En busca de la obra ideal
De los años 30 a los 50, fue, para muchos, el escritor más importante del Río de la Plata. Sus ensayos sobre la Argentina y sus habitantes lo convirtieron en el intérprete por excelencia del espíritu nacional y, paradójicamente, relegaron su vasta y valiosa obra de ficción. Durante ese período de gran ascendiente personal, Mallea dirigió el Suplemento Literario de LA NACION. De 1931 a 1955, publicó en estas páginas a los autores extranjeros más destacados y ejerció una influencia decisiva en la literatura del país. A modo de homenaje, se le consagra esta edición
A cien años de su nacimiento (14 de agosto de 1903) y a veintiuno de su muerte (12 de noviembre de 1982), Eduardo Mallea es más recordado por sus entrañables reflexiones en torno a nuestra índole que por su vasta obra de ficción. Historia de una pasión argentina (1937), la obra que mejor representa la corriente ensayística, se ha consagrado merecidamente entre los grandes libros argentinos. Esa autobiografía intelectual nos abre el corazón de un joven angustiado por el rumbo que el país había ido tomando, de espaldas a su tradición espiritual, marcada por los constructores de la nacionalidad.
En esa línea corresponde situar, con anterioridad, Conocimiento y expresión de la Argentina (1935), que anticipa las ideas fundamentales del libro mayor, y, con posterioridad, Meditación en la costa (1939), La vida blanca (1960) y La guerra interior (1963). Las fechas señalan la persistencia de "la pasión argentina" y dan razón a las palabras que abren el prefacio de La vida blanca , libro ya listo para publicar en 1942: "En mi memoria, ninguna preocupación llega más lejos que la preocupación por mi país".
Otros ensayos completan este rico filón de la obra de Mallea: El sayal y la púrpura (1941), espléndida serie de escritos sobre la función y la responsabilidad del escritor, sobre Franz Kafka (Mallea fue uno de los primeros que en la Argentina escribió sobre el autor checo), Henri de Montherlant, Leopoldo Lugones y G. K. Chesterton. Acerca del narrador y su oficio se explayan Notas de un novelista (1954) y Poderío de la novela (1965); y Las travesías (1961, 1962) aportan nuevas meditaciones, lúcidas y poéticas, datadas en París y en la India, durante el período en que Mallea fue embajador argentino en la Unesco.
Estos títulos bastarían para dar a un escritor, en cualquier literatura, un lugar relevante. Y, sin embargo, en el caso de Mallea, sólo constituyen la parte menos copiosa de lo publicado. Casi treinta volúmenes más abarcan su obra narrativa -novelas y cuentos-, ligada, en parte, a su pensamiento argentino, pero, en buena medida y con mayor expansión, enraizada en su particular enfoque del hombre, en la relación con sus semejantes y en su visión del ámbito urbano y rural. A sus narraciones hay que añadir dos dramas: El gajo de enebro (1957) y La representación de los aficionados (1962), que completan los más de cuarenta volúmenes de su obra total.
Los iniciales Cuentos para una inglesa desesperada (1926) exhiben una seducción lírica que se ejerce también en Rodeada está de sueño (Memorias poemáticas de un desconocido) (1944) y en su continuación, El retorno (1946). Del mismo año son tres narraciones memorables: El vínculo , Los Rembrandts y La rosa de Cernobbio . Pero tal propensión es una constante que se muestra en toda la obra de Mallea y suele florecer, aquí y allá, en bellos poemas en prosa. Entre 1926 -año de su primer libro- y 1935 -el de su publicación siguiente, casi una década después-, el joven escritor se abismó en lecturas y meditaciones que iban a marcar hondamente su obra futura.
A partir de entonces sus libros fluyen regularmente, con ediciones casi anuales. El protagonista de Nocturno europeo (1935) es el primer solitario de Mallea. Instalado en Europa, él, "hombre de América", ve cómo la atmósfera del mundo va ennegreciéndose. La ciudad junto al río inmóvil (1936) proporciona a las letras argentinas excelentes cuentos y un título que se transforma en otro nombre de Buenos Aires. Sobresalen en él hombres y mujeres que reflejan al "hombre subterráneo" de América, al "nuevo hombre de América" (América y la Argentina se equiparan en su pensamiento). Forman la primera galería de solitarios, silenciosos y taciturnos, alrededor de los cuales cunde una agobiante nada, una exasperante inmovilidad. Las narraciones existencialistas y las invenciones de Samuel Beckett se anuncian en estas historias. Su modernidad es patente.
