El sueño americano, en español
En Miami. Turistas, colonos y aventureros en la última frontera de América Latina (Planeta/Seix Barral), que aparece en febrero, el autor pone en cuestión muchas de las ideas preconcebidas sobre esta ciudad de Estados Unidos. Aquí, un fragmento
En Three Lakes, un barrio con lagos artificiales y cientos de casitas amarillas en fila, unos pocos automovilistas zumban hacia arriba y hacia abajo por la Avenida 137, en el extremo sudoeste de Miami. Las casitas son nuevas, construidas en los últimos cuatro o cinco años, pero muchas están vacías, reclamadas por los bancos, dueños de sus hipotecas, o en venta, por propietarios que ya no las pueden pagar. En este borde final y desabrido de Miami -a una hora de la playa; a dos minutos de la selva-, el atardecer es húmedo y naranja, y flota en el aire una extraña sensación de frontera, de ciudad a medio terminar.
De una de las esquinas emerge, como un enorme globo negro de plástico y vidrio, un concesionario Toyota. En el salón principal, los hijos de unas cien familias latinas saltan dentro de un castillo de plástico presurizado y hacen cola frente a un payaso que les regala figuras hechas con globos. A un costado, una pequeña multitud se ha arremolinado alrededor de una mesa alargada donde hay tres micrófonos con el logo amarillo y negro de Radio Caracol. Asomado sobre uno de los micrófonos, Claudio González explica a los padres de los niños y a sus oyentes por qué ha decidido suspender el concurso para elegir a los protagonistas del próximo comercial de Kendall Toyota, la red de concesionarios de la que es figura pública y director de marketing . "No se puede negar un deseo del corazón. Menos a un nene", dice González. Y subraya: "Porque todos somos iguales".
González, un argentino ex vendedor de autos que en 2005 se hizo cargo de la publicidad de Kendall Toyota, se ha convertido en una de las personas más famosas de Miami. Es prácticamente imposible mirar la televisión local durante más de media hora sin tropezarse con algunos de sus comerciales, en los que controla todo el proceso: piensa los avisos, los filma - se filma: aparece él mismo en casi todos- y, sobre todo, elige en qué programas ponerlos. Sus comerciales son de dos tipos: están los clásicos del género. ("¡Empiece a pagar dentro de 12 meses!", "¡Gran venta desafío espectacular!"), con música estridente y tomas aéreas desde helicópteros; y después están los otros, los raros, donde González da consejos de autoayuda ("Todo lo que llega a tu vida es porque tú lo has atraído"), filma un especial para el Día de la Madre cuyos actores son su mujer Adriana y su hijo Michael, o simula, con Michael, ser agentes secretos perseguidos por concesionarios rivales disfrazados de mafiosos.
Una de las cosas que más me sorprendieron de González la primera vez que vi sus comerciales, tirado en el sofá de un amigo en South Beach, es cómo pronuncia el nombre de la marca que le da de comer. No dice toiota , que es como la empresa normalmente expresa su nombre en castellano y en inglés. González dice toshota , con la sh argentina bien llena y jugosa, sin culpa ni disimulo. Hace unas semanas, sentados en un restaurante cubano de Sunny Isles, en el norte de Miami, le pregunté por qué decía toshota y no toiota , y se sorprendió. "Porque soy lo que soy", me contestó, un poco enojado. "Yo no voy a cambiar, yo soy así. Yo soy auténtico."
El problema en el que se ha metido Claudio esta tarde de viernes, en el concesionario de Toyota de Three Lakes (más conocido como "¡West Kendall Toshota !, es por culpa de uno de sus comerciales imaginativos. González quería filmar un aviso donde un puñado de niños latinos de Miami ("El futuro") le pidiera a sus padres ("el presente") que trabajaran duro y fueran honestos como sus abuelos ("el pasado"). González convocó a una audición para hoy, con la esperanza de recibir a 40 o 50 niños, y se encontró con 500, una cifra para la que no estaba preparado. Se ha pasado las últimas dos horas consolando a madres colombianas y a niñitas dominicanas, que hasta hace un rato creían estar a punto de dar el gran salto a la fama. Hablando en vivo sobre el micrófono de Radio Caracol, ha encontrado una solución. "No hay por qué elegir", dice, intentando contagiar su entusiasmo a la multitud decepcionada. "¡Vamos a hacer el comercial con todos los niños, con los 500! No se le puede decir que no a un niño. Somos todos iguales." Algunas madres, que han vestido a sus hijas como bailarinas y a sus hijos como vaqueros, no parecen del todo conformes.
