En la novela de Stephen King (inspiradora de la serie homónima), un asesinato atroz redunda en un enigma más sobrenatural que policial, tal como sugiere este fragmento introductorio
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Era un coche sin distintivos, un sedán estadounidense cualquiera con unos cuantos años encima, pero los neumáticos totalmente negros y los tres hombres que iban dentro no dejaban lugar a dudas. Los dos de los asientos delanteros vestían uniforme azul. El de atrás, grande como una casa, llevaba traje. En la acera, un par de adolescentes negros, uno con un pie en un monopatín naranja muy gastado, el otro con su tabla de color lima bajo el brazo, observaron el automóvil mientras entraba en el aparcamiento del estadio Estelle Barga y luego cruzaron una mirada.
—La pasma —dijo uno de ellos.
—¿Me lo dices o me lo cuentas? —contestó el otro.
Impulsando sus monopatines, se alejaron sin más conversación. Era una regla sencilla: cuando aparece la pasma, es hora de largarse. La vida de los negros es importante, les habían inculcado sus padres, pero para la pasma no siempre. En el campo de béisbol, el público empezó a animar y batir palmas rítmicamente cuando los Golden Dragons de Flint City, con una carrera de desventaja, salieron a batear en la segunda mitad de la novena entrada.
Los chicos no se volvieron.
2
Declaración del señor Jonathan Ritz [10 de julio, 21.30 h, interrogatorio a cargo del inspector Ralph Anderson]
Inspector Anderson: Sé que está alterado, señor Ritz. Es comprensible. Pero necesito saber qué ha visto exactamente esta tarde, hace un rato.
Ritz: No se me borrará nunca de la cabeza. Nunca. Creo que no me vendría mal una pastilla. Un Valium, quizá. Nunca tomo cosas de esas, pero desde luego ahora no me vendría mal. Aún tengo el corazón encogido. Conviene que sus técnicos forenses sepan que si encuentran vómito en el lugar de los hechos, y supongo que lo encontrarán, es mío. Y no me avergüenzo. Cualquiera habría echado la papilla al ver una cosa así.
Inspector Anderson: Estoy seguro de que un médico le recetará algo para tranquilizarlo en cuanto acabemos. Ya me ocuparé yo de eso, pero ahora lo necesito con la cabeza despejada. Se hace cargo, ¿no?
Ritz: Sí. Por supuesto.
Inspector Anderson: Basta con que me diga qué ha visto y habremos terminado por esta noche. ¿Puede hacerme ese favor?
Ritz: De acuerdo. Esta tarde, a eso de las seis, he sacado a pasear a Dave. Dave es nuestro beagle. Cena a las cinco. Mi mujer y yo cenamos a las cinco y media. A las seis, Dave está a punto para hacer sus cosas, o sea, aguas menores y aguas mayores. Lo saco a pasear mientras Sandy, mi mujer, friega los platos. Es una división de tareas justa. Una división de tareas justa es muy importante en un matrimonio, sobre todo cuando los hijos ya son mayores, o así lo vemos nosotros. Me estoy yendo por las ramas, ¿verdad?
Inspector Anderson: No se preocupe, señor Ritz. Cuéntelo a su manera.
Ritz: Llámeme Jon, por favor. No soporto eso de «señor Ritz». Hace que me sienta como una galleta. Galleta Ritz: así me llamaban los niños en el colegio.
Inspector Anderson: Ajá. Bien, veamos, estaba usted paseando al perro...
Ritz: Exacto. Y en eso ha encontrado un rastro potente, el rastro de la muerte, supongo, y a pesar de que es un perro pequeño, he tenido que agarrar la correa con las dos manos. Quería llegar a lo que estaba oliendo. El...
Inspector Anderson: Un momento, retrocedamos. Ha salido usted de su casa, el número 249 de Mulberry Avenue, a las seis...
Ritz: Puede que un poco antes. Dave y yo hemos ido cuesta abajo hasta Gerald’s, esa tienda de alimentación de la esquina donde venden comida gourmet; allí hemos seguido por Barnum Street y hemos entrado en el Figgis Park, ese parque que los niños llaman Frikis Park. Se creen que los adultos no nos enteramos de nada, que no les prestamos atención, pero se equivocan. Al menos algunos sí lo hacemos.
Inspector Anderson: ¿Ese es su paseo habitual de todas las tardes?
Ritz: Bueno, a veces cambiamos un poco el recorrido, para no aburrirnos, pero casi siempre acabamos en el parque antes de volver a casa, porque ahí Dave encuentra muchos olores. Hay un aparcamiento, pero a esas horas de la tarde casi siempre está vacío, a menos que haya chavales del instituto jugando al tenis. Esta tarde no había nadie porque había llovido y las pistas son de tierra batida. Solo había aparcada una furgoneta blanca.
Inspector Anderson: ¿Diría que era una furgoneta comercial?
Ritz: Exacto. Sin ventanas, con doble puerta trasera. El tipo de furgoneta que utilizan las empresas pequeñas para el transporte. Puede que fuera una Econoline, pero no lo juraría.
Inspector Anderson: ¿Llevaba escrito el nombre de alguna empresa? ¿Como Aire Acondicionado Sam o Ventanas a Medida Bob? ¿Algo así?
Ritz: No, no. Nada de nada. Pero estaba sucia, eso sí se lo digo. Hacía mucho que no la lavaban. Y tenía los neumáticos embarrados, probablemente por la lluvia. Dave ha olfateado las ruedas y luego hemos continuado por uno de los caminos de grava entre los árboles. Al cabo de unos cuatrocientos metros, Dave ha empezado a ladrar y ha echado a correr entre los arbustos de la derecha. Ha sido cuando ha encontrado el rastro. Casi me arranca la correa de la mano. Yo intentaba obligarlo a volver a tirones, y él se resistía, no hacía más que sacudirse y escarbar en la tierra sin parar de ladrar. Así que lo he atado corto, uso una de esas correas retráctiles, van muy bien para eso, y he ido tras él. Ahora que ya no es un cachorro no hace mucho caso a las ardillas y las tamias, pero se me ha ocurrido que a lo mejor había olido un mapache. Me disponía a hacerlo volver quisiera o no, los perros tienen que saber quién manda, cuando he visto las primeras gotas de sangre. En la hoja de un abedul, a la altura del pecho, o sea, a un metro y medio del suelo más o menos, calculo. Había otra gota en otra hoja un poco más allá, y después, aún más allá, toda una salpicadura en unos arbustos. Todavía roja, reciente. Dave la ha olfateado, pero quería seguir adelante. Ah, antes de que me olvide, justo entonces he oído un motor detrás de mí. De no ser por lo ruidoso que era, como si tuviese el silenciador averiado, puede que ni me hubiera enterado. Retumbaba, no sé si me entiende.
Me disponía a hacerlo volver quisiera o no, los perros tienen que saber quién manda, cuando vi las gotas de sangre.
Inspector Anderson: Ajá, sí.
Ritz: No puedo jurar que fuese la furgoneta blanca, y como no he vuelto por el mismo camino no sé si ya se había ido, pero casi seguro que sí. ¿Y sabe qué significa eso?
Inspector Anderson: Dígame qué cree usted que significa, Jon.
Ritz: Que es muy posible que ese hombre estuviera observándome. El asesino. Observándome entre los árboles. Se me pone la carne de gallina solo de pensarlo. Me refiero a ahora. En ese momento tenía toda la atención puesta en la sangre. Y en evitar que Dave me descoyuntara el brazo derecho de un tirón. Empezaba a estar asustado, y no me importa reconocerlo. No soy un hombretón y, aunque procuro mantenerme en forma, paso ya de los sesenta. Ni siquiera a los veinte era aficionado a las broncas. Pero tenía que ver qué pasaba allí. Podía haber alguien herido.
Inspector Anderson: Eso es muy loable. ¿Qué hora diría que era en el momento en que ha visto el rastro de sangre?
Ritz: No he mirado el reloj, pero calculo que las seis y veinte. Y veinticinco, puede. Me he dejado guiar por Dave, sin darle mucha cuerda para poder abrirme paso entre las ramas bajo las que él, con sus patitas cortas, pasaba sin mayor problema. Ya sabe lo que dicen de los beagles: pequeños pero matones. Ladraba como loco. Hemos salido a un claro, una especie de..., no sé, uno de esos rincones donde los amantes se sientan a besuquearse un rato. En medio había un banco de granito, y estaba todo manchado de sangre. Tanta sangre... Encima y debajo. El cuerpo yacía a un lado, en la hierba. Pobre niño. Tenía la cabeza vuelta hacia mí y los ojos abiertos, y donde debería haber estado la garganta solo había un boquete rojo. Tenía los vaqueros y los calzoncillos bajados, en los tobillos, y he visto algo..., una rama muerta, supongo..., asomar de... de..., bueno, ya me entiende.
Inspector Anderson: Lo entiendo, señor Ritz, pero necesito que lo diga para que conste en la declaración.
Ritz: Estaba tendido boca abajo, y la rama le asomaba del trasero. Ensangrentada también. La rama. Faltaba parte de la corteza, y tenía la huella de una mano. Ese detalle lo he visto claro como el agua. Dave ya no ladraba; aullaba, el pobre. No me explico quién puede haber hecho algo así. Tiene que haber sido un psicópata. ¿Lo cogerán, inspector Anderson?
Inspector Anderson: Sí, no le quepa duda de que lo cogeremos.
3
El aparcamiento del Estelle Barga era casi tan amplio como el del supermercado Kroger donde Ralph Anderson y su mujer hacían la compra los sábados por la tarde. Y ese día de julio estaba hasta los topes. Muchos vehículos lucían en los parachoques adhesivos de los Golden Dragons, y algunos llevaban en las lunas traseras entusiastas consignas escritas con jabón: OS MACHACAREMOS; LOS DRAGONES SE MERENDARÁN A LOS OSOS; CAP CITY, ALLÁ VAMOS; ESTE AÑO NOS TOCA A NOSOTROS. Desde el estadio, donde se habían encendido ya los focos (pese a que el sol tardaría aún un buen rato en ponerse), llegaron vítores y palmadas rítmicas.
Al volante del coche sin distintivos iba Troy Ramage, un veterano con veinte años de servicio. Tras recorrer una hilera completa y luego otra sin ver una sola plaza libre, dijo:
—Siempre que vengo aquí me pregunto quién demonios era Estelle Barga.
Ralph no contestó. Tenía los músculos tensos, la piel caliente y el pulso acelerado al límite. A lo largo de los años había detenido a muchos malhechores, pero aquello era distinto. Aquello era una atrocidad. Y una cuestión personal. Eso era lo peor: se trataba de una cuestión personal. No tenía por qué intervenir en la detención, y él lo sabía, pero después de la última ronda de recortes presupuestarios quedaban solo tres inspectores a jornada completa en la plantilla del cuerpo de policía de Flint City. Jack Hoskins estaba de vacaciones, pescando en algún lugar remoto, y por Ralph, si no volvía, tanto mejor. Betsy Riggins, quien debería haberse tomado ya la baja por maternidad, en esos momentos estaba colaborando con la Policía del Estado en otro aspecto de ese mismo caso.
Fragmento de El visitante, Stephen King, Plaza & Janés
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