El verdadero arte de curar
Siempre conmovido por el sufrimiento de los otros, el autor de Lila y Flag reflexiona sobre la forma en que un médico puede restablecer la identidad quebrantada de su paciente; una meditación sobre el valor de la vida en una situación límite
Este texto es un fragmento de Un hombre afortunado (Alfaguara), libro en el que John Berger relata el trabajo cotidiano de John Sassall, médico de un condado inglés, y reflexiona sobre la enfermedad y su tratamiento. La obra será publicada en la Argentina en noviembre.
Le damos al médico acceso a nuestros cuerpos. Aparte de él, sólo concedemos voluntariamente ese acceso a nuestros amantes, y muchos incluso no sin cierto temor. Sin embargo, el médico es prácticamente un desconocido.
El interés inherente a todas las éticas médicas (no sólo la nuestra) en establecer una distinción absoluta entre el papel del médico y el del amante constituye una clara demostración del grado de intimidad que entraña esta relación. Se suele suponer que esto se debe a que el médico puede ver a las mujeres desnudas y tocarlas donde quiera, lo cual puede tentarlo a tener relaciones sexuales con ellas. Es ésta una suposición tan tosca como carente de imaginación. Las condiciones en las que el médico suele examinar por lo general a sus pacientes son siempre desalentadoras desde el punto de vista sexual.
Las éticas médicas no insisten en la corrección sexual para limitar al médico, sino para ofrecer una promesa al paciente: una promesa que consiste en mucho más que una simple garantía de que no se aprovecharán de él o de ella. Es una promesa positiva de intimidad física sin una base sexual. Pero ¿qué puede significar esa intimidad? Sin duda pertenece a las experiencias de la infancia. Cuando nos sometemos al médico nos remitimos a un estado infantil, al tiempo que ampliamos nuestra idea de familia a fin de incluirlo. Lo imaginamos como un miembro honorario de nuestra familia.
En aquellos casos en los que el paciente tiene una fijación con uno de los progenitores, el médico se convierte en sustituto del padre o la madre. Pero el alto contenido sexual que entraña ese tipo de relación crea dificultades. Cuando estamos enfermos, idealmente nos imaginamos al médico como un hermano o hermana mayor.
A veces sucede algo similar con la muerte. El médico está familiarizado con ella. Cuando vamos o llamamos al médico, le pedimos que nos cure y que alivie nuestra dolencia, pero si no nos puede curar, también le pedimos que sea testigo de nuestra muerte. Su valor como testigo radica en que ha visto morir a muchos otros. Este mismo valor era el que tenía antaño el sacerdote, más que el hecho de que dispensara la extremaunción o rezara por nosotros. El médico se convierte en el intermediario vivo entre nosotros y la multitud de los muertos. Nos pertenece ahora y les ha pertenecido a ellos. Y el consuelo, real por duro que sea, que nos ofrecen a través de él no deja de ser el de la fraternidad.
Sería un gran error concluir que lo que quiere el paciente es un médico simpático ; eso significaría "normalizar" lo que acabo de decir. Las esperanzas del paciente y sus demandas, por más que las contradiga la experiencia previa, por más que estén bañadas de escepticismo, por más que sean tácitas incluso para él mismo, son mucho más profundas y precisas.
En la enfermedad se rompen muchas conexiones. La enfermedad separa y fomenta una forma distorsionada y fragmentada de la propia identidad. Lo que hace el médico a través de su relación con el enfermo y de esa intimidad peculiar que se le permite es compensar la ruptura de esas conexiones y reafirmar el contenido social de la identidad quebrantada del paciente.
Cuando hablo de una relación fraternal, o más bien de la profunda, aunque tácita, expectativa de fraternidad del paciente, no me refiero, claro está, a que el médico puede o debe comportarse como un hermano real. Lo que se le exige es que reconozca a su paciente con la certeza de un hermano ideal. La función de la fraternidad es el reconocimiento.
Se le exige este reconocimiento individual y profundamente íntimo tanto en un nivel físico como psicológico. En el primero de ellos, el reconocimiento consiste en el arte del diagnóstico. No hay muchos médicos que sepan diagnosticar bien; ello no se debe a que carezcan de conocimientos, sino a que son incapaces de comprender todos los datos posiblemente relevantes, no sólo los físicos, sino también los emocionales, históricos y medioambientales. Buscan una afección concreta en lugar de buscar la verdad sobre el hombre, lo que podría sugerirles varias. Se dice que con el tiempo las computadoras terminarán diagnosticando mejor que los médicos. Pero los datos que se introduzcan en la computadora tendrán que ser el resultado de un reconocimiento íntimo e individual del paciente.
En el nivel psicológico, el reconocimiento significa apoyo. El primer temor cuando nos ponemos enfermos es que nuestra enfermedad sea única. Intentamos racionalizarlo, debatimos con nosotros mismos, pero siempre nos queda el fantasma del miedo. Y ese fantasma permanece por una razón. La enfermedad, en cuanto fuerza indefinida, es una amenaza potencial contra nuestra existencia, y todos somos sin remedio altamente conscientes de que esa existencia es única. En otras palabras, la enfermedad participa de nuestra propia singularidad. Al temer su amenaza, la abrazamos y la hacemos especialmente nuestra. Por eso se sienten tan aliviados los pacientes cuando el médico da un nombre a aquello que los aqueja. Puede que el nombre no signifique nada para ellos; puede que no entiendan nada de lo que significa, pero puesto que tiene un nombre, habrá de tener también una existencia separada de ellos. Ahora pueden luchar contra ello, o quejarse de ello. Cuando la dolencia es reconocida, es decir, definida, limitada y despersonalizada, uno se hace más fuerte.