González -rubio y bronceado, camiseta negra, saco gris-celeste arremangado y con hombreras, reloj plateado- no ha tenido un buen día: volvió esta mañana de Buenos Aires y su gran proyecto del día ha fracasado. Quizá por eso, ha dedicado la primera media hora de Dos a full , su programa diario en Caracol, a un largo soliloquio sobre lo mal que nos tratamos los seres humanos. "Vivimos como autómatas", se lamenta, con los ojos fijos en el escritorio. Su tema del día son los que se quejan de Estados Unidos: "No hay que quejarse, hay que soñar, tener buena onda", dice. "Por eso vinimos a Miami, para cumplir nuestros sueños."
Cuando conocí a González, hace un par de meses en los estudios de Caracol en Coral Gables, me preguntó por qué quería escribir sobre él. Yo le respondí que me parecía que su evolución explicaba muy bien la Miami de los últimos años y que él solo, por sí mismo, encarnaba muchas de las tendencias que habían atravesado la ciudad desde mediados de los 80. ¿Cómo cuáles?, me preguntó, desconfiando un poco de mí. Enumeré: le dije que su crecimiento había sido paralelo al de los medios en español de Miami; que su éxito, siendo argentino y pronunciando toshota como argentino, había coincidido con la ampliación de la Miami latina a los inmigrantes no cubanos; que había aprovechado la creciente obsesión de Miami por los automóviles (convertidos, en una ciudad donde nadie conoce a nadie y todo el mundo se pasa media vida al volante, en un símbolo de estatus fundamental); que Kendall Toyota creció justo cuando Kendall y el resto de los suburbios del southwest se convertían en meta del ascenso social de las familias latinoamericanas; y que la suya era otra historia de supervivencia, como las de otros miles de latinoamericanos de clase media o media-baja que en los últimos 20 años han aterrizado en el aeropuerto de Miami con un puñado de dólares, una listita de teléfonos y muchas ganas de huir de gobiernos o jefes o ex maridos y empezar desde cero, en una ciudad que hace pocas preguntas sobre el pasado y es generosa para dar segundas oportunidades.
González levantó las cejas, un poco abrumado por mi perorata, pero no me hizo caso. Ignoró la avalancha de analogías y dijo: "Yo le tengo mucho respeto a cualquier persona que venga acá y sobreviva, porque esto no es fácil". Mientras bajábamos la escalera hacia el estacionamiento, agregó: "En este país hay que meterse trabajando, es lo único que importa. Este país es durísimo".
Claudio, el mejor vendedor de Kendall, nació y creció en un hogar de clase media de Martínez, un suburbio acomodado del norte de Buenos Aires, hijo de un padre militar con el que nunca se llevó bien. A los 14 años dejó su casa y el colegio secundario, que no terminaría nunca. Vivió un año en La Rioja, en el norte de Argentina, y después fue guía turístico en Cataratas del Iguazú y Río de Janeiro. De vuelta en Martínez, trabajó como conductor de ambulancias en el PAMI, el sistema de salud para jubilados de Argentina. ("Me gustaba, ayudaba a la gente", dice.) Pasaba los veranos trabajando en bares de Villa Gesell, en la costa atlántica de Buenos Aires, y a fines de los 70 participó en varios de los elencos que en aquellos años se pasaban las tardes bailando en vivo en la televisión argentina. Descubrió después que también tenía talento para una actividad menos glamorosa pero más redituable: vender autos. Empezó a trabajar en una histórica concesionaria Dodge muy cerca de Martínez, donde rápidamente se convirtió en número uno en ventas. Cuando pensó que vender autos se podía convertir en una buena carrera, su padre se enfermó, y González, para darle el gusto que le había negado toda su vida, se anotó en la escuela de oficiales de la Prefectura, la fuerza militar que controla las fronteras marítimas argentinas. Pero le padre no se murió y González se encontró en la insólita situación de estar a punto de graduarse como oficial militar sin tener ninguna pasión por los uniformes o las fronteras marítimas. En 1982, cuando estalló la Guerra de Malvinas y le llegaron rumores de que podían enviarlo al Atlántico Sur, González se subió a un avión en Ezeiza y se bajó en el Aeropuerto de Miami sin saber qué hacer con su vida. "Tenía 20 dólares en el bolsillo", dice.
Pasó los cinco años siguientes viviendo en autos, playas y casas abandonadas, trabajando de lo que pudiera y ahorrando dinero que después usaba para comprar departamentos en Buenos Aires, el primero para sus abuelos y el segundo para una tía. (A mediados de los 80, los inmuebles porteños estuvieron más baratos que casi nunca: por 20.000 dólares se podía comprar un departamento de dos dormitorios en un barrio razonable.) Durante meses durmió en un Mitsubishi viejo, en el estacionamiento de un Winn-Dixie, y comía unos ravioles en lata que calentaba apoyando en el caño de escape. "Después abría la lata con un destornillador y me comía los ravioles", dice González con una mueca. Pasó varias temporadas durmiendo en playas de Miami, Fort Lauderdale y Palm Beach. Dormía con la cabeza adentro de un bolso, para protegerse de los vientos de arena, que no lo dejaban respirar. También durmió en casas abandonadas de West Palm Beach, normalmente con tres o cuatro tipos que no conocía. Una noche se despertó sobresaltado y vio, a veinte centímetros, una rata que le estaba comiendo la bolsa de dormir. "¡Los peligros que yo viví!", dice González, apretándose las manos.
Una tarde de julio de 1988, González bajaba por la I-95, la autopista que recorre el este de Estados Unidos desde Miami hasta la frontera con Canadá, en un auto alquilado que debía devolver ese mismo día. No tenía dónde dormir. Lo pasó una camioneta por el carril izquierdo y González, con el ojo entrenado para leer las placas de los concesionarios, vio que decía "Al Packer Ford". Llevó el auto alquilado hasta una estación de servicio y preguntó dónde quedaba Al Packer Ford. En Fort Lauderdale, le contestaron: "Me fui a Fort Lauderdale", explica González. "A mí me daba lo mismo ir al sur, al norte, cualquier lugar era lo mismo, si yo no conocía a nadie. No sabía a dónde ir". Cuando llegó a Fort Lauderdale, una ciudad todavía blanca, anglosajona y angloparlante, González habló con el gerente de la concesionaria y pidió, en su inglés tosco y apedreado de entonces, que lo contrataran. Sus nuevos compañeros tomaron su incorporación como una especie de broma de su jefe, pero no sabían que González estaba desesperado, dispuesto a cualquier cosa. El mejor vendedor de la concesionaria era un tipo con veinte años de experiencia del que González sólo recuerda su primer nombre ("Bob") y que vendía 30 autos por mes. González se dio dos meses de plazo para ganarle. Vivía en una furgoneta alquilada, se duchaba frente a un McDonald´s y todas las mañanas a las ocho, antes que nadie, entraba al salón de Al Packer Ford. Cuando le pregunté cuál era su talento para vender autos, por qué tenía tanto éxito, dio una explicación sencilla: "Me paraba al lado de la puerta desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche. Sábados, domingos, lunes, martes... Todos los días". El último día de agosto llegó a los 31 coches vendidos: Bob había perdido el liderazgo. González recibió una placa con su nombre y un premio en efectivo y decidió que, con 30 años cumplidos, su vida de asceta-linyera había terminado y que era hora de, por fin, participar del espíritu de Miami: se compró un Porsche usado.
A muchos de los argentinos que viven en Miami no les gusta la argentinidad que proyecta González en la televisión: lo consideran alguien poco refinado, delatado por los rulos perfectos de su permanente rubia, la piel siempre bronceada y la intensidad de su sh en toshota . González dice que no le importa el reconocimiento de los otros argentinos, pero parece un poco dolido. Un sábado a la noche nos encontramos en un bar de la Pequeña Habana, a donde habíamos ido a ver un concierto de Nito Mestre, y a la salida se quejó de que una mujer con acento argentino se había acercado a Michael y le había dicho al oído: "No me gusta Toyota. A mí me gusta Honda". Cuando le pregunté por los argentinos de Miami, lo primero que se le vino a la mente fue una pareja que hacía poco había ido a Kendall Toyota a comprar un carro -nunca dice auto o coche : dice siempre carro - y que, cuando les presentaron a Claudio González, negaron saber quién era. "Vivían hacía dos años en Miami, no hablaban en inglés y habían ido por sí mismos a Kendall Toyota. Y decían que no me conocían...Pffft", se quejó.
Su falta de popularidad entre los argentinos se compensa con su enorme éxito en el resto de la Miami latina, donde es un personaje extremadamente popular y bien considerado. Muchos de estos inmigrantes, que llegan a Estados Unidos y se encuentran con que tener auto es mucho más fácil (y necesario) que en sus países de origen, ven en González a una especie de hada madrina. Su éxito ha sido realmente notable: Kendall Toyota es la concesionaria de cualquier marca que más autos vende en todo Estados Unidos, y en 2007 fue la primera en la Historia en vender más de 12.000 vehículos en un año. En 2008, cuando el comediante más famoso de la televisión estatal cubana, Carlos Otero, dejó la isla y llegó a Miami para trabajar en la televisión local, uno de sus rituales de bienvenida fue recibir de parte de González, gratis y frente a los flashes de toda la ciudad, las llaves de un Toyota Camry cero kilómetro.