El tiempo es un efecto fugaz
Hay veces que la edad no quiere decir nada. Y hay veces que significa todo. En qué momento pasa una cosa y cuándo la otra es lo que hace diferente la experiencia de unos y otros.
Una mañana, por ejemplo, en el Colón, la platea está llena de chicos inquietos y el escenario, también: coinciden en el espectáculo los estudiantes de la carrera de Danza, de Caracterización y Sastrería, la Orquesta Académica, el Coro de niños. A la noche, casi nadie tiene menos de 60 en las butacas del Centro Cultural 25 de Mayo y sobre las tablas sube hasta una mujer que ya pasó los noventa –si no me lo hubieran dicho no me habría dado cuenta–. Todos, todos, están apasionados.
En algunas ocasiones la edad es un dato más. En otras, es “la” información. A Sueño de una noche de verano podríamos calcularle 425 años en la escala Shakespeare y a la versión de Oscar Araiz, que volvió apenas por un par de funciones el último fin de semana, no le pasa el tiempo: sin querer, me encuentro en la puerta del teatro con un exbailarín que estrenó el rol de Lisandro y ya cruzó hace rato la barrera de los setenta. Me habla con fruición de personajes terrenos, de hadas y elfos, como el chico que una hora más tarde, a la salida, le confiesa a un hermano apenas mayor, sobre los escalones de la calle Libertad, que le gustaría ser como el revoltoso Puck. El sueño del amor o la seducción de la noche, ¿a qué etapa de la vida corresponden?
En la otra punta del día, llego a Villa Urquiza del brazo de una amiga que se conmueve porque el barrio está tan cambiado –desde la adolescencia, sobre todo las chicas disfrutamos de ese acto de apoyo más que físico que se expresa en la aparente nimiedad de ir del brazo de una amiga por la calle–. Cuando se apaga la luz en la sala y comienza el programa que vamos a ver, aparece una mujer a media luz. Dice: “¿Me ves?/ ¿Podés verme?/ Estoy sentada/ Tengo el pelo blanco/ Es el tiempo/ Los estoy mirando/ Son muchos/ Estoy asustada”. Me conmueve a mí también que el joven Damián Malvacio haya sacado al ruedo en un proyecto comunitario a esta veintena de intérpretes que ahora revolotean alrededor de la silla de la tal Lili, la bailarina en la oscuridad. “Las plantas del patio son mis espectadoras/ me muevo como si nada me doliera”, suman otras. Juntas hacen un Bolero de Ravel que, cualquiera que sepa de cuentas comprenderá, traducirlo al movimiento es para el cerebro un ejercicio más desafiante que los archirecetados sudokus. Sin demagogia ni condescendencia el coreógrafo cree que Yo bailo, es lo más importante y hermoso que hizo en su recorrido hasta acá. Y solo dura veinticinco minutos.
Tengo amigos grandes y grandes amigos. Los primeros son de algún modo también maestros; le ponen otro tempo a la vida, que yo a esta altura interpreto como sabiduría. La conversación con ellos es sin interrupciones, ven el pasado como cimiento del presente y usan la inquietud como faro hacia el futuro. Entre su edad y la mía se traza una diagonal real, que muchas veces puede ser invisible: de eso se encargan las emociones. Otras veces los veo como una especie de Benjamin Button. “En el fondo de nosotros mismos siempre tenemos la misma edad”, avisaba Graham Greene.
De entre los segundos, con quienes fuimos chicos a la par, alguien manda al grupo de WhatsApp unas fotos en la playa, hace quince o veinte años. En esas imágenes me parezco todavía más a mi hija que ahora, lógico. No siento nostalgia, sino una profunda alegría: sé que dentro de dos o tres décadas, las mismas cinco o seis estaremos bailando, viajando, riendo. Desconozco si para entonces existirá alguna red social donde vayamos a compartirlo. El tiempo es un efecto fugaz.
Hace días llevo ese verso suelto de la canción de Páez girando en loop en mi memoria deshilachada. Pensaba que era de puro capricho. Ahora creo que por algo será.
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