Fiesta en noviembre (1938) confronta con nitidez las dos zonas que Mallea distinguió en su país precisamente para oponerlas: la Argentina visible, superficial, materialista, y la Argentina invisible, profunda y espiritual, fiel a sus orígenes y en marcha hacia un futuro que, en verdad, aún no se ha concretado. En este itinerario el hito más destacado es La bahía de silencio (1940), cuyo protagonista, Martín Tregua, emprende un viaje "hacia su propia tierra". Argentino de varias generaciones, como Mallea, forma con otros jóvenes un grupo resuelto a bregar por el país auténtico, al cual se entrega en calidad de escritor comprometido. Pero el esfuerzo conjunto fracasa. En Las Aguilas (1943) y La torre (1951), los Ricarte viven la experiencia de la culminación y la caída, y en ellos se reaviva la confrontación entre las dos Argentinas.
Los restantes libros narrativos son obras puramente existenciales, animadas por fuertes conflictos humanos. Se multiplican a partir de Todo verdor perecerá (1941), dura pugna entre una mujer y un hombre que padecen en un lugar inhóspito de la provincia de Buenos Aires, no lejos de la Bahía Blanca natal de Mallea. Desde Petrópolis, Brasil, Stefan Zweig le escribió al autor encareciendo la fuerza del personaje femenino y la presencia de la pampa, "con sus horizontes hechos de nada y de eternidad; he sentido la sed de esta alma, en medio de esa inmensa sequedad que se refleja de fuera a dentro".
En esa cadena de obras, en las que figuran las novelas Los enemigos del alma (1950) y Chaves (1953), los cuentos de La sala de espera (1953), las novelas cortas de Posesión (1958) y La razón humana (1959), las tres novelas de El resentimiento (1966) y "las historias de una historia" de La barca de hielo (1967), hay que destacar Simbad (1957), la más extensa de las novelas del autor, rica en elementos autobiográficos. Novela de formación, como La bahía de silencio , Simbad comienza en Bahía Blanca y se prolonga después en Buenos Aires, las dos ciudades emblemáticas de Mallea. Su protagonista, Fernando Fe, no es tanto un apasionado de su país, como Martín Tregua, sino un apasionado del arte, un hombre de teatro, director de escena y dramaturgo, que persigue el ideal, finalmente inalcanzado, de un drama que lleva como título el nombre del famoso personaje de Las mil y una noches .
En 1968 da a conocer los cuentos de La red, libro singularísimo, en el cual reaparecen personajes peculiares de Mallea: los solitarios, los silenciosos, los taciturnos, las mujeres sufrientes o altivas junto con los ególatras, los soberbios, los desdichados, los posesivos, los resentidos. Y, además de los individuos, las parejas, las desavenidas, las irreconciliables y autodestructivas, las inmovilizadas en la monotonía y el tedio. Algunos cuentos rozan la literatura fantástica; otros abundan en diálogos (infrecuentes en Mallea) y aun en expresiones populares (raras en el autor), otros exhiben rasgos de humor.
El libro reúne narraciones extensas y otras breves, a veces brevísimas, y poéticos textos (señalados en cursiva) sobre Buenos Aires, la ciudad cuyo contorno dibuja un rostro de mujer exótica. Por sus calles, plazas, cafés, restaurantes van los personajes de los cuentos. El ámbito urbano es testigo de sus angustias, de sus exaltaciones, de sus largos recorridos solitarios.
Los siete libros finales de Mallea - La penúltima puerta (1969), Gabriel Andaral (1971), Triste piel del universo (1971), En la creciente oscuridad (1973), novelas; Los papeles privados (1974), diario intelectual de Andaral; La mancha en el mármol (1982), cuentos; La noche enseña a la noche (1985), novela- recrean sus obsesiones con la obstinación de quien persigue un ideal, un más allá que en ninguna obra parece poder alcanzarse.