Todo el proceso, que incluye al médico y al paciente, es un proceso dialéctico. A fin de reconocer la enfermedad plenamente, y digo plenamente porque el reconocimiento tiene que indicar el tratamiento específico, el médico ha de reconocer primero al paciente como persona; pero al paciente, siempre que tenga confianza en el médico -y esa confianza depende finalmente de la eficacia del tratamiento-, lo ayuda el reconocimiento de su enfermedad por parte del médico porque la separa de él y la despersonaliza.
Hasta aquí hemos analizado el problema en su nivel más simple, suponiendo que la enfermedad es algo que le sobreviene al paciente. Hemos ignorado el papel que juega la tristeza en la enfermedad, factores como la perturbación emocional o mental. Conforme a las estimaciones de los médicos de cabecera, el número de casos que dependen de esos factores varían entre el cinco y el treinta por ciento. Esta desigualdad se debe tal vez a que no hay una forma rápida de distinguir entre causa y efecto y a que en casi todos los casos el médico ha de tratar también un tipo u otro de estrés emocional.
La mayoría de las tristezas se asemejan a la enfermedad en el sentido de que exacerban la sensación de singularidad. Toda frustración amplía la desigualdad que entraña y, por consiguiente, se alimenta a sí misma. En términos objetivos, es ilógico, puesto que en la sociedad en la que vivimos la frustración es mucho más común que la satisfacción, y la desdicha mucho más habitual que la felicidad. Pero no se trata de una comparación objetiva. Se trata de no lograr encontrar una confirmación de uno mismo en el mundo exterior. Y esa falta de confirmación termina conduciendo a una sensación de inutilidad, que es la esencia de la soledad, pues pese a todos los horrores de la historia, la existencia de otros hombres siempre promete la posibilidad de tener una meta. Cualquier ejemplo encierra un poco de esperanza. Pero la convicción de ser único, singular, destruye todos los ejemplos.
Un paciente desdichado va al médico y le ofrece una enfermedad con la esperanza de que al menos esa parte de él (la enfermedad) pueda ser reconocible. Cree que su ser es imposible de conocer. No es nadie para el mundo, y el mundo no es nada para él. La tarea del médico ahí -a no ser que se limite a aceptar que existe una enfermedad y sencillamente se tranquilice a sí mismo diciéndose que es un paciente "difícil"- es reconocer al hombre. Si el hombre empieza a sentir que es reconocido -y ese reconocimiento podría incluir rasgos de su carácter que él todavía no ha reconocido en sí mismo-, habrá cambiado la naturaleza desesperada de su desdicha: incluso podría tener una oportunidad de ser feliz.
Soy del todo consciente de que estoy empleando la palabra "reconocimiento" para referirme a una serie de complicadas técnicas de psicoterapia, pero tales técnicas son precisamente medios que posibilitan el proceso de reconocimiento. ¿Cómo empieza un médico a hacer que un paciente desdichado se sienta reconocido?
Con un recibimiento frontal y directo no conseguirá mucho. Para el paciente, su nombre ha perdido todo su significado: se ha transformado en un muro tras el que se oculta lo que le está sucediendo sólo a él. Tampoco se le puede dar nombre a su desdicha, como sucede en el caso de la enfermedad. ¿Qué significa la palabra "depresión" para alguien que está deprimido? No es más que un eco de su propia voz.
El reconocimiento tiene que ser oblicuo. El desdichado espera que se lo trate como si fuera una persona insignificante con ciertos síntomas pegados a él. Por una amarga paradoja, el estado de persona insignificante confirma entonces su singularidad. Hay que romper ese círculo. Y esto se puede lograr si el médico se presenta ante el paciente como un hombre igual que él, lo que exige por su parte un gran esfuerzo de imaginación y un conocimiento muy preciso de sí mismo. Hay que darle al paciente la oportunidad de que reconozca, pese a que su identidad esté dañada, aspectos suyos en el médico, pero de tal modo que parezca que éste es cualquier hombre. Esta oportunidad nunca es el resultado de un solo encuentro con el médico, y muchas veces la provoca más cierta atmósfera general que las palabras que puedan decirse. A medida que aumenta la confianza del paciente, el proceso de reconocimiento se hace más sutil. En una fase posterior del tratamiento, el hecho de que el médico acepte lo que le cuenta y la precisión con la que aprecia sus insinuaciones sobre cómo podrían encajar las diferentes partes de su vida, terminarán convenciendo al paciente de que él y el médico y el resto de los hombres son semejantes; le parecerá que el médico conoce tan bien como él lo que quiera que le cuente sobre sus miedos y sus fantasías. Ha dejado de ser una excepción. Puede ser reconocido. Y esto constituye el requisito básico para la cura o la adaptación.
adn*BERGER
adn*ALONSO