El último dandi
El próximo miércoles se cumplen 20 años de la muerte de Alberto Girri; fue un poeta de elegancia impecable tanto en lo personal como en su obra, despojada de adornos y accesorios, concentrada sólo enlo esencial.
Veinte años pasaron ya, en este mundo de vértigo, donde el tiempo se parece a un soplo. Veinte años desde que se nos fue el poeta al que llamaban hermético, cerebral, abstracto; el hombre pintón, con sus canas engominadas, su tez bronceada, su elegancia sin falla y su carismática sonrisa. Seguramente está en algún otro plano de la existencia, apasionado en medio de una abstrusa conversación literaria o discutiendo de temas cotidianos como los que abordaba con tanto entusiasmo aquí, entre nosotros: el tango, los rasgos de carácter del porteño, su amada ciudad de Buenos Aires, el sol en su querida Plaza San Martín, la voz de Gardel ("Igual que la buena prosa; economía, desnudez, ningún divagar inútil, ninguna afectación"). Y, probablemente, sus interlocutores de hoy son sus grandes colegas y amigos de siempre: Borges, Manucho, Murena, Pezzoni, Marta Lynch, el Bebe Bonomini, Elizabeth Azcona, Pepe Bianco, Olga Orozco y tantos más.
Lo veo, con su infaltable cigarrillo (origen de tantos padecimientos finales), acodado en la mesa de un bar de la avenida Córdoba cercano a su casa, donde, con mi marido, lo encontrábamos todos los domingos. Siempre afectuoso, siempre vehemente si el tema lo estimulaba; compasivo ante las desdichas humanas, ante los problemas de salud y el paso de los años; atento al otro, a sus dudas, a sus pesares; sabiendo escuchar como nadie y emitiendo juicios muy rotundos y nada complacientes cuando se le pedía una opinión, cualquiera fuese el terreno: la poesía o la vida misma.
Al igual que sus poemas, era lúcido, medular, categórico y sin vueltas. Buscaba siempre la verdad última "sin dorarme la píldora", como solía decir. Detestaba la cursilería, el sentimentalismo ramplón y la estupidez. Adoraba la sencillez, la inteligencia, la valentía y la fuerza de voluntad, la autenticidad, la buena gente y la buena literatura. Estoy hablando del personaje típicamente porteño que Girri era, del gran poeta y maestro que vivía dentro de ese personaje, y sigo pensando que su personalidad podría ser considerada una extraña aleación de dandi y monje zen.
Corrían los años ochenta. Al dandi lo recuerdo eternamente con pantalones de franela gris, con un saco de corderoy color habano en invierno, con otro de lino en verano; siempre con corbata, mocasines relucientes por lo bien lustrados, gemelos en las mangas, muchas veces. "La elegancia -escribió en Cuestiones y razones - es estilo, como en la literatura. Lo terso y lo lineal que está allí, aunque casi no se nota." En aquellos años, sin embargo, su elegancia se notaba y mucho, su figura impecable llamaba la atención en medio de jóvenes y no tan jóvenes intelectuales y artistas, enfundados en jeans, calzando zapatillas y desparramando al viento melenas largas y despeinadas.
Era impecable también en lo interno, en su ascetismo intelectual, en su compromiso total con la poesía, en sus desapegos de tipo budista, en sus renunciamientos premeditados, en sus necesidades que habían llegado a ser mínimas, en esa inclaudicable filosofía de vida basada en lo sustancial, en la esencia. Vivía más que modestamente en un departamento interno, de dos ambientes, en la calle Viamonte, y en sus últimos años había reducido su biblioteca a trescientos volúmenes, los que de verdad le importaban y que sabía que en algún momento podría volver a abrir. Todos los demás habían sido regalados, donados, desechados. En ese sentido era como un lama en su celda monacal, desprendiéndose día a día de todo aquello que le parecía superfluo. Había comenzado con esto bastante antes de que el tumor de cerebro, metástasis de un cáncer de pulmón, golpeara a su puerta y lo tomara de sorpresa, con ese latigazo de espanto que, desde entonces, lo marcaría a fuego.
Amaba la vida y les temía a enfermedad y a la muerte. Era generoso, gracioso, supersticioso, sarcástico, tajante o tierno (según la circunstancia). Siempre de buen humor, con ganas de hacer chistes y reírse, impaciente, irascible, sensible, amigo incondicional de sus amigos, exigente hasta el extremo con la escritura propia y la de los demás. En eso no hacía concesiones: su rigor era absoluto. Su perfeccionismo se podía observar en las innumerables correcciones que hacía a sus textos. Ni siquiera cuando estaban impresos los dejaba de rever. "Alcanzar el desafío de la expresión", diría en "El poema como idea de la poesía" (del libro El motivo es el poema , 1975).
