Las alucinaciones auditivas que le provocaba la pintura hicieron que la reemplazara por el dibujo, por prescripción médica. Fallecida en 2003, hoy protagoniza muestras en el Malba y Vasari
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La pintura le hablaba. O el coro de voces que retumbaba en su interior se hacía sentir más fuerte mientras aplicaba sobre la tela el verde seco, el azul pálido, el beige, el caoba. Colores preferidos también por los artistas holandeses que tanto admiraba, que le habían valido su apodo –“Flamenca”- y que ahora le provocaban alucinaciones auditivas. “Dejar de pintar”, prescribió el médico, cuando Emilia Gutiérrez tenía 47 años y un currículum con siete muestras individuales.
Entonces llegó el dibujo. Ese pasaje, reflejado en una muestra que la galería Vasari inaugurará el miércoles y en Terapia, exposición actual en el Malba, se produjo en 1975. Una década después de que sus melancólicas figuras debutaran en la prestigiosa galería Lirolay, recomendadas por Carlos Alonso, mientras Marta Minujín y Rubén Santantonín presentaban La Menesunda en el Di Tella y el arte pop tomaba las calles porteñas con tonos brillantes.
“No tengo nada que decir”, aseguró ella, con perfil bajo, cuando un amigo le preguntó sobre el significado de sus obras. “Nada importante hay en mi vida, en los cuadros está el mundo de mi infancia, que no fue muy alegre”, insistió en una entrevista. Nada alegre fue su infancia, ni lo que vino después. Su nacimiento, en 1928, desató en su madre una profunda depresión posparto que derivó en psicosis e internación.
“Su abuela materna, paradójicamente llamada Esperanza, se ocupó entonces de criar a Emilia y a sus dos hermanas mayores, Lidia e Ilda. Su padre, Emilio Gutiérrez, a quien algunos amigos recuerdan como un asturiano severo, era comerciante; por sus trabajos, viajaba constantemente en aquellos años de infancia de Emilia en los que ya empezaba a mostrar un profundo retraimiento”, asegura Raúl Santana en un libro editado en 2004 por Gabriel Levinas, uno de los principales promotores del legado de la artista.
Aislada del resto del grupo en el taller de Demetrio Urruchúa, ella se dedicó a recrear escenas que marcaron su vida a tal punto que debió ser medicada. “Fue su cuñado, el Doctor Berlín, quien le mostró a Carlos Alonso las pinturas de la Flamenca dos años después de que comenzara su tratamiento psiquiátrico”, recuerda Rafael Cippolini, curador de una exposición que le dedicó en 2019 la galería Cosmocosa.
Y señala que una de sus obras preferidas era Extracción de la piedra de la locura, realizada por El Bosco en el siglo XV; una burla de la creencia popular de que la causa de la demencia era tan extirpable como un tumor alojado en la cabeza. Como los colores que le quitaron a Emilia.
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