El señor de las moscas
Con registro dúctil, Javier Ragau cuenta la delirante historia de un hombre invadido por los insectos en su departamento
El título de este libro podría hacer pensar que está relacionado con la capital de Rusia. Pero, en realidad, aquí la palabra moscovita simplemente es una derivación de "mosca", aunque no en relación con la mosca común y silvestre, cuya triste fama se debe a su proliferación y al pertinaz gusto que, desde su aparición en el planeta, exhibe respecto de la mugre y sustancias afines. En esta breve novela (casi una nouvelle ), si bien se trata de un insecto, es uno que -posiblemente por efecto de los productos químicos que se usan para su exterminio- ha mutado en una especie monstruosa, mezcla de mosca y cucaracha que alcanza la estatura de un hombre, al cual, convertido en su plato favorito, devora mediante la peor y más espeluznante maniobra de ingestión.
Con características propias de lo que se ha definido como escritor outsider , al menos en cuanto a no seguir patrones regulares que hacen al oficio, Javier Ragau (Buenos Aires, 1976) es autor de cuatro relatos, que dio a conocer en gran medida "a pulmón", o sea, con esfuerzos propios de edición y tiradas de reducido volumen. Ha logrado suscitar, sin embargo, el interés de quienes lo consideran ya un escritor de culto, con tramas que exhiben la singularidad de entrecruzar la historieta o el cómic (tipo pulp-fiction ), la novela negra, algunos rasgos de la literatura gótica y una crítica frontal o entre líneas, con un tinte anarco, hacia la forma en que se sustenta y expresa la sociedad contemporánea.
El protagonista es José Ortega, solitario treintañero, inquilino de un modesto departamento de alguna ciudad (puede ser Buenos Aires), que trabaja como ayudante de cocina en un restaurante cuyo propietario es cocainómano y con quien se trenza en permanentes encontronazos. Nada demasiado extraño, porque Ortega tiene el hábito compulsivo de pelearse, a veces a muerte. En su lista de "enemigos" figuran los policías, en primer término, y luego los encargados de edificios, los colectiveros, los quiosqueros y los cajeros de supermercados. Ahora ha sumado a los dueños de restaurantes.
El relato -con un lenguaje muy variopinto en el que se mezclan expresiones castizas (Ragau vivió un tiempo en España) con otras propias del lenguaje porteño y formas verbales enclíticas ya en desuso, como diose, dedicádose, etc.- está desarrollado en tercera persona, pero a cargo de un testigo que no se identifica ni establece relación con el personaje, aunque sigue sus pasos como un minucioso cronista que husmea aun en sus intimidades.
Hasta el punto de contar secuencias de la vida de Ortega en su vivienda, donde va a librar la más encarnizada de sus batallas, cuando las moscas y las cucarachas, que pululan merced al escaso aseo y a la humedad de unas cañerías, sobrepasan su menguado estatus evolutivo y se transforman en los temibles moscovitas. La explicación de cómo ha ocurrido esto y cuál es el siniestro propósito de los animalejos le llega a Ortega de boca del que se convierte en su único amigo y confidente: un bicho bolita que -le aclara él mismo- ha aprendido a hablar gracias a lo que escucha por la televisión. Amante del confort, el bolita acondicionó como dormitorio una caja de fósforos, fuma restos de marihuana que encuentra en el piso y suele cantar, en inglés, melodías de los Beatles. Acompaña a Ortega en su lucha contra los invasores hasta el cataclismo final, en el que los moscovitas han logrado engullirse a casi todos los inquilinos y provocan, al socavar los cimientos, el derrumbe del edificio.
El ataque de los moscovitas
Javier Ragau
Santiago Arcos
123 páginas
$ 68