La idea del poeta como hacedor se manifiesta en toda su obra: "Soy lo que hago/ lo que hago me cambia/ y adviene entonces un reverbero" ("Examen de nuestra causa", 1956). Luego, con el tiempo, la primera persona, el "yo", desaparece de su poetizar, creando un distanciamiento que acaso haya tenido que ver con las filosofías orientales cuando pregonan el eclipse del ego. "Ese yo/ no indulgente, tampoco censor/ tampoco dispuesto a arroparte/ cuando el candil agotóse", escribiría en el poema titulado "Lo incompatible". En 1991, cuando fue a que lo operaran de la cabeza en el Hospital Alemán, lo único que llevó consigo fue un libro de Krishnamurti. Él mismo había afirmado en ese largo reportaje que es Cuestiones y razones :
Escribir el poema y a la vez provocar una distancia entre yo escribiendo y yo ante lo escrito. Distanciamiento en perspectiva. Una fórmula mínima sería la de que la poesía es un proceso de objetivación. [?] Con vistas ¿a qué? A transformar la realidad en conocimiento. [...] El poema no es, puramente, una forma de literatura; es también conducta humana, historia de esa conducta en cada caso.
Allí aparece también la dimensión ética de Girri, su trabajo como creencia en ciertos valores. Reconocía siempre una dosis de escepticismo al estilo de Cioran en su forma de pensar, pero también era, a la vez, hombre de una notable espiritualidad, lo cual se advierte en muchos de sus poemas metafísicos, sobre todo a partir de Monodias , pasando por Existenciales , hasta llegar a Juegos alegóricos . Por este último libro recibió, ya en su lecho de moribundo, el primer premio de poesía en el concurso organizado por La Nacion. Ese importante lauro, el último, fue también su última alegría. Recuerdo que los más allegados le llevaron al Hospital Alemán una botella de champán extra brut, como a él le gustaba, para brindar por aquel éxito. Pero el ritual quedó inconcluso porque ya era tarde para celebraciones terrenas: una parte de él ya no estaba aquí.
Alberto Girri amaba enormemente su país. Estaba siempre al tanto de los sucesos políticos que impactaban en la sociedad, se entristecía con la decadencia que ya entonces se notaba en la educación y en la cultura, y con la declinación de los valores en general. Sufría por eso. En verdad, tenía pocas esperanzas, porque pensaba, como Henry Miller, que el mundo de la política era turbio. Pero, a pesar de eso, nunca evitó que un rayo de luz se filtrara en sus expectativas, pues conocía perfectamente la calidad humana e intelectual de tantos argentinos, capaces de aportar su cuota de sapiencia, eficacia y seriedad leal y desinteresada.
Asimismo, siempre hacía referencia a una frase de Robert Musil, porque compartía su contenido: "El primer deber de un escritor es servir a la literatura de su país". Él lo hizo con creces. Aportó una verdadera renovación en el campo de la poesía e instaló un estilo propio, perfectamente reconocible, caracterizado por esa famosa impersonalidad y una peculiar sintaxis, que definía su forma mentis . Este estilo fue polémico, combatido por muchos, ininteligible para otros y admirado por un importante círculo local e internacional de seguidores.
Desde que ganó el Primer Premio Nacional de Poesía, en 1967, vivió con austeridad de la pensión otorgada por ese premio y de la que le brindaba el Primer Premio Municipal. Dedicaba prácticamente todo su tiempo a la poesía y a sus reflexiones sobre ella. Antes había sido desde docente hasta empleado público, pasando por el oficio de corrector. Se había desempeñado también como asesor de una conocida editorial. Desde 1948 colaboró en la revista Sur , de Victoria Ocampo. Allí integró el comité de redacción. Unos años antes había comenzado a publicar con regularidad en el suplemento literario deLa Nacion, cosa que hizo prácticamente hasta su muerte. También fue asiduo colaborador del suplemento de literatura de La Gaceta de Tucumán, dirigido por Daniel A. Dessein.
