Ema Wolf: "No ando persiguiendo al lector como si fuera una liebre"
Escribe para chicos, pero no le gusta que el género esté marcado por la edad del receptor de sus trabajos
Desde el living de la casa de Ema Wolf, en Olivos, se oye el ruido del tren. Es una música de fondo, que acompaña a la escritora desde hace tiempo. No le molesta. Tampoco al gato que la oye hablar durante la entrevista, recostado en uno de los sillones frente a la enorme biblioteca que tapiza la pared. Allí hay libros de todas las épocas, suyos y de su marido, Carlos Trillo, con quien compartió literatura, cine y amigos hasta su repentina muerte, en 2011. Hace unos años, Wolf y sus hijos cedieron al Programa Nacional de Investigación en Historieta y Humor Gráfico Argentinos, de la Biblioteca Nacional, materiales de trabajo, bocetos, apuntes, inéditos, libretas con guiones escritos a mano, para exhibir en una muestra antológica en homenaje al historietista. Además de continuar con sus historias para chicos, la escritora impulsa la circulación de la obra de su compañero de vida.
Género infantil. Esa denominación no me cierra ni me cerró nunca. Que los géneros estén marca-dos por la posible edad del receptor no me convence. Y será porque empecé leyendo literatura en general: primero, los cuentos de Andersen, pero también Salgari y Dumas. A los 9 años me regalaron la colección completa de Sandokan, los 14 tomos. Salgari me inició como lectora. En la medida en que los chicos la entiendan y la disfruten, es para ellos. Y también puede ser para los grandes.
No tengo problema en decir: escribo para los chicos. Si ese texto responde a una idea sencilla, que me va a determinar los ingredientes que necesito usar, el vocabulario, la sintaxis, el escenario, estarán acorde con esa historia simple. Pero no tiene que ver con la edad del potencial lector. Incluso, a menudo me permito usar palabras o frases que yo sé que los chicos no van a entender ("voto al chápiro", por ejemplo), pero en la medida en que no interrumpa la comprensión de la historia ni los expulse de la lectura, me parece bien que la literatura los lleve también a descubrir palabras nuevas.
Yo creo que escribir es modificar lectores; el texto tiene que tener lo suficiente como para que les resulte familiar y, al mismo tiempo, una cuota de novedad que los haga crecer como lectores. Si hay restricciones, el resultado son personas con vocabulario pobre, que cuando llegan al colegio secundario y se enfrentan con los textos "para adultos" vacilan. Se encuentran con un cúmulo de palabras que los asusta.
Cuando nos sentamos con Graciela Montes a escribir El turno del escriba en ningún momento dijimos: "Ahora no vamos a es-cribir para chicos, vamos a escribir para adultos".La idea disparadora era bastante compleja, requería del lector una información del mundo, vocabulario, conocimiento de lenguas y ciertas experiencias de vida que no tiene un chico de 9 años. Ni siquiera se nos planteó para qué edades estábamos escribiendo. El proyecto determinaba que una persona nacida hace poco tiempo no iba a poder acceder a ese libro. Tampoco adultos que no tuvieran la competencia de lectura para meterse en la Génova medieval, con palabras en italiano, citas de San Agustín y toda la parafernalia de las ciudades estado, las contiendas, los papas, los infieles y todo eso.
No ando persiguiendo al lector como si fuera una liebre. Yo escribo lo que puedo, lo que tengo ganas. Hay una porción de contemporaneidad entre los chicos y yo. En ese espacio temporal común entra todo: la cultura, el idioma, la tecnología, la filosofía de la época. No tengo por qué transformarme para buscar atrapar al lector de hoy. La tecnología no me resulta extraña. La incorporé a mi vida. Entonces, en términos de contenido y de vocabulario, tengo que atenerme a lo que les puedo dar en ese espacio de coincidencia. Les traigo cosas del pasado y ellos me anticipan cosas del futuro que yo no las veré, pero hay una zona común donde es posible comunicarse.
Mi lema es "no le des a tu lector lo que no querés que te den a vos o lo que no querías que te dieran cuando tenías 10 años". Me hubiera aburrido la literatura "espejo", que refleja lo que le pasa a un chico o un adolescente. A lo mejor hay lectores que quieren que un libro los muestre en espejo, pero me pregunto si hay material para los pibes de 11, 12 años que buscan que les muestren el mundo. Yo quería que me mostraran todo lo que no conocía.
Como lectora no hubo cambios extraordinarios en mis preferencias de lectura. De chica, amaba la novela de aventuras, los itinerarios que podía seguir en el mapa y los saltos en el tiempo. A veces digo que cambié a Salgari por Joseph Conrad: ése fue el gran salto. Después vinieron lecturas de adolescencia (poemas de César Vallejo, novelas francesas) y luego siete años de facultad de letras, que te van incorporando autores que te van adiestrando el paladar. El cuatrimestre en que cursé Francisco de Quevedo me iluminó: descubrí el humor refinado y el grosero en el escritor más grande de la lengua española.
Las lecturas de la universidad y las que siguieron después me sumaron cosas. Los escritores estadounidenses, por ejemplo, que me fascinan, los leí después de la facultad. La práctica de la lectura te entrena el gusto hacia ciertos escritores que piden más y dan más. Conservo una preferencia por la literatura fantástica. La literatura oxigenada, intimista, psicológica, de conflicto de cuarto cerrado, no es lo que más me atrae. Conrad es un escritor de relato psicológico, pero todo transcurre en el océano. Creo que ésa es una marca de las lecturas de la infancia.
Aprendo cosas de cada autor que leo. De los malos, lo que no se debería hacer, pero sobre todo aprendo de los buenos. En esos casos soy una discípula. Y como lectora tengo que disfrutar el libro. Lo que me pasa con autores como Italo Calvino, Borges, Flannery O'Connor, de quien acabo de leer sus cuentos completos y me pareció fascinante, es que el común denominador es que entiendo lo que están haciendo. Eso me pasa con el cine, con la literatura, con la plástica: entiendo su idea, su filosofía, su sentimiento. También con las películas de Jim Jarmusch o los hermanos Coen: entiendo lo que están haciendo. O cuando me vuelvo a enganchar con El Padrino, de Coppola. Sé qué me quieren contar, por qué lo dicen de esa manera. Y eso es inexplicable porque no pasa sólo por lo racional o emocional: hay un lenguaje que me es afín, que entiendo, donde me siento cómoda.
Carapachay, Buenos Aires, 1948
Licenciada en Letras Modernas por la UBA, es autora, entre otros títulos, de los libros para chicos Aventuras de loberos (1977), Barbanegra y los buñuelos (1984) y 2012, El fin del mundo (2011). Para adultos publicó El turno del escriba (en colaboración con Graciela Montes) (2005). Recibió los premios Hans Christian Andersen de Alija y Alfaguara de Novela
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