“El vértigo de la aventura inminente”: Joseph Conrad, en el podio del canon literario de Borges
A cien años de la muerte del autor de “El corazón de las tinieblas”, entre otras grandes novelas, el escritor, periodista y académico Jorge Fernández Díaz repasa la relevancia de la obra de Conrad a través de la mirada borgeana
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Contra la sacrosanta cartografía de los críticos de su tiempo, Jorge Luis Borges prefirió siempre reivindicar a excelsos escritores populares, y es notorio el modo en que, sin desdeñar por supuesto a Shakespeare ni a Cervantes, prefirió muchas veces a Wells, Stevenson y Chesterton por sobre Proust, Joyce y Faulkner. En ese canon personal, Joseph Conrad ocupó un verdadero sitial de honor.
El jueves 7 de abril de 1960, mientras Borges comía en la casa de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, comentó los primeros párrafos de La línea de sombra. Su lectura constituye hoy mismo una pequeña clase magistral acerca de la narración y una sutil ironía sobre un cierto prejuicio académico: “Es un comienzo natural –dijo entonces-. Las frases de Conrad son directas, establecen inmediatamente una intimidad con el lector. Esta manera de entrar en materia parece menos rara que las de Henry James o de Faulkner. Tal vez esta naturalidad perjudicará a Conrad –al fin y al cabo, su manera no es personal, no es inventada por él, es la perfección de lo que todos hacen-; el amaneramiento de James o de Faulkner es personal, es inconfundible, es un invento de ellos y permite el trabajo de los críticos”.
El argentino prefería esa novela de Conrad por sobre The End of the Tether, puesto que en la primera el polaco intentaba transmitir una emoción y en la segunda, un mero argumento exótico. El objetivo de La línea de sombra era, en efecto, narrar “la emoción del primer comando; sólo Conrad podía hacerlo”.
Alguna vez Borges pensó en preparar con Bioy Casares una antología de cuentos esenciales sobre distintas naciones. Para narrar Francia, no encontraba ninguno que fuera más útil, sugestivo y paradigmático que El duelo: “¿Te acordás? Para desacreditar a un rival, un general de la Grande Armée dice de otro: ‘Nunca quiso al Emperador’. ¿Te das cuenta? ¡Nunca quiso al Emperador! Les parecía horrendo a los que lo oían’. Recuerdo que Wells y Shaw parecían no creer en el humour de Conrad. ¿Cómo no iba a tener humour?”
Cierta vez, su cuñado, el poeta Guillermo de Torre, logró sacar de las casillas al autor de “El Aleph” y a su inefable madre, Leonor Acevedo; fue cuando trató de explicarles que “Conrad era un autor de relatos de aventuras, una especie de Salgari. Todo eso, naturalmente, sin haberlo leído. Después de que se enteró de que Gide había traducido a Conrad y de que hablaba de él en La Nouvelle Revue Français, cambió de opinión: ahora lo admira”.
Incluso cuando Borges comparaba al padre de Lord Jim con el autor de La isla del tesoro, ganaba igualmente el primero: “Conrad es un escritor más responsable. Stevenson aparece siempre a merced de cualquier capricho de la fantasía”. Sospechaba, a su vez, que Conrad sería más recordado que Henry James, y que era de hecho el gran precursor de Kafka: colocaba a El duelo en ese rango junto al Bartleby, de Melville. Y con Bioy se deleitaba puntualizando los grandes temas de su obra: “El honor, la oposición estúpida, como de una fuerza ciega de la naturaleza, que los protagonistas encuentran en otros hombres (hostilidad de Schomberg, en Victoria, porque el protagonista no aprecia su restaurant; encono de uno de los dos adversarios en el repetido duelo de los dos militares de Napoleón, en El duelo; oposición de hombres y cosas al que llega al Congo, en El corazón de las tinieblas)”. Advertía que a Conrad, como a Kipling, le gustaba describir ambientes muy alejados de las letras y sobre “el vértigo de la aventura inminente”, como añadía Bioy Casares. En algún momento, Borges confesaba incluso que él preferiría haber escrito un buen cuento de Conrad que “los mejores de Henry James: a James le interesaba la invención de los cuentos, pero después los redactaba”.
En la última parte de sus Obras completas, Borges apunta que el viaje del capitán Marlow por la selva en busca de Kurtz es acaso “el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado”. Y en diálogo con Fernando Sorrentino, abomina de las obras largas y asevera que Conrad ha demostrado que “un cuento corto –no demasiado corto-, lo que podríamos llamar long short story, puede contener todo lo que contiene una novela, con menos fatiga para el lector”.
El escritor y erudito Alberto Manguel tuvo el raro privilegio de leerle a diario en voz alta a Borges distintos libros a lo largo de dos años. Fue a mediados de la década del sesenta en la ciudad de Buenos Aires, y el autor de “Ficciones” quería dictar historias y entonces buscaba deliberadamente algunos autores para recordar y estudiar sus trucos. Eran historias –cuenta Manguel- que “analizaba minuciosamente, línea a línea y párrafo a párrafo, como un relojero que desarma un reloj, para ver qué lo hace funcionar. Curiosamente, entre las historias que eligió para que yo le leyera, no había ninguna de Conrad”. Finalmente, Borges eligió los primeros cuentos de Kipling como modelo y lo dejó por escrito en el prólogo de su extraordinaria colección de relatos breves El informe de Brodie.
Allí decía: “A veces he pensado que lo que fue concebido y llevado a cabo por un joven de genio podía ser imitado, sin presunción, por un hombre en el umbral de la vejez, que conoce su oficio”. Manguel se extraña porque Borges no haya pedido que le leyera al autor de Juventud y Tifón, conociendo la devoción infinita que le guardaba. Su conclusión es también certera: “Tal vez Borges consideraba que el genio de Conrad era inimitable”. Así de sencillo. Inimitable.
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