En busca del Silva perdido
Gabriel García Márquez evoca a José Asunción Silva, autor del controvertido libro "De Sobremesa", a cien años de su muerte.
Leí por primera vez De sobremesa -el libro tan controvertido de José Asunción Silva- con motivo de los cincuenta años de su muerte. Me lo dio como lectura inevitable don Carlos Julio Calderón, el profesor de literatura en el Liceo Nacional de Zipaquirá, donde terminaba mi bachillerato en aquel año sin gracias de 1946. No me ordenaba una tarea, sino que me aconsejaba una lectura que no podía faltar en alguien que quisiera ser escritor.
Me explicó que estaba considerado como un libro raro por sí mismo, y también por otros aspectos circunstanciales: era una pieza suelta de un gran poeta, había sido reconstruido a la carrera cuando el manuscrito original se perdió con otros dos en un naufragio, se había publicado veintinueve años después de muerto el autor, y los sabios de la época lo menospreciaban como algo marginal que no le daba hasta los tobillos a la muy larga sombra larga de la gloria del poeta. Sin embargo, la discusión académica no se fundaba en si era o no un buen libro, digno de tan gran poeta, sino en si era o no una novela.
A cien años de la muerte de Silva ya nadie lo discute porque sólo algunos especialistas descarriados se acuerdan del libro. Pero la duda continúa.
El estudio de Silva era obligatorio sólo como poeta, con una ficha biográfica y la lectura del Nocturno -el de la larga sombra larga- dentro del programa oficial a saltos de mata de la literatura colombiana. Era el único rastro que nos quedaba de él, aparte de la sospecha inducida de que se había suicidado por el amor pecaminoso de su hermana Elvira.
De la novela, por supuesto, los bachilleres de aquel tiempo -como la inmensa mayoría de los colombianos- no sabíamos siquiera que existía. Sin embargo, los del Liceo Nacional sabíamos algo más de novelas, porque antes de dormir nos leían a Emilio Salgari y Alejandro Dumas -que enseñan como nadie las argucias del arte de contar- pero también La montaña mágica, el mamotreto insigne de Thomas Mann, que por una aberración inexplicable de la inocencia nos cautivó tanto como los otros.
De sobremesa la leí de una sentada, no porque me pareciera buena, sino para indagar si agregaba algo a mi sueño de ser escritor, que era la única razón por la que devoraba carretadas de libros en aquellos años.
Ahora pienso muerto de la pena que me deslumbró lo que menos me gusta -su prosa suntuosa y abigarrada-, pero no caí en la cuenta de su estructura de tiempos superpuestos ni me conmovió el desgarramiento de sus personajes. Tampoco se me pasó por la cabeza que José Fernández tuviera algo que ver con la vida del autor, pero pensando en el final de José Asunción Silva tuve el atrevimiento académico de decir en clase que a un hombre tan enredado no le quedaba más remedio que pegarse un tiro.
Medio siglo después
Después de ciento dieciocho mil doscientos cincuenta días he vuelto a leer De sobremesa, con motivo de los cien años de la muerte de Silva, y no creo que deba esperar otros cincuenta para tratar de responderme lo que pienso.
No me he demorado mucho en preguntarme si es o no una novela. El propio Silva contribuye a las dudas con una frase de su libro: "En manos de los maestros, la novela y la crítica son medios de presentar al público los aterradores problemas de la responsabilidad humana y de discriminar psicológicamente sus complicaciones: ya el lector no pide al libro que lo divierta sino que lo haga pensar y ver el misterio oculto en cada partícula del Gran Todo".
Es absurdo pensar que Silva hubiera podido escribir un libro tan espeso como De sobremesa sin su formación literaria, artística y científica, que era vasta y variada, y siempre al día, en una capital remota y triste de la provincia del mundo.
La empezó en la buena biblioteca de su padre, y la continuó por el resto de su vida con una voracidad insaciable. Tenía una facilidad casi sobrenatural para los idiomas, y hablaba y escribía el francés, el inglés, el portugués y el italiano, y había empezado a estudiar el alemán desde antes de su viaje a Europa, porque siempre quiso leer en el idioma original. En español era sabio y fluido, pero un gramático subversivo, a juzgar por sus gerundios fuera de la ley, que deben haber causado la muerte a más de un académico.
