Elogio de las librerías de saldos
Me manda un mensaje mi amigo Germán, rastreador de libros infatigable, y con un dejo algo fúnebre me dice: “Malas noticias. Te saldaron”. Rápidamente le agradezco la novedad y le contesto que, a pesar de la sorpresa, no hay nada que lamentar. Que lo que él cree merece un pésame es la mejor noticia que cualquier autor puede recibir. Para empezar, porque ser saldado recién después de siete años es casi un milagro en la Argentina. Pero, sobre todo, porque soy de los que piensan que la verdadera vida de un libro empieza precisamente en esas mesas de ofertas, en aquellas librerías donde el lector de a pie, al que por casualidad un día le sobran 500 o 600 pesos, decide pasar del café con medialunas de la tarde y comprar un ejemplar que lo acompañará en el subte o el colectivo durante algunas jornadas. No se me ocurre destino más feliz para un libro que ser leído con deseo, en cualquier parte. Tampoco para un autor.
Mis amigos escritores saben bien qué librerías de saldo recorrer y en qué momento del año visitarlas. En Buenos Aires hay algunas legendarias y otras más nuevas, sobre la avenida Corrientes, pero también en barrios periféricos: Lucas, Dickens, HD, Obelibros… cuántas horas invertidas en aquel salón largo de la desaparecida librería Libertador. Cada uno de ellos sabe cómo aguzar la vista: es en medio de ese caos, entre pilas de ofertas, donde de un mes para el otro emergen tesoros que permanecían ocultos en los depósitos de las editoriales, lejos ya de las estanterías, y donde un libro que hasta el mes pasado se vendía por dos o tres mil pesos se consigue ahora por menos de la mitad.
Es una tarea que demanda ciertos conocimientos y alguna destreza: por lo general los buenos títulos están rodeados de pilas de desperdicio que los sellos producen para ser olvidados a las pocas semanas (falsas biografías del fugaces celebridades, investigaciones periodísticas más falsas aún), algo así como los plásticos de un solo uso de la industria editorial. La proporción es de diez a uno: diez libros inservibles por cada uno que vale la pena. Pero funciona, lo digo por experiencia. Una buena parte de mi biblioteca proviene de mesas de saldos. De memoria me vienen a la mente autores que compré en oferta como Samanta Schweblin, Federico Falco, Mariana Enriquez, Richard Yates, Lorrie Moore o Willa Cather.
Comprar en saldo ha dejado de ser, en un país en crisis permanente como el nuestro, un acto deshonroso: la vuelta ha dado un giro completo y hoy por hoy pocas veces entro en una librería comercial, salvo para buscar un título específico o porque algún amigo presenta su libro. Hurgar entre ofertas es un hábito tan extendido entre los lectores frecuentes (aquellos que compran libros todos los meses, incluso todas las semanas) que las librerías de saldo ocupan desde hace años espacios destacados en la Feria del Libro de Buenos Aires.
Así que acá voy, en mi anteúltima excursión, a buscar nuevos tesoros. Veo mi libro de columnas y artículos, que escribí durante diez años: me llevo tres ejemplares, para condenar a algún incauto al sacrificio de leerme. Después comienza la verdadera exploración. Compraría el Diccionario etimológico del lunfardo de Oscar Conde si ya no lo tuviera. ¿Y eso? Sin dudarlo un segundo me llevo los Cuentos escogidos de Edgardo Cozarinsky y de Héctor Tizón. Podría comprar también las biografías de Jorge Barón Biza y la de Nicanor Parra. Y esa historia del boom latinoamericano que viene firmada por el español Xavi Ayén. ¿Volveré pronto por Gustavo Ferreyra y David Viñas? Puede ser. Por ahora me retiro feliz por Callao, sintiendo una satisfacción casi aristocrática, luego de la alquimia en que unos pocos pesos devaluados se convirtieron en libros hermosos que leeré y releeré en el futuro.
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