Salvo los versículos que el coro recita en la tragedia El gajo de enebro , el medio de expresión de Mallea fue la prosa. Desde sus primeras páginas, en sus invenciones narrativas y en sus reflexiones ensayísticas, la prosa de Mallea brota caldeada, intensa, impregnada de pasión, con los rasgos de un estilo elevado y culto que se pliega maleable a la inspiración lírica, al tono encomiástico o a la inflexión acusatoria.
La introspección, el análisis tenaz de la condición humana y de las relaciones humanas constituyen elementos constantes en las narraciones de este escritor que comenzó a publicar en un período de grandes novelistas, desvelados también por reflejar en la ficción sus preocupaciones acerca del destino del hombre en una hora aciaga del mundo. Mallea fue digno contemporáneo de escritores como Thomas Mann, Robert Musil, François Mauriac, André Malraux, Julien Green, Aldous Huxley y tantos otros para quienes la ficción y el pensamiento no eran caminos separados. Fueron escritores graves, con sentido dramático y ético de la vida, sin resabios de crueldad o de cinismo.
Al margen de su obra personal, Mallea tuvo un papel destacado en la vida cultural. En 1927 ingresó en la redacción de LA NACION, donde conoció a figuras de la magnitud de Leopoldo Lugones, Roberto J. Payró, Alberto Gerchunoff, Horacio Quiroga, Julio Navarro Monzó, miembros de una pléyade de escritores periodistas. Como hombre de prensa, entrevistó a personalidades que visitaban el país. En 1928 envió crónicas desde Amsterdam, con motivo de los IX Juegos Olímpicos.
Finalmente, en 1931, fue nombrado director del Suplemento Literario, cargo que desempeñó hasta 1955. Como desde sus comienzos, en 1920 -y aun antes, en suplementos de corta vida- el dirigido por Mallea siguió siendo, enriquecido y puesto al día, una revista literaria, en la cual se mostraban las primicias de escritores argentinos de varias promociones y de extranjeros de fama internacional. Exponentes de la llamada Generación del 40 figuraron en sus páginas desde sus primeras manifestaciones.
Intervino en la fundación de la revista Sur y se convirtió en uno de sus consejeros y animadores más escuchados por Victoria Ocampo, la directora. En las páginas literarias de LA NACION; en Emecé, al frente de la colección Grandes Ensayistas; en la Sociedad Argentina de Escritores, como presidente, y en otras circunstancias, Mallea desplegó una actividad valiosa, gracias a su vasta cultura y a sus selectos vínculos literarios. A la caída de la primera década peronista, la Revolución Libertadora lo designó embajador argentino ante la Unesco, en París, y a su regreso, en 1958, siempre insatisfecho, escrupuloso, empeñado en la busca de la obra ideal -como el protagonista de Simbad -, decidió dedicarse exclusivamente a lo que sentía como un mandato: seguir escribiendo (buscando) hasta que las fuerzas lo abandonaran.
Persona noble, transparente con sus amigos, generosa con sus colegas, de conducta intachable en la vida y en la literatura, trabajador pertinaz, ciudadano auténticamente democrático, Mallea fue, sin dudas, un argentino ejemplar, un "argentino profundo". Su centenario coincide con una época literaria muy distinta de la suya no sólo en el espacio nacional sino en el internacional. La literatura no es hoy -salvadas las excepciones- ni un disfrute estético -parecen olvidados los valores literarios- ni un modo de conocimiento del hombre ni un medio de acceder a la sabudiría, sino, más bien, un entretenimiento, un pasatiempo dedicado a un lector distraído y supuestamente aburrido. De todos modos, quienes, sin prejuicios, emprendan el estudio de nuestras letras o, mejor, quienes, para ensanchar su propio mundo, deseen entrar en otros campos literarios y se esfuercen por conquistarlos, en su singularidad y en su cohesión, no podrán negarle a Eduardo Mallea el derecho de figurar entre los primeros creadores de mundos imaginarios.
Décima a E.M.
Por Manuel Mujica Lainez
Buenos Aires, 2 de diciembre de 1940
Al amor del inmóvil río grave,
la Ciudad escondía su secreto.
Viniste tú y con tu decir discreto
nos diste del secreto fina clave.
Yo te pintara así: con una llave
en las manos, quemante y luminosa;
llave y brasa a la vez. Y una azulosa
Ciudad echada al fondo, sobre el frío
nocturno de los astros y del río.
Y una torre es espina. Y otra, rosa.
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