También sería absurdo pensar que no tuviera una idea clara de lo que era una novela. Conocía bien a los más grandes, y había desmenuzado Guerra y paz, que tiene el aliento colosal de El Quijote, y a Madame Bovary, que llevaba ya más de treinta años soportando su fama de novela perfecta. Pero Silva andaba ya por otro lado.
Cuando leyó A. Rebours -el libro de Joris-Karl Huysmans que fue el paradigma de una estética decadente- también él se hizo la pregunta sobre su género literario, y su respuesta fue rotunda: "Esta no es una novela". El juicio es interesante, porque A Rebours -que Mallarmé le regaló a Silva en París cuando acababa de publicarse- es sin duda el libro que más lo influyó en todo sentido para escribir De sobremesa, aunque sólo lo mencionó de pasada.
Rafael Maya señaló esta reserva como la prueba de una influencia que Silva quiso minimizar por demasiado cercana y evidente. Lo curioso es que las dudas de Silva sobre A Rebours obedecían a las mismas razones por las que se duda de De sobremesa. Ni la una ni la otra tienen una estructura clásica ni una concepción convencional, y se demoran demasiado en disquisiciones científicas, filosóficas o políticas, farragosas e inútiles, y que en el caso de Silva no tienen nada que ver con la belleza diáfana de su poesía.
Desde las primeras páginas el autor establece su método. Es una novela en dos tiempos paralelos. Un tiempo que tal vez no se prolongue más allá de esa noche en que el protagonista principal lee los originales de su diario inédito a tres amigos que lo escuchan abstraídos, y que lo comentan en interrupciones pertinentes.
Y otro tiempo -el tiempo invisible del manuscrito leído- que es el relato de la vida del mismo que lo ha escrito y lo está leyendo. Este es el protagonista principal de la novela y de su propio diario. Tiene la misma edad que Silva cuando estuvo en París, y una de sus amantes ocasionales lo describió como si fuera él: "un hombrón con músculos de jayán y nervios de artista del Renacimiento". De modo que el personaje lo tiene casi todo del autor de la novela, pero su nombre es otro: José Fernández.
Esto podría indicar que Silva en -la novela- quiso ocultar su nombre y su identidad, y este segundo Silva oculta a su vez su nombre y su identidad en el Silva del diario. Pero a la larga ninguno conseguirá ocultar lo que tienen en común, y es que los tres son hombres desgarrados.
¿Pero quién la escribió?
De natura y de familia era corpulento y apuesto, pero de una palidez fantasmal, unos modales exquisitos, una gran sensibilidad humana y artística, una inteligencia diáfana, una labia seductora y una dignidad acorazada. Tuvo una formación literaria precoz, gracias a un ambiente familiar de gran vocación creativa. Don Ricardo Silva, su padre, era un comerciante respetado y un buen escritor costumbrista, y su biblioteca fue el refugio del único hijo varón. Se cree que antes de los doce años José Asunción escribió versos meritorios que no están sus libros.
Viajó a Europa a los diecinueve años para un viaje de estudios de once meses, y cuando regresó parecía que hubiera sido de una década. Era un poeta hecho y derecho, y el hombre mejor educado, el más culto, el mejor vestido, el más serio y puntual, trabajador tenaz y excelente amigo.
Es cierto que nunca le regatearon su gloria. Fue el poeta por excelencia y el centro de la vida artística y social en la capital de un país desgarrado a su vez por los espasmos de las guerras civiles, pero se lo cobraron con sangre en su vida privada. Desde que descendió del coche de regreso lo sometieron a la terapia parroquial de adulaciones públicas y burlas furtivas, y le pusieron el mal nombre de José Presunción. Nunca entendieron que no se le conociera novia a un hombre famoso por sus memorables poemas de amor. No entendieron que hubiera rechazado a una de las solteras más codiciadas de la ciudad, hija y sobrina de presidentes, y que acompañara a sus amigos de bohemia a lugares prohibidos sin arriesgar la virginidad. Entonces lo llamaron -¡cómo no!- El casto José...