En cuanto a su vida sentimental, sabemos que estuvo casado con la pintora Leonor Vassena, quien murió en 1964, en extrañas circunstancias (algunos hablaron de suicidio). "Leonor -cuenta Jorge Cruz en un prólogo en que analiza minuciosa y agudamente al poeta y su obra- era espléndida, tenía una larga melena y se arrojaba a la pileta con silenciosa elegancia. En La Nacion publicaba dibujos prodigiosamente escuetos y, sin embargo, o por eso mismo, muy intensos." Durante años, Leonor Vassena ilustró libros y dibujó o pintó los motivos de las tapas de muchos de ellos. Otra mujer importante en la vida de Girri fue la traductora Aurora Bernárdez, quien se casaría luego con Julio Cortázar.
En el tema afectivo y en cuanto a su privacidad en general, Alberto era discreto y reservado, y sellaba con una sonrisa silenciosa cualquier posible confidencia que uno quisiera obtener de sus labios, considerándola casi siempre una infidencia. En ese sentido también era todo un caballero. Se refería con gran devoción a su madre, Delfina, a quien le dedicó aquel paradigmático poema "Tú, Delfina" ("Oh Delfina/ tu corazón ahora envuelve la ciudad/ el mundo entero") y también "La madre", del libro Coronación de la espera : "Madre, estás aquí. Te tengo encerrada en una vieja postal/ y retrocedo hasta llegar a tu agua de niña/[?] Ni tú has muerto ni yo he nacido".
A lo largo de veinte años, Girri tuvo una relación amistosa con Borges. En el prólogo del libro de viajes Atlas , Borges le agradece a Girri por haber sido el primer inspirador de ese tomo, que comprende textos borgeanos y fotografías de María Kodama. La ocurrencia fue apoyada también por Pezzoni. Dice Borges: "Girri observó que [textos y fotos] podrían entretejerse en un libro sabiamente caótico". Se los ve a los cuatro (Borges, Girri, Pezzoni y María) en una de las páginas, sonrientes, en una foto tomada en un restaurante japonés de Buenos Aires, en la víspera de un viaje, el 22 de agosto de 1983.
Traductor, prosista y pensador
Más allá de la revolución que produjo con su poesía (que él definía como cerrada pero no oscura, ya que lo cerrado se puede abrir si tiene uno la llave y lo oscuro no), Alberto Girri fue un eximio traductor de grandes poetas anglosajones como T. S. Eliot, Wallace Stevens, W. C. Williams, Robert Lowell, John Donne y Theodore Roethke. Algunas de esas traducciones, con numerosas notas, fueron exclusivamente de su autoría. En cambio, otras versiones las hizo en colaboración con autores como William Shand y Enrique Pezzoni. Su versión de The Waste Land, de Eliot, traducida por él como La tierra yerma, fue una de sus traducciones mayúsculas y la más completa que se hizo en la Argentina.
Girri decía que su criterio para traducir era hacerlo sin exagerar la literalidad y, a la vez, sin excesivo temor a lo literal. "No caer ni en la ansiedad perfeccionista ni en la quimera de la versión definitiva, inmodificable, ambas desproporcionadas." Hacía suya, en ese sentido, la idea de Vladimir Nabokov de que "la más grosera de las traducciones es mil veces más útil que la paráfrasis más hermosa".
Entre 1946 y 1983 también publicó algunos libros en prosa, entre ellos, el interesante Diario de un libro (1972), Prosas (1977), Reflexiones sobre la experiencia poética (1983) y Cuestiones y razones (1987).
En esos trabajos aparece la dimensión de pensador de Alberto Girri. Contienen ideas esclarecedoras sobre el quehacer literario en general, sobre el arte poético en particular y también sobre los temas más pedestres, pero que no dejaban de ser para él la savia de la vida. Sus trabajos ensayísticos tienden a demostrar que la poesía es una crítica de la vida y un método de conocimiento de la realidad.
En una charla que mantuvimos acerca de esto y que transcribí en un libro, me dijo: "El poeta no puede inventar las palabras, pero puede preservarlas de lo impreciso, el adocenamiento, las abstracciones y generalizaciones que desnaturalizan la verdad de experiencia y de valores". Ya en esos tiempos advertía con horror la degradación de la palabra.
Él creía que el escritor, el artista, debía reflexionar sobre su trabajo. Daba como ejemplos a Leonardo da Vinci, a Dante Alighieri, a Ralph Waldo Emerson, a Edgar Allan Poe y después, desde Charles Baudelaire en adelante, a Stéphane Mallarmé, a Ezra Pound y al mismo Eliot. Decía que la escritura, "la compulsión de escribir" (como la llamaba él), implicaba, secretamente o no, la compulsión del "conócete a ti mismo", que es como decir: "sé libre".
