El sueño del celta, su nueva apuesta
Juan Cruz Para LA NACION
Mario Vargas Llosa ha acometido varios atrevimientos en El sueño del celta, y de todos ha salido triunfante e indemne, más noble aún que cuando entró en el infierno tan temido. Ahí es donde ha encontrado, en cueros a veces, despojado en todo caso de la careta que el alma se pone para que no se vea el cuerpo, a Roger Casement, un idealista al que la vida le esperaba como una metáfora de la maldad. Ahí, en ese territorio que se multiplica por cuatro (Africa, la Amazonia, la cárcel, el sexo), Roger toca el infierno tan temido, la maldad humana en su estado más puro y, por tanto, más enfangado.
En ese abismo que va cubriendo el romanticismo de una vida alentada por los viajes y por la voluntad de ayudar a los otros, Casement ve de todo, pero sobre todo ve cómo el hombre se sirve de la fuerza, de la fuerza física y también del dominio inmoral de la riqueza, para someter a los otros, para agarrarlos de las tripas o del espíritu para convertirlos en bestias, espejos, a su vez, de las bestias.
Casement asiste a todas las formas de degradación humana, y el novelista le sigue, asustado ante esas formas de degradación que a veces rozan de manera terrible al propio protagonista. La nobleza del que mira, Mario Vargas Llosa, permite al lector asistir a ese descenso paulatino a los infiernos con la misma óptica que la que usa el narrador: en ningún momento clava el novelista ninguna flecha en la mirada del protagonista, o para salvarlo o para estigmatizarlo; sólo al final, cuando el epílogo le sirve de reposo después de ese relato escalofriante y detenido, como de corresponsal en una guerra terrible y más inhumana aún que las guerras, Mario Vargas Llosa se aventura a desvelar su propio sentimiento acerca de una de las más abyectas maniobras contra Casement.
El novelista, hasta entonces, había sido un notario aterrado de las desviaciones humanas que convirtieron la mirada de sir Roger en una sucesión de descubrimientos fatales acerca de la maldad como infierno humano. ¿Fue sir Roger, en su vida personal, en sus inclinaciones sexuales, tan aberrante como quiso presentarlo el gobierno británico para degradarlo? Ahí es donde únicamente el novelista abandona su puesto de observación asombrada: hasta entonces ha ido relatando, con la minuciosidad de un forense que acaba de asomarse al abismo del hombre como bestia, la historia de diversas degradaciones hasta llegar a la exaltación del hombre que quiere trabajar por la libertad a costa de su vida o de la lealtad a su patria postiza.
Donde el libro alcanza la plenitud, allí donde el hombre se enfrenta al espejo roto de la vida, es en los episodios de la cárcel; una cárcel del alma, donde sir Roger halla consuelo o preguntas, el lugar en el que la comunicación busca una nobleza que parece residir tan sólo en las humedades encarceladas del alma.
Esos episodios son especialmente emotivos, y el lector va recorriéndolos como si estuviera tocando la herida de una autobiografía. Pues el libro en ningún caso, y ese es un mérito radical, trata de una historia lineal, algo que ocurrió en Africa, en la Amazonia, en Irlanda, en Alemania, en los distintos vertederos de vida o podredumbre que visitó Casement en su descenso a los infiernos; sino que esta obra de Mario Vargas Llosa es, sobre todo, un espejo oscuro del alma humana, y no se lee como una novela a la que uno se asoma como espectador y luego abandona sus intersticios brumosos como si hubiera asistido a un cuento horripilante pero fantástico. El sueño del celta es sobre todos nosotros: roza el alma humana, la atraviesa y la devuelve en su estado más verdadero, oscura o clara, clemente o maldita.
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