En cierto modo era así, no por su moral cristiana, sino por su concepción idealizada del amor, que se le quedaba sin remedio en sueños inalcanzables. Y -a Dios gracias- en poemas sublimes. Esto podría explicar la conducta sexual de Silva que tanto intrigaba a sus vecinos, y podría ser una razón menos aventurada de su pretendido amor ilegítimo por su hermana Elvira, que aun se tiene por cierto, que además era verosímil por la naturaleza del poeta y por algunos datos de su poesía después que ella murió, pero del cual no se tuvo nunca ningún indicio serio, ni visto, ni hablado ni escrito.
Salvo uno, que ha escapado a los cazadores de escándalos en una página inadvertida de De sobremesa, donde Silva se refirió a "una ternura compasiva, más suave que ninguna caricia de hermana".
En otro ámbito, al poeta lo acusaron por la prensa de haberse jugado los cuatro mil pesos que el gobierno le adelantó de su sueldo de secretario del consulado de Guatemala.
El anticipo fue cierto, pero no se lo jugó -ni jugó nunca- y lo devolvió al gobierno cuando no pudo asumir el empleo. Lo atormentaron con cargos de torpeza y deshonestidad en su manejo del negocio heredado del padre, y de haber burlado a sus acreedores en la liquidación de las deudas.
La quiebra fue cierta y con gran estrépito, pero las deficiencias de Silva no fueron morales ni técnicas, ni fue el único ni el más quebrado del país por el desorden de las finanzas públicas, pero sólo él navegaba con bandera de dandy y de poeta. Su capacidad y su interés en los negocios que no parecían cosa suya se notan no sólo en De sobremesa, sino en muchas de sus cartas y en testimonios de la época.
Empezaron en el almacén de su padre desde la adolescencia, y siempre encontró tiempo en Europa y en Caracas para mejorarlos. Pagó hasta el último céntimo de las obligaciones de la quiebra, y siguió viviendo y manteniendo a su madre, Vicenta Gómez, y a su hermana Julia, con lo que podían dejarle sus colaboraciones en periódicos y revistas, o dibujando y redactando anuncios de publicidad. Hasta la víspera de su muerte estuvo trabajando en su proyecto personal de una fábrica de baldosines y mármoles artificiales. Con la misma seriedad fue consecuente con su credo liberal y mantuvo siempre su buena amistad política y literaria con el general Rafael Uribe Uribe, a pesar de algunas discrepancias tardías.
"La delicia de escribir bajo un gobierno de fuerza"
José Fernández es su desquite. Un dandy que rompía todos los diques culturales y sociales, y se dio el lujo de ser al mismo tiempo el poeta bien recibido en los salones literarios de París, el magnate que entraba sin tocar en los templos mundiales de las finanzas, el caballista de concurso, el seductor fulminante y sin amor de la aristocracia mundana, que para colmo estuvo a punto de asesinar con un puñal a una prostituta de a dos por cinco en una borrachera de alucinógenos.
Sin embargo, el José Fernández de la novela se detesta como poeta en su diario, se aburre con sus éxitos financieros, y desprecia a las víctimas fáciles de sus amores de una noche.
La historia es tan sencilla como enternecedora. Un 11 de agosto -de paso en Ginebra por asuntos de negocios- José Fernández cenaba solo en el comedor reservado de un hotel exclusivo, cuando entró un hombre distinguido, de unos cincuenta años pero con la cabeza y la barba blancas de canas, acompañado por una hija de no más de quince años.
Fernández se impresionó desde el instante en que la vio quitarse el sombrero de viaje "que le daba un cierto parecido, por su forma extraña, con el retrato de una princesa hecho por Van Dyck, que está en el museo de La Haya".
La vio quitarse luego los guantes de Suecia, y admiró a distancia las manos largas y pálidas dedos afilados "como las de Ana de Austria en el retrato de Rubens". La vio echarse hacia atrás los bucles de la cabellera castaña, rizosa y sedeña, con visos de oro en la luz de la frente. Oyó su voz argentina y fresca cuando duscutía con el camarero y consultaba con su padre los platos del menú.
