El secreto de las pantorrillas
Uno de los 22 espléndidos ensayos del “Atlas ilustrado del cuerpo humano”, de Pablo Maurette, repara en esta parte de la anatomía humana, con “forma de gota invertida, una gota que ha engordado lo suficiente para caer del pico de la canilla por la gravedad de su peso”
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Un tema para fetichistas. ¿Cuál es la parte más hermosa del cuerpo humano? En uno de los 22 espléndidos ensayos de Atlas ilustrado del cuerpo humano (Clave intelectual), el escritor Pablo Maurette no se ocupa de responder a esa pregunta, pero hace una afirmación en cierto modo relacionada con ella. Dice: “No hay parte del cuerpo más esbelta que una pantorrilla esbelta”. Su descripción es muy precisa y tiene al principio un tono poético: “La pantorrilla esbelta tiene forma de gota invertida, