glaciar que da origen al río.
"Por ese costado vamos a subir mañana", señalan mis guías, Alex Outeiral y Micaela Rodrigo (entonces montañistas novios, hoy montañistas matrimonio, siempre montañistas extraordinarios), cuya enorme experiencia en la región de los hielos por momentos me asombra y por momentos me permite imaginar que con ellos se puede llegar a cualquier lado en la montaña, sin más preocupación que ver dónde se coloca el pie en cada paso.
Aunque a la vista parece cerca, la subida que nos llevará por el borde del glaciar Túnel llevará horas de marcha lenta y difícil, con tramos de ascenso duro sobre roca pulida y otros de trayecto ya sobre el hielo del glaciar Túnel inferior y luego del Túnel superior, otra lengua del mismo bloque helado.
(...) Debajo de los árboles protectores, las carpas se acomodan casi como un alojamiento de gran confort. A la mañana siguiente, hasta se puede tomar un desayuno al aire libre y calefaccionado por los rayos del sol que llegan oblicuamente desde el este, despuntando por el centro de la estepa patagónica, donde rara vez hay nubes. Las perspectivas del tiempo cambian radicalmente cuando giramos la cabeza y miramos hacia la montaña, directamente al oeste, envuelta en nubes oscuras y desde donde baja un viento de mal agüero.
Decidimos salir, de todos modos. Alex cree que el mal tiempo puede seguir como hasta ahora, pero que más vale esperar el cambio de condiciones en el refugio, arriba.
(...) A las nueve y media de la mañana, con la mochila al hombro y el cielo otra vez encapotado, comienza nuestro ascenso al paraíso del viento.
El primer desafío interesante es cruzar de un lado al otro del río Túnel mediante una tirolesa. Se llama así a un cable de acero tendido sobre el torrente, por el cual hay que cruzar colgado de las manos y de un arnés y un mosquetón que nos mantienen atados al cable. Una caída en esas aguas heladas significa, prácticamente, un certificado de defunción.
(...) Ya sobre la otra ribera, la marcha a paso calmo pero con ritmo nos lleva rumbo al glaciar que se ve cercano en el horizonte. La inminencia de llegar al piso de hielo acelera mi ansiedad por saber cuál es la sensación de caminar durante horas sobre el territorio blanco. Aunque probé, una vez, años atrás, la experiencia de caminar sobre un glaciar en una excursión más turística sobre el Perito Moreno, y aunque pisé también la Antártida, en una base militar, esta vez todo parece diferente. Es el ingreso al territorio enorme de los hielos continentales, difíciles de ver y reacios a ser recorridos por los hombres, lo que produce un cosquilleo indefinible en el interior.
¿Por qué la elegimos?
Este texto es apenas la punta del iceberg de una larga expedición por los inhóspitos hielos continentales y también de una exhaustiva y destacada cobertura periodística de la disputa limítrofe con Chile, en la que Sopeña aportó, por medio de investigaciones y entrevistas con expertos, información vital para dilucidar el conflicto.
Germán Sopeña (1946-2001)
Exquisito y versátil periodista, estuvo a cargo de la Secretaría General de Redacción de LA NACION. Fue corresponsal de guerra, experto en trenes y autos, pero especialmente, un eterno enamorado de la Patagonia.