Al final escogió ella y bien: para el padre vino del Rhin y queso, y para ella, de postre, leche y fresas. Fernández la desmenuzó asombrado: el busto largo y esbelto con el vestido de seda roja, las pestañas crespas, las mejillas de una palidez sana y fresca, pero exangüe y profunda, casi sobrenatural. De repente, la bella sacudió la cabeza hacia atrás, y lo miró fijamente, con una "despreciativa y helada insistencia, hasta el fondo de mi ser, para leer en lo más íntimo de mi alma". José Asunción Silva, el tímido, y José Fernández, el seductor irredento, confesaron la misma debilidad: "Por primera vez en mi vida bajé los ojos ante la mirada de una mujer".
Eso fue todo, pero la mirada se quedó para siempre en el alma de José Fernández.
Este amor idealizado -tan evidente en la vida y la obra de Silva- lo sublimó Fernández con cinco meses de castidad voluntaria hasta que tuvo que acudir al médico. Creo que ésta es la franja del libro con la más alta validez poética. El estilo, el tono, el aliento lírico, todo se hace distinto en el temblor de las evocaciones febriles, y en la deflagración de las apariciones. La escritura se adelgaza, se vuelve inspirada y diáfana, más al modo romántico que al decadente general del libro. Uno tiene entonces la impresión de que sólo allí se encuentra con la verdad de la vida.
Epílogo del lector aguafiestas
La debilidad de De sobremesa, después de la lectura con el destornillador encarnizado, no es que sea o no sea una novela, sino las pocas veces en que alcanza un buen grado de credibilidad. La primera falla -creo- es el nombre de José Fernández. Un sudamericano dueño de una riqueza inmensa, de una cultura inmensa, de un éxito inmenso en los amores ocasionales, de una desgracia inmensa, con todos los vicios de las elites decadentes y de la prosa modernista -un dandy, en fin- no parece tener una credibilidad suficiente con un nombre genérico.
Tal vez todo esto fuera más humano y conmovedor en una novela lineal en primera persona, y con un protagonista que llevara el nombre inexorable que le pusieron sus padres: José Asunción Salustiano Facundo.
Esto no quiere decir que la credibilidad de una novela depende de su apego absoluto a la realidad. Todo lo contrario: su realidad propia se sustenta de mentiras puras pero verosímiles, como el caballero andante que se enfrenta con los leones en las llanuras de la Mancha, como las alfombras que vuelan y los genios que salen de las botellas en
Las mil y una noches, como el Gargantúa que se orina sobre las catedrales, o la dama de Francia de Tirant lo Blanc, cuya piel es tan blanca y tersa, que cuando bebe se ve bajar el vino por su garganta. Así es: la maravilla de la ficción literaria -como su nombre lo indica- es que siempre ha de parecer más real cuanto más mentira sea.
José Fernández no alcanzó a escribir el final de su diario, ni su propio final. Pero Silva lo vivió por él en carne viva. Los diez años siguientes de su viaje a París fueron en realidad los de su vida, en los que escribió sus grandes poemas -incluido el terrible Nocturno de la larga sombra larga-.
Intentó varias novelas, entre ellas una que terminó con el título de Amor, y que luego perdió con otros manuscritos en el naufragio del Amérique cuando regresaba de Caracas. Esta fue la única que alcanzó a reescribir de nuevo con el título De sobremesa, que permaneció traspapelada hasta que fue publicada en 1925. El 24 de mayo de 1896, después de una cena íntima en su casa de Santafé, Silva acompañó a sus invitados hasta el portón, poco antes de la media noche, y luego fue a su alcoba y se disparó un tiro de revólver en el corazón.
Este debió ser también el final de la novela, que tampoco le dejó a José Fernández otra escapatoria para sobrevivir a los estragos de su ser dividido.
Aparte de esa comprobación melancólica, sólo me queda la nostalgia de no encontrar nada en común entre aquella lectura casi angelical de hace cincuenta años y la arbitraria y prepotente de ahora. Pero no podía ser de otro modo: la vida, al contrario de la novela, cambia a su antojo las leyes de sus alfiles, aunque sólo sea para que nunca acabemos de lamentar la pérdida de nuestra inocencia.
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