Un párrafo aparte merece el amor de Alberto Girri por las artes plásticas y su cabal conocimiento en la materia, lo cual lo llevó a acercarse a distintos artistas de su época y al nacimiento de varias publicaciones de sus poemas, ilustradas por ellos, como los bellos libros-objeto realizados en conjunción con Luis Seoane, Raúl Alonso y Hermenegildo Sábat.
1919 Nace en Buenos Aires, el 27 de noviembre, en la calle Vera 41. Hijo de padre italiano y madre porteña. Estudia en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, donde se gradúa y donde funda, con otros estudiantes, una efímera revista literaria, Leonardo.
1944 Comienza a colaborar en Correo Literario, quincenario fundado por españoles emigrados, Luis Seoane, Arturo Cuadrado y Lorenzo Varela. Asimismo, empieza a colaborar regularmente en el suplemento literario de La Nacion, dirigido por Eduardo Mallea.
1946 Aparece su primer libro, Playa sola.
1947 Crónica del héroe, libro de relatos. Elegido por el Club del Libro del Mes. Coronación de la espera, poemas. Faja de Honor de la SADE.
1955 Primer Premio Municipal de Poesía por Examen de nuestra causa.
1960 Premio Leopoldo Lugones del Fondo Nacional de las Artes por La condición necesaria.
1962 Medalla de oro del gobierno de Italia por Elegías italianas.
1964 Viaja a los Estados Unidos, donde permanece un año, becado por la Fundación J.S. Gugenheim.
1967 Primer Premio Nacional de Poesía, por Envíos.
1976 Gran Premio de la Fundación Argentina para la Poesía de Buenos Aires. Viaja a Italia y Francia. Condecorado por el gobierno de Italia como . Caballero Oficial de la Orden al Mérito.
1985 Primer Premio de Poesía de la Fundación Fortabat, por Existenciales.
1991 Primer Premio del Concurso de Poesía del diario La Nación. Muere en el Hospital Alemán de Buenos Aires el 16 de noviembre.
ARTE POETICA
Un elemento de controversia
que los lleve a lo paradojal
tras cada línea, cada pausa;
la ambigüedad a expensas de la convención.
Una premisa constante, la duda,
indagando en la realidad,
buscándola fuera del contexto;
la materia a expensas del lenguaje.
Una síntesis intransferible y bella
con ánimos, bestias, escrituras,
profanados sub specie aeternitatis;
la imaginería a expensas de los tormentos.
Una teología creadora de objetos
que se negarán a ser hostiles a Dios.
(De La penitencia y el mérito, 1957)
CUANDO LA IDEA DEL YO SE ALEJA
De lo que va adelante
y de lo que sigue atrás,
de lo que dura y de lo que cae,
me deshago,
abandonado quedo
del fuerte soplo,
del suave viento,
y quieto, las espaldas
vueltas las manos hacia arriba,
apoyo en el suelo,
corazón
abjurando de armas, faltas,
de oraciones donde borrar las faltas,
blando organismo, entidad
que ignora cómo decir: "Yo soy",
y en la que enfermedad y muerte,
vejez y nacimiento,
ya no encontrarán lugar,
como no lo encontraría el tigre
para meter su garra,
el rinoceronte el cuerpo,
la espada su filo
Antes hacía, ahora comprendo.
(De El ojo, 1963)
GATOS
Hoy, domingo,
deponen su ferocidad,
su mando
de orejas erguidas,
su arcaica brujería,
y optan por echarse
e inspeccionar nuestro descanso,
la labor de clasificación,
rotulado, encasillamiento,
de nuestras pequeñas construcciones,
y acaso el displicente ronroneo
es un perdón,
un acorde
de la música del instinto.
A media tarde
dejamos de interesarles,
enmudecen,
y con envidiable solidaridad
corren hacia sus iguales,
la abeja que revolotea en el jardín,
la hoja cayendo en espiral
sin sentido aparente:
velos rojizos
y dorados lustres vegetales
cuelgan de las zarpas.
Estirados en el sillón,
mirando esos enigmáticos juegos,
nuestras sensaciones se aclaran,
se hacen más claras
que los dictados del cerebro.
No, no los llamaremos,
la interrupción les disgustaría.
(De La condición necesaria, 1960)