El segundo plano
Fue una distracción la que me llevó a volver a estar en ese lugar. Recibí un mensaje de Denise Urfeig donde explicaba que ella y Mariano Frigerio estaban al frente de un documental sobre Tango Feroz, a 30 años de su estreno, y me proponía ir a ver una proyección. Acepté e, inmediatamente, desbordé de recuerdos.
La película de Marcelo Piñeyro que protagonizaron Fernán Mirás y Cecilia Dopazo fue un hito para los adolescentes de los ‘90. Yo tenía 18 años cuando llegó a la cartelera y uno menos cuando participé en el rodaje: en la primera escena, soy una de muchos entre el público de un recital clandestino. Como abducida, bailaba mientras Tanguito repetía “si no me cosen la boca, no van a hacerme callar”, hasta que llegaba la policía.
Fui extra en varias películas y videoclips de la época. A veces con cierta visibilidad y en otras, nula. Pero eso me daba lo mismo. Me fascinaba sumergirme en las extenuantes jornadas donde, durante horas, se captaba un microsegundo de film. Me cautivaba ver los decorados, luces y vestuarios, espiar a los artistas en el momento en que se zambullían en sus personajes y descubrir cómo salían.
Trabajar como extra me permitía tomarle el pulso al ambiente que se escondía detrás de lo que finalmente mostraba la pantalla grande: las corridas de los productores siempre al borde del colapso, la mirada de los directores cuando, fija en el pequeño monitor de la cámara, buscaba cotejar si allí estaba lo que habían imaginado.
Ser extra es una forma de estar y no estar. Y fue mi modo de coquetear con la ilusión de una vida profesional que por entonces intuía más cerca del cine que del periodismo.
El día de la jornada de filmación del recital de Tanguito nos citaron en el sótano de una casona frente al Parque Lezama.
Vestida con una camisola de bambula batik y pantalones Oxford, con mi pelo largo, suelto y con raya al medio, bailé mil veces la misma canción. En algunas tomas la música sonaba y en otras hacíamos los movimientos en silencio. Era como si estuviéramos debajo del agua.
Recuerdo particularmente el almuerzo, nos dieron una vianda para ir a comer al Lezama. Éramos muchos, lucíamos muy hippies y desfasados del presente. Improvisamos un gran picnic que parecía una versión latina de Woodstock en las laderas del parque. Los transeúntes nos miraban sorprendidos; para nosotros, ellos eran quienes venían del futuro si nos dejábamos creernos los protagonistas.
Cuando se estrenó la película, el pudor que sentí al reconocerme en la escena del comienzo fue indiferente al dato de que nadie podía llegar a adivinar que esa silueta difusa a lo lejos era yo.
La idea de ver ahora el documental me entusiasmaba. Sabía que la dupla de directores había hecho antes Carroceros (sobre los fanáticos de Esperando la Carroza) y me intrigaba saber con qué narrativa contarían Tango Feroz.
Llegué a la sala de proyección y no entendí por qué había cámaras en los pasillos de la sala. Al presentarse, Denise Urfeig y Mariano Frigerio nos agradecieron por ser parte de su trabajo y nos explicaron que nos filmarían mientras veíamos la película a la que refería el film que ellos estaban rodando.
Chequé el mensaje y la invitación había sido clara: yo había entendido mal, no veríamos el documental sino la película y luego daríamos nuestra opinión.
Nosotros estábamos por ser parte de una escena. Buscaban nuestras reacciones: en algún momento me reí y en alguna parte me emocioné -más por lo que me había conmovido en su momento y ya no me producía lo mismo-. Tal vez, en la penumbra, las cámaras habían podido registrarlo y quizás esta vez sí me encontraría más fácilmente en la pantalla. De alguna manera, volvía a ser extra en Tango Feroz, pero, ahora, hacía de espectadora en el documental sobre la película.
El tiempo pasa y muchas cosas cambian. Otras, no.
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