En Carrara, ahora esculpen los robots: “No necesitamos otro Miguel Ángel”, dicen
En Italia, un brazo de aleación de cuatro metros de largo reemplaza el trabajo manual del cincel y el martillo; muchos artistas que encargan sus diseños a las máquinas exigen confidencialidad
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CARRARA, Italia.- Las inmensas canteras de mármol de la ciudad toscana de Carrara han suministrado durante siglos la materia prima para las pulidas obras maestras de escultores italianos como Miguel Ángel, Canova, Bernini, y más recientemente, ABB2. Tallando con precisión nanométrica y con al menos algo del encanto artístico de sus celebres predecesores humanos, el ABB2, un brazo robótico de 4 metros de largo de aleación de aluminio, extiende su puño mecánico y su dedo de punta de diamante hacia una pieza intacta de reluciente mármol blanco. Sin prisa y sin pausa, cavó la laja de piedra y dejó los suaves contornos de las hojas de un repollo, para una escultura diseñada y encargada por un famoso artista norteamericano.
Pero el ABB2 no es un genio robótico repitiendo movimientos antropomórficos en soledad. A pocos metros de distancia, en ese mismo taller donde zumban otros robots, el Quantek2 está desgastando otro bloque de mármol, para ejecutar una estatua imaginada por el artista británico que le delegó la realización manual de la obra a un brazo robótico.
Desde por lo menos el Renacimiento, la realización de obras en los talleres de arte de Italia se cuenta entre las exportaciones más valiosas y reconocidas del país. Los fundadores y los empleados de este laboratorio robótico creen que adoptar nuevas tecnologías es la única manera de asegurar que Italia siga en la primera línea de la producción artística. “No necesitamos otro Miguel Ángel”, dice Michele Basaldella, un técnico de 38 años que se autodefine como el cerebro del robot. “Ya tuvimos uno.”
Pero si algo no ha cambiado en cientos de años es la susceptibilidad de los artistas respecto de quién se queda con el crédito por la obra. En los antiguos talleres florentinos, muchos artistas trabajaban en el anonimato, y muchas esculturas y pinturas eran fruto de muchas manos, pero solo llevaban la firma del maestro. Ahora son los robots de Carrara los que trabajan en la sombra, y muchos de los artistas que comisionan la realización de su diseño exigen confidencialidad y que su nombre no se filtre.
“A los artistas les gusta perpetuar esa idea de que están encerrados con el cincel y el martillo”, dice Giacomo Massari, uno de los fundadores de Robotor, la empresa propietaria de los robots escultores. “Me hacen reír.” Parado en medio de la polvareda de la cantera, con anteojos de sol para bloquear el resplandor enceguecedor del mármol que trasladan desde lo alto de los Apeninos, Massari, de 37 años, argumenta que abandonar las técnicas manuales tradicionales era la única manera de asegurar la continuidad y evolución de la escultura italiana en mármol. De hecho, la prosperidad de Carrara depende desde hace siglos del atractivo que tiene su mármol para los artistas.
Durante el apogeo del renacimiento, Miguel Ángel rastrillaba las canteras de las afueras de la ciudad en busca del bloque perfecto para una de sus obras maestras, La Piedad. En el siglo XVIII, los bloques de Carrara fueron transformados en cientos y cientos de estatuas neoclásicas, y en la zona abrieron decenas de talleres de escultura. Pero el mármol de Carrara no contó con el favor de los artistas modernos y contemporáneos, y en épocas recientes esa piedra traslúcida y de un gris venoso había terminado más bien como material de pisos de baños y cocinas de lujo y monumentos funerarios.
Massari dice que muchos artistas habían desechado el mármol como material por los meses o incluso años que se tarda en completar una sola estatua hecha a mano. Cada vez fueron menos los jóvenes de Carrara dispuestos a la extenuante tarea de cincelar la piedra, ni hablar de respirar y masticar polvo todo el día, con los consiguientes problemas de salud. Se dice que el escultor Antonio Canova tenía el esternón deformado de tanto agachar el pecho contra la maza durante horas.
En el taller robótico, donde los técnicos prueban un gigantesco robot nuevo, Massari señala una reproducción de Psique reanimada por el beso del amor, obra maestra de la escultura neoclásica. “Canova tardó cinco años en hacer esto”, dice Massari. “Nosotros tardamos 270 horas.”
Originalmente, Massari y su socio les compraron los robots a empresas tecnológicas locales. Pero a medida que sus clientes -entre los que se puede nombrar a estrellas internacionales del arte como Jeff Koons, Zaha Hadid y Vanessa Beecroft, y muchos otros que eligen el anonimato-, empezaron a pagarles comisiones “alucinantemente altas”, empezaron a fabricar sus propios robots, con software propio y partes mecánicas alemanas.
Los robots son rápidos y precisos, pero no perfectos. Basaldella casi se desmaya cuando uno de los brazos le abrió una rajadura de la cabeza a los pies en una reproducción del Hermafrodito durmiente para el escultor estadounidense Barry X Ball. La mejor versión de esa escultura clásica duerme en el Louvre sobre un colchón esculpido en mármol por Bernini.
Aunque Basaldella quiere tanto a sus robots que hasta les hizo hacer la carta astral, no todos en Carrara muestran el mismo nivel de empatía.
“Si Miguel Ángel viera el robots se arrancaría los pelos”, dice Michele Monfroni, de 49 años, en su taller en las montañas cerca de Carrara, donde esculpe reproducciones de Hércules, querubines, y algún que otro encargo especial. “Los robots son negocio, la escultura es pasión.”
El mármol divide las aguas
Monfroni agarró por primera vez el cincel y el martillo a los 7 años y básicamente nunca más los soltó, negándose a usar máquinas de ningún tipo para tallar, convencido de que la escultura se define por la capacidad de arrancar una estatua de un bloque de mármol a golpe de puño. Lejos de salvar su legado artístico, según Monfroni ahora Italia corre el riesgo de perder la reputación internacional de su tradición artesanal.
Marco Ciampolini, historiador del arte y director del museo local, no considera que el uso de robots sea un quiebre total con el pasado, ya que muchos grandes artistas, incluido Miguel Ángel, delegaban gran parte de su trabajo. “La idea de que el artista trabaja solo es un concepto romántico inventado en el siglo XIX”, dice, y agrega que su bien celebra la incorporación de los avances tecnológicos que facilitan la tarea del escultor, cree que para preservar el valor artístico sigue siendo necesario el toque humano. “Solo el humano sabe cuándo parar”, dice Ciampolini.
“Lo bueno de los robots es que no pueden hacer todo”, dice Emanuele Soldati, exestudiante de escultura de 26 años, mientras pule algunos detalles del repollo de mármol recién salido de la máquina. “Pero dentro de tres o cuatro años ya podrán hacerlo”, lo corrige su compañero Lorenzo Perrucci, de 23 años, mientras escudriña una esponja marina esculpida en mármol en busca de imperfecciones. “Y yo tendré que dedicarme a otra cosa, probablemente, a programar un robot.”
(Traducción de Jaime Arrambide)