Sentimiento primordial que la literatura trabajó a conciencia, el miedo se filtra en relatos que se leen con placer y temblor; suelen ser una forma de vincularse con el mundo: dime a qué temes y te diré quién eres
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“De nada tengo más miedo que del miedo”, escribió Michel de Montaigne al principio de sus Ensayos, en las últimas décadas del siglo XVI, después de considerarlo con perplejidad “una pasión extraña” y confesar que apenas sabía la razón por la cual actúa así sobre nosotros. No es casualidad que el miedo sea invocado tan pronto en ese volumen que está considerado la piedra de toque de la individualidad tal cual la entendemos hoy, en sentido íntimo y moderno. El miedo, según la psicología es una de las siete emociones básicas, es el nexo directo, intacto y misterioso que nos sigue vinculando con nuestros ancestros más distantes, aquellos que se aterraban cuando se les apagaba el fuego en medio de la intemperie y la oscuridad. Tal vez sea ese espanto absoluto y primitivo el que intentamos recuperar por alguna rara nostalgia, protegidos por la luz artificial que ilumina el libro, cuando pasamos las páginas de alguna escalofriante historia de terror por la noche.
El terror, grado superior del miedo, podría ser definido como temor más adrenalina, ese momento de suspensión que ya viene cifrado en la etimología de la palabra suspenso. Sus fronteras son amplias y difusas (el terror puede participar de más de un género) y su historia mucho más tortuosa que la regularidad productiva a la que nos acostumbraron contemporáneos como Stephen King o las secuelas de películas gore. Los títulos de clásicos podrían ocupar varias páginas: del gótico inaugural de El castillo de Otranto, de Hugh Walpole, a Frankenstein, la novela de Mary Shelley que fue concebida durante la misma reunión en Villa Diodati en que John Polidori, el médico de Lord Byron, imaginó “El vampiro”, el antecedente de Drácula. Los de autores actuales, de Peter Straub y Clive Barker a Mariana Enriquez, requirirían algo más: un tratado.
Obviando las listas, que por su variedad y cantidad pondrían a girar al lector en un maelstrom sin fin –para tomarle prestada una imagen inolvidable a “El pozo y el péndulo”–, se puede convenir que la literatura de terror es también una forma de vincularse con el mundo: dime con qué te aterrorizas y te diré quién eres.
Se puede convenir que la literatura de terror es también una forma de vincularse con el mundo: dime con qué te aterrorizas y te diré quién eres.
No a todas las personas les aterran las mismas cosas, por muy magistral que sea el pulso de la narración. Existe una correspondencia de estremecimientos que se cultivan mejor en la infancia o en la adolescencia, época proclive a toda clase de metamorfosis y angustias. Así, una antología personal de relatos de terror es también una autobiografía escamoteada.
Propongamos tres cuentos inolvidables para quien escribe. Trauma inaugural: “El almohadón de plumas”. Es posible que “La gallina degollada”, con su truculencia descarada, sea mucho más memorable, pero este breve relato de Horacio Quiroga tiene la curiosa capacidad de migrar de generación en generación dejando en todos los que lo visitaron una huella terrorífica indeleble. Una chica sufre una particular suerte de anemia hasta que, en las últimas líneas, descubren que la almohada de su cama pesa una enormidad. Al abrirla encuentran que “moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa” que había estado alimentándose de la sangre de su víctima. A los lectores tempranos del cuento se los reconoce fácilmente por su manera de airear la almohada antes del sueño.
De Edgar Allan Poe tal vez debería optarse por la catalepsia de “El entierro prematuro” o por “El tonel de amontillado” (o “El corazón delator”), pero hay un cuento mucho menos sofisticado que puede calificarse como el grado cero del terror. “La máscara de la muerte roja” trata de la peste medieval y la mascarada festiva con que, encerrado en su propiedad, un príncipe busca reírse de ella. Demasiado tarde descubre que la plaga se había colado entre los invitados. Difícilmente quienes se espantaron precozmente con la lúgubre fantasía de Poe hayan optado por la frivolidad de una fiesta clandestina en tiempos de pandemia.
El trío de relatos podría cerrase con “En las montañas de la locura”, de H.P. Lovecraft, que –con su Antártida inesperada, los restos arqueológicos de una ciudad indescifrable y su certeza de formas de vida antiquísimas– produce un horror ominoso, estático, no muy distinto al grito silencioso del cuadro de Munch. Claro está: los que fueron afectados por tamaña obra maestra son los que siempre rechazarían sumarse a una expedición al Polo Sur.
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