El verano del árbol de las orquídeas
Hace unos tres meses publiqué aquí la historia de un arbolito rebelde y persistente que alguien (no sabemos por qué) intentó matar y, no obstante, volvió a brotar con vigor. Lo cortaron salvajemente, pero reverdeció. Cuando era obvio que ya era solo un tocón reseco, volvió a dar una rama llena de hojas.
En su momento hablé con el gobierno de la Ciudad y, como conté en ese Manuscrito, me prometieron salvarlo, aunque, me advirtieron, la cuestión era que no volvieran a agredirlo. Me mandaron entonces una foto que me partió el alma. El gobierno se había ocupado de ponerle un cerco, pero se veía que alguien ya le había arrancado esa rama frondosa con que el tocón reseco había vuelto a estirar sus manos hacia la existencia. Pueden haber ocurrido muchas cosas, y me resisto a abrir juicio sin conocer los detalles; pero si alguien vio esa rama surgiendo de un tronco moribundo y la arrancó, bueno, me disculpo, pero me cuesta imaginar algo más desquiciado.
La nota salió cuando terminaba septiembre, entonces sobrevino ese silencio que sigue a este tipo de artículos (pasa siempre, incluso con asuntos mucho más graves; así es este oficio) y me quedó la sensación clara y distinta de que la maldad iba a ganar. Que pese al lindo gesto de la Ciudad, que venía a funcionar como una advertencia (No dañar este árbol), las posibilidades de esa Bauhinia eran remotas.
Pasaron los meses y no tuve más noticias. Traté de consolarme. Es solo un árbol, me dije, los gobiernos tratan todo el tiempo con problemas veinte millones de veces más importantes y más complejos. Ya está. Hiciste lo que pudiste. La amargura persistía, no obstante, como si fuera un hado que en este mundo que hemos construido no haya lugar para la compasión.
La semana pasada, estoy seguro, muchos de ustedes lloraron. Y con razón, hay que decirlo. Veníamos lo bastante golpeados como para que el ser los mejores del mundo en algo tan conectado a nuestra identidad como el fútbol nos haya arrancado lágrimas. Pero el triunfo de nuestro equipo en el Mundial es también una lección. La selección es argentina; está constituida por argentinos; su estrategia fue pergeñada por argentinos, y el entrenamiento y el juego en sí fueron ejecutados por argentinos. Deberíamos tener cuidado –lo he dicho muchas antes– con creer que hay una sola Argentina. La copa la ganaron el mérito, el esfuerzo, la dedicación, la responsabilidad y la inteligencia, y eso es también la Argentina.
De modo que las lágrimas son comprensibles. Curiosamente, lloré también hace unos días, 48 horas antes de la final. Claudio Sánchez, que fue quien primero me mandó la foto del árbol de las orquídeas que se resistía a morir, me dijo por chat que aquel Manuscrito había llegado a las páginas del periódico del barrio de Flores. Pero no, no lloré por eso, aunque era un dato importante; esa Bauhinia había aparecido en el radar local. Le pregunté, con pánico, qué había pasado con el arbolito.
–Irreconociblemente frondoso –me escribió. Tuve que leer esa línea varias veces, y, por supuesto, atravesé todos los estados mentales que se están imaginando, desde el “debe estar exagerando” hasta la más invencible de las esperanzas.
Me prometió fotos, que me envió ese mismo día más tarde. Cuando lo vi, entonces sí, no pude evitar las lágrimas, porque de verdad estaba frondoso. Lo miré cien veces, con esa duda cartesiana que sufrimos los periodistas. ¿Sería el mismo? ¿Lo habrían reemplazado? No, el tronco original estaba allí, lo mismo que el cerco municipal, ahora medio escorado por las numerosas ramas nuevas. No lo podía creer.
“Todavía no es inmune al vandalismo”, me escribió Claudio. Y es verdad. ¿Pero acaso algo lo es? No lo sé, pero si lo pienso objetivamente, lo que sabemos hasta ahora es que le dimos una oportunidad y que no la dejó pasar. Me parece una buena forma de empezar el verano. Para un árbol que puede alcanzar los 150 años, estos tres meses de vida quizá son solo un instante; o tal vez es al revés y cada instante es para un árbol la eternidad entera.
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