El Zeppelin Hindenburg como Manucho lo contó en LA NACION
"No pierdo la esperanza –me dijo hace ocho días el Dr. Hugo Eckener– de prolongar hasta Buenos Aires el servicio de la Luftschiffau Zeppelin".
Estábamos en Friedrichshafen, en un lujoso hotel lleno de inglesas y de barones alemanes, frente al lago de Constanza. Varios periodistas rodeábamos la mesa que presidía el ilustre hombre de ciencia. También se hallaban presentes el burgomaestre de la ciudad y el propietario de la fábrica de motores Maybach. Por las ventanas abiertas asomaban los pálidos metales del lago. Sobre la chimenea pendía un alto retrato del conde Ferdinand von Zeppelin, genio protector de Friedrichshafen, con su característica gorra blanca en la mano.
Yo respondí que nuestro mayor deseo era el que acababa de expresar el Dr. Eckener. Varias veces, en el curso de la conversación, el sabio tornó a referirse al mismo tema. "Es necesario de todo punto –expresó– contar con el amplio apoyo del gobierno argentino, a fin de que se eleve en Buenos Aires el mástil de amarre y se conceda el campo de aterrizaje, sin los cuales la permanencia del dirigible en Buenos Aires es imposible. En vano traté de que se realizaran mis propósitos durante las presidencias de los Sres. Yrigoyen y Alvear. Tuvimos entonces numerosas conferencias al respecto, pero a pesar de algunas vagas promesas nada conseguí. Ahora sería el momento propicio para trocar al sueño en realidad".
Yo le hablé entonces de la maravilla que para Buenos Aires había sido la visita del Graf Zeppelin el año pasado. El me repuso con vivacidad: "Precisamente… precisamente… La acogida de la gran capital del Plata es el mejor síntoma respecto de lo que conversamos. Ya se ha tratado de destinar cincuenta mil pesos a la construcción del mástil. Solo falta ahora un esfuerzo, un pequeño esfuerzo. Sería tan fácil… –agregó–. Y piense usted lo que para ustedes y para nosotros significa el hecho de que los pasajeros del Graf Zeppelin puedan partir directamente de Buenos Aires…" Yo, que he viajado dos veces en el Zeppelin 127, harto conozco el inconveniente que para los argentinos representa el tener que embarcarse en Río de Janeiro, al retorno, si bien son, en cierto modo, un placer más para el turista a quien nada apura, ya que le permiten gozar durante algunas horas del atractivo de dichas ciudades, a menudo redundan en seria desventaja para el apresurado hombre de negocios.
Mientras me hablaba yo observaba al Dr. Eckener. El gran viejo ha dominado el mal que, por un instante, pareció vencerlo. Es jovial. Gusta de la ironía. En su cara estriada de arrugas, las cejas y la perilla diabólica –él mismo me ha dicho, comentando una caricatura, que su defecto está en parecerse demasiado a Mefistófeles– se agitan, suben y bajan, se enredan en guiños intencionados. Todo ello sin perder la altura patricia, el fluido que emana de su poderosa personalidad y que, de repente, nos hace sentir muy pequeños junto a él. Eckener es un sabio de verdad, amable, sonriente, tan distinto de falsos dómines que viven enclaustrados tras una ciega muralla de tiesura. Conoce admirablemente nuestros problemas y nuestros progresos. Me preguntó el precio alcanzado por el último toro campeón y lo cotejó luego con los correspondientes a otros años, que recordaba sin vacilar. "En el nuevo zepelín, el Zeppelin Hindenburg, que ustedes visitarán mañana, acaso –y aquí, de nuevo, la sonrisa en los ojos transparentes– podamos traer a Friedrichshafen los toros campeones de la Sociedad Rural Argentina… De todos modos, tenga usted la seguridad de que estaremos en condición de transportar automóviles, ya que la capacidad de carga útil fijada será de 40 toneladas".
El Zeppelin 129
Al día siguiente, el lunes 30 de julio, por la mañana, visitamos el Zeppelin 129, que, como más arriba dije, llevará el nombre del vencedor de Tannenberg. Es enorme. Una enorme masa de hierros y de cuerdas y de alambres y de micas. Un monstruoso juego de "mecano" a medio armar, en el centro de un cobertizo que parece no tener fin. Por el costillaje del esqueleto, que mide 240 metros de largo, y cuyo diámetro mayor es de 42,2 metros (en tanto que las proporciones equivalentes del 127 son 236,6 metros y 30,5), trepan diminutos obreros, moscas perdidas en aquella telaraña de fábula. Cada uno de esos obreros es un técnico. A cada uno de ellos incumbe gravísima responsabilidad, minuciosamente controlada por los directores de la obra. Acababan de izar, con mil precauciones, la parte correspondiente a los timones, que había sido armada en tierra y que ahora completaba la anatomía airosa del dirigible, dándole esa inconfundible silueta de pez –un pez gordo, un pez bien alimentado– que es familiar a los cielos de ambos hemisferios.
Junto a la puerta nos aguardaban el Dr. Eckener y su hijo. Es este uno de los ingenieros del Hindenburg y ha alcanzado notable reputación por su arrojo cuando, en un viaje del Graf Zeppelin, compuso, con riesgo de su vida y en plena marcha, un desperfecto que había ocurrido en la envoltura externa del Zeppelin. El Dr. Eckener vestía de gris. Parecía más joven, más alerta aún, más cómodo en aquel escenario de sus triunfos y de sus preocupaciones.
–"¿Qué les parece a ustedes? –nos dijo en inglés, un inglés muy puro, muy armonioso, que destaca cada sílaba como si la ofreciera a su interlocutor–. Este es el 118° Zeppelin, cuya construcción ha sido emprendida, ya que el número 129 que lleva corresponde al proyecto aprobado que le sirvió de modelo. Como ustedes advertirán, el Graf Zeppelin fue numerado con el número 127; luego han sido necesarios dos planos íntegros para llevar a cabo el que ahora ven. Y cuánto trabajo –agregó sonriendo–, cuánto trabajo para no olvidar ni un detalle, para tener presentes los aspectos más mínimos de la aeronave… Suban ustedes. Mi hijo ha de acompañarles. Luego me contarán lo que han visto". Se alejó hacia la puerta de salida. Advertí entonces que algunas personas que habían obtenido permiso para mirar, desde cierta distancia, el nuevo dirigible, seguían con gemelos la silueta venerada del doctor. En toda la región de lago Constanza, en toda Baviera, en toda Alemania, Eckener es el semidiós afable de los zepelines.
Recorrimos, pues, las instalaciones, que se hallan muy avanzadas, si se recuerda que, probablemente, el Hindenburg hará su primer vuelo el mes de octubre. Este zeppelin, el mayor del mundo, es un motivo más de orgullo, de sereno y de seguro orgullo para la ciencia alemana. Cuatro motores Diesel-Daimler (a pesar de que Eckener pertenece al directorio de la casa Maybach) lo arrastrarán sobre las nubes. Su peso total será de 200.000 kilogramos, sostenidos, en condiciones normales, por 190.000 metros cúbicos de gas. Este irá almacenado en 16 balones independientes, que podrán ser abiertos o cerrados desde el puente de comando. La usina de electricidad proveerá a la iluminación, a las instalaciones de la cocina, a la telegrafía sin hilos, a los timones, a los reflectores. La sección destinada a los pasajeros –y esto interesaba especialmente a quienes habíamos gozado de las "apretadas" comodidades del Graf Zeppelin– ha tenido en cuenta todos los inconvenientes de este último, resolviéndolos. Su superficie disponible es cuatro veces más grande. Mide cerca de 400 metros cuadrados. Está distribuida en dos puentes, con 25 cabinas para dos pasajeros cada una, comedor, escritorio y "living room"; en el superior, y un salón de fumar (templo maravilloso para muchos) en el inferior. Allí se encontrarán también la cocina y el comedor de la tripulación, junto con el baño de ducha. Dos galerías, para que los pasajeros puedan estirar de tanto en tanto las piernas entumecidas, corren a ambos lados del más alto. De ellas se puede ver el mar, a través de dilatados ventanales que dan a esa parte de la nave imprevisto aspecto de acuario. Un acuario de pájaros.
Varios artistas alemanes trabajan en la decoración de los salones. Uno llevará un friso con la historia de los transportes. Otro ostentará un fresco relativo al desarrollo de la navegación aérea.
Proyectos
Cuando descendimos, deslumbrados de que tanta fragilidad representara tanta fuerza, el Dr. Hugo Eckener, que desde algunos minutos atrás seguía con los ojos nuestras evoluciones entre el metálico varillaje, se llegó hasta nosotros. Aguardaba confiado. Y cuando le hubimos expresado nuestro asombro, dijo dirigiéndose especialmente a los representantes de la prensa argentina: "Este zepelín debería ir hasta Buenos Aires… Pero aún no he planeado definitivamente su primer viaje, que pienso dirigir personalmente. Tal vez cruce el océano rumbo a Nueva York. El servicio de los Estados Unidos nos interesa en forma extraordinaria… tanto como alcanzar una etapa más en la América del Sur. Observen ustedes su línea –continuó, y se dijera un artista que hablaba de una estatua–. Ya les he dicho que el Hindenburg ha dado trabajo. Mas estoy satisfecho, muy satisfecho. ¿Saben que cada camarote tendrá ventilación especial y calefacción de aire caliente para el invierno? Hay que pensar en todo: en que la góndola del comando debe estar separada de la de los pasajeros, en aislar perfectamente el salón de fumar, en dotar de la mayor amplitud posible a las ventanas, en que cada cabina ha de tener su correspondiente lavatorio… Ya ven ustedes, detalles mínimos, detalles fundamentales". Y como no nos despedíamos, terminó: "Entonces, hasta Buenos Aires, y esta vez en el Hindenburg… si el destino lo quiere".
Yo me torné a mirarle por última vez desde la puerta. Estaba de pie, en medio del vasto cobertizo, con su enorme zepelín de fondo. Recordé, como en un relámpago vivísimo, a aquellos héroes de las leyendas, muy fuertes y muy sutiles, que domaban a las bestias fabulosas y luego las obligaban a conducirlos por los aires.
Publicado originalmente en LA NACION en agosto de 1935, este texto fue incluido también en el libro Placeres y fatigas de los viajes (Sudamericana, 1984).
Manuel Mujica Lainez (1910/1984)
Escritor, crítico de arte y periodista, fue una de las grandes firmas de la historia de LA NACION. Conocido como Manucho en el ambiente literario, el autor de obras como Bomarzo y Misteriosa Buenos Aires se contó entre los protagonistas de la cultura argentina del siglo XX.
¿Por qué lo elegimos?
Un registro de la historia es lo que dejó Manuel Mujica Lainez con sus crónicas de viajes, publicadas por LA NACION durante casi cuatro décadas a partir de 1935. Abarcaron desde el lento renacer de Europa tras la destrucción de la Segunda Guerra Mundial hasta una recorrida por Creta, la descripción de la vida cultural de Estocolmo y su fascinación por Estambul. La que aquí se reproduce, una de las primeras, fue incluida en una edición especial de las mejores realizada en 2004, a modo de homenaje, a 20 años de su muerte.