En defensa de las contradicciones
Si al menos pudiéramos renunciar a la convicción de que alguna vez vamos a tener las ideas claras, daríamos un paso enorme hacia la paz mental. Que es otra forma de llamar a la buena vida. No a la felicidad, que a mi juicio es algo bien diferente y, por definición, escaso; no imagino una situación más angustiante que la de estar constantemente feliz, porque hasta la desdicha lo hace a uno albergar cierta esperanza. ¿No es acaso la felicidad una forma de desesperanza?
La cosa es que estamos peleados con nuestras contradicciones. Cierto, sería un poquito confuso si desde pequeños nos enseñaran a convivir con tendencias, impulsos e ideas contrapuestas. Pero vamos creciendo con la sensación de que no estaremos completos hasta que no tengamos todo esclarecido, alineado, sin fisuras ni aristas, con una respuesta para cada cosa. Nos cuesta una enormidad decir “no sé”, y todavía más aceptar que estamos a la vez de acuerdo y en desacuerdo. Después nos asombramos de la grieta, que existe donde uno mire. Llevamos la grieta dentro de nosotros porque aprendimos que, salvo por un puñado de valores universales, las contradicciones son malas. Un defecto por corregir. Entonces, de pronto, de la nada, aparece un líder que tiene las cosas clarísimas, que para todo emite veredictos que, sin importar si son ciertos o no, al menos nos calman el hambre de completitud y nos rescatan del naufragio existencial que causan las contradicciones, las paradojas, la perpetua incorrección política de la consciencia.
Es un mecanismo simple que se ha repetido tantas veces en la historia que todavía hoy usamos una palabra que nació en la Grecia antigua para señalar una grieta. Esa palabra es bárbaro. En la Argentina –y quizá en otros lugares también, porque la Real Academia Española le atribuye esta acepción– la usamos para decir que algo es más que excelente. Es bárbaro. Pero en su origen (y se escribía igual, letra por letra, excepto por un detalle que no viene al caso mencionar) se refería a los persas, cuyo idioma les sonaba a los griegos como bar bar bar. Así que los persas eran los bárbaros, para los griegos. Y en la vida hay que elegir.
La relojería es sencilla: fabricamos media docena de verdades irrefutables, construimos un enemigo al que bautizamos con un calificativo denigrante y fijamos una meta irrenunciable, inamovible y en general inalcanzable. Así, por un tiempo nos sentimos completos.
Será un sesgo de nuestra especie o lo será de la cultura, el caso es que una persona de convicciones fuertes nos subyuga, incluso antes de que conocer esas convicciones. Es raro. Porque no solo algunas convicciones apestan, sino –y sobre todo– porque la realidad es demasiado compleja para retratarla con la fotocopiadora de los lemas categóricos. Sin embargo, si alguien está convencido y si, además, es capaz de emitir estas certezas con una exaltación que, sin la menor lógica, asociamos con la franqueza, entonces sentimos atracción, admiración y algo semejante a la idolatría. Ni se nos cruza que tanta pasión puede ser fingida. O que sus convicciones son demenciales.
Por supuesto, y esto es así desde siempre, la fascinación por una certidumbre enardecida es inmune a la razón y a las sutilezas, a los grises, a los tecnicismos, a las complicaciones y a la diversidad. Por fin, todo tiene una explicación. Ese es el enemigo, culpable de todas nuestras desgracias. Allá está el norte. Además, “todo el mundo lo cree”. Y adiós. Como con los clarividentes, nos rendimos ante una evidencia que no necesita evidencia y nadie disputa.
La farsa no dura. Una frase que se le atribuye a Lincoln, aunque su autoría no es segura, resume el fenómeno: “Podés engañar a unas pocas personas todo el tiempo y podés engañar a todo el mundo durante un tiempo. Pero no podés engañar a todos todo el tiempo”. Porque la mentira tiene patas cortas, dicen, y porque las dudas y las contradicciones son el signo de la sabiduría. Por desgracia, aprendimos a despreciarlas y así le abrimos la puerta al fanatismo.
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