El verde es tan solo un color
El barrio estaba –literalmente– recién nacido. Había muchas obras en construcción, incluida mi casa, y solo un puñado de familias instaladas. Fue una época de bastante turbulencia, y de una clase que no me esperaba. La mayor parte de los problemas provenía del encuentro entre personas que estaban habituadas a la ciudad y un entorno que todavía conserva mucho de salvaje.
La tensión me sonó a significativa el día que una vecina admitió que estaba “harta de tanto verde” y que se volvía a la ciudad. Seré burdamente franco: en el momento no pude comprender semejante determinación. Pero anteayer, tomando un café con un amigo cuya inteligencia me consta, advertí algo que había pasado por alto. Él también se había sentido en algún momento tentado por el verde. Pero, astuto, decidió primero probar. Algo así como una demo de eso que, genéricamente, llamamos verde.
Le duró poco. Para empezar, y el dato ni es menor ni es anecdótico, se lleva muy mal con los insectos. Mientras hablábamos, le conté varias anécdotas, sin saber de esta aversión suya, y noté cómo su cara pasaba de un mohín de rechazo al siguiente. Luego de un rato, tuve claro algo que él había aprendido en su incursión y que a mí, por resultarme natural y formativo, me resultaba transparente. Es decir, el verde es montones de cosas, aparte de verde. Ni aquella vecina ni mi amigo habían actuado movidos por un impulso cercano al delirio místico. Era más simple. Les habían vendido una idea del verde que era aceptable, que estaba idealizada, que funcionaban para promover un desarrollo inmobiliario, pero que era casi por completo falsa.
Mal o bien, todos tomamos contacto con un poco de naturaleza cada tanto. Unas vacaciones. Un viaje de trabajo que incluye alguna excursión. Un pellizco de verde. O de mar, para el caso. Así está bien, en dosis homeopáticas.
Es muy diferente, sin embargo, convivir con la naturaleza. ¿Por qué? Esa era la pregunta que me dio vueltas durante años y que empezó a develarse tras el café del lunes. Todo el conflicto tiene que ver con un resorte muy humano. Ese resorte es el control.
La civilización es, entre muchas otras cosas, control. El abrir una canilla y que salga agua potable es algo tan insólito que hasta mi abuelo Manuel lo encontraba mágico.
En la ciudad, las leyes y los protagonistas del verde han sido reemplazadas por las nuestras reglas y por el previsible y confortable control. Por supuesto, esto tiene un costo (el ruido, el aire a veces viciado, la ausencia de horizonte), y cuando nos muestran la escena bucólica de céspedes amplios bajo cielos diáfanos, de árboles mansos y aire puro, la urbe nos parece odiosa y agresiva. Querible, claro. Quién no quiere a Buenos Aires. Pero algo nos tienta de esa escena pastoril. Nos lanzamos, pues, con entusiasmo a un contexto en el que, aunque todavía lo ignoramos, ya no vamos a tener la misma cuota de control y cuyas reglas de juego desconocemos casi por completo.
El verde es un mundo de insectos. Esto no se dice, supongo que porque es piantavotos, pero las plantas y los insectos evolucionaron juntos. Las poéticas mariposas son también gatas peludas. Las lavandas y la flor del laurel implican abejas, sin excepción. Y las arañas, a las que le han hecho tan mala e injusta prensa, son tu principal línea de defensa, junto con los anuros y las libélulas, frente a los bichos de verdad indeseables.
Fue una enorme incógnita todos estos años, hasta que entendí que, claro, como me había criado en el campo, entre insectos, con otras reglas y un control compartido con la Tierra, no solo puedo habitar aquí de lo más relajado, sino que me parece normal. Pero el mismo estrés que sufrí durante décadas por nunca haberme adaptado del todo al entorno urbano puede ocurrir también en el sentido contrario. Si aceptás que acá el control lo tiene la naturaleza, vas a encontrar paz. Si no, el verde es tan solo un color.
Breve agregado del estribo: es muy interesante y también está lleno de significación el hecho de que muchas personas pueden hacer el camino de la ciudad a la naturaleza y sentirse en casa lejos del asfalto, pero, en general, los que crecimos lejos de las ciudades tendemos a sentirnos completos solo donde hay, bueno, mucho verde.
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