Elfriede Jelinek: Premio Nobel de Literatura 2004
Durante la niñez y la adolescencia, la novelista y dramaturga austríaca estuvo sometida a la cruel ambición de su madre, hasta que se rebeló y se convirtió en una de las escritoras más revulsivas de Europa. Feminista acérrima y ex militante del Partido Comunista, en sus obras ataca con furia a Austria. En estas páginas se ofrece un texto inédito en español de Jelinek sobre su compatriota el escritor Hans Lebert y el odio que ella siente por el país en que nacieron. Además, se publican dos entrevistas: una, realizada en 1998 para el documental "La bella perdedora", y otra, mantenida el jueves último después de ser premiada por la Academia sueca.
Las culpas que no pueden lavarse
Nace la nueva Europa; la vieja era llegó a su fin; se abre la nueva. Las reconciliaciones tienen lugar durante los períodos de transición: uno se detiene por un instante; después, continúa su camino. Entre nosotros, dicho período de transición no existió nunca. Nosotros, tanto en Alemania como en Austria, seguimos chapoteando con la sangre hasta los tobillos. E incluso si ya nos encontramos en los puestos de avanzada, en el futuro, eso no nos evita la condena de continuar hundiéndonos en ese suelo empapado porque no tenemos ningún derecho de acompañar en silencio el porvenir. Por muy extrovertidos que seamos, no alcanzamos a salir de nosotros mismos, de nosotros ni de este suelo repleto de cadáveres. Y no podemos deshacernos de esos zapatos que hormiguean llenos de gusanos, de los que salen huesos todavía.
La piel del lobo, de Hans Lebert, es una de las obras mayores de la literatura mundial (y permítanme agregar que es también uno de los libros que más me han marcado). Lebert volvió a recorrer una vez más los caminos del pasado, consciente de que nadie lo acompañaría porque todos habían dejado atrás esa época, envueltos por el gas de los caños de escape, el tufo y las detonaciones de la nueva era y de sus modernos medios de transporte, antes de que él hubiera llegado a sentir, como sendos tiros de revolver, ese aliento en la nuca. Ese aliento caliente, ¿emana de un humano o de una bestia? ¿O de ambos a la vez? ¿De una bestia en el hombre o de un hombre en la bestia? Sobre esa gigantesca pila de arcilla, en esa fábrica de ladrillos abandonada, en ese viejo horno donde se condensa todo el espanto del texto, donde están encerrados los muertos (y, con la ayuda de nuestros representantes en el Parlamento, velamos bien para que ninguno de ellos se escape), allí, sobre esa pendiente de creación negativa (para ser precisos, de destrucción) volvemos a remover incansablemente sus cuerpos en las fosas: así lo exige la moderna política del trabajo, la que procura trabajo a todos y para siempre. Dado que en nuestros inocentes países nadie nos despellejó en represalia por nuestras acciones estamos condenados a convertirnos en bestias. La piel del lobo colgada de un clavo (que en realidad es una piel de perro porque somos civilizados, ¡pero algo esconde nuestra docilidad!) tiene en su interior reflejos azulados, reflejos de un violeta misterioso, pero hoy los muertos no trastornan a nadie: no vuelven. Ya no se cuenta con ellos.
Se aprieta el tubo y la gente sale contenta. De pura suerte no yacen allá abajo, en aquel suelo de arcilla del que un día alguien, con un gesto creador, los extrajo para modelarlos. La danza continúa. "Las parejas se apretaban sobre la pista, pastosa masa de carne que, en la penumbra, fermentaba y subía; hervía, fustigada y petrificada, recorrida de temblores y de sobresaltos, al ritmo de la bota del acordeonista, que imperturbablemente marcaba la cadencia."
Este país de amnésicos serenos no se merece un poeta como Hans Lebert. Es por eso que apuró su olvido. Pero si la rabia amarga y las imprecaciones obsesivas de un Thomas Bernhard no hacen más que raspar, apenas descascarar el muro externo (como si se lanzara un cojín contra una pared de cemento), en la obra de Lebert lo que hace aparición es el gran mito de un mundo que se volvió culpable para siempre. Una historia de Dios y, al mismo tiempo, una historia de fantasmas. La increíble injusticia que resulta de que unos estén muertos y otros no (tampoco Elias Canetti soportaba esto), de que para algunos el tiempo se haya acabado y para otros todavía no -y, en nuestros países, los unos hicieron las cosas de tal manera que para los otros todo terminó para siempre-, esa injusticia nos conduce, a nosotros, los vivos, a una autodestrucción permanente, por más que hayamos perimido, por más que nos encarnicemos en permanecer aquí, en dejar huellas amarillas en la nieve profunda. Por más que nos sumemos a la comunidad europea o festejemos pretendidos años conmemorativos. Sí, esta injusticia nos lleva a estar muertos en vida.
La bancarrota moral de los individuos de nacionalidad alemana y austríaca ante su historia (aunque ahora se hable de la bancarrota de los demás y del otro sistema: ¡qué alivio para todos nosotros!) detuvo y anuló al mismo tiempo la creación, y con ella a nosotros mismos. En la obra de Lebert esto concierne sólo a un único ser -¿hombre o lobo?- que representa a todos los demás, con sus fusiles en bandolera y sus trepidantes máquinas entre los muslos. "Pero el tribunal tiene su asiento al mismo tiempo en todos lados; por tanto, también aquí. Y si el veredicto ya ha sido pronunciado, nosotros también debemos ejecutarlo."
Si el otro gran patriarca de nuestra literatura, Albert Drach, judío y emigrado, para poder soportar y asir ese aspecto irreal de la realidad austríaca, elaboró una variante personal de la lengua alemana que, con el fin de no ahogarse a cada bocanada, llevó hasta una extrema formalización que le permitiera sugerir apenas la aparición de lo irreal en lo real, Lebert nos coloca sin piedad ante nosotros mismos. A pesar de todas las trampas que despleguemos para desembarazarnos del pasado, a pesar de nuestra rapidez y atención para emprender la fuga ante nosotros mismos. Porque incluso si tenemos tiempo para vernos continuamente reflejados en la pantalla de la televisión, apenas escandalizados por algún infatigable bufón, ¡nunca salimos transformados! ¡Nosotros, nosotros permanecemos! ¡Seguimos siendo nosotros mismos! ¡No hay lugar para los otros! Los orificios de los amantes no son más que agujeros siniestros que llevan a las letrinas, a la muerte, al fango, y lo que se abre nunca puede ser celestial. "Porque cuando estamos maduros para desaparecer de este mundo, es mejor, antes que frenar la cuestión, acelerarla (...) nos ilusionamos, decía (el fotógrafo) Maletta, porque, por el momento, hay un entreacto. Por el momento, nuestro país es un rinconcito apacible. No significa que las cosas no sigan su curso."
"¡Todo esto por el Movimiento! -dijo él-. ¿Me sigues?" Entonces nos desplazamos, escalamos y, aliviados, respiramos. ¡Las montañas! Miramos a nuestro alrededor, contemplamos los paisajes y no escuchamos nada: desde hace tiempo a todos los demás los redujimos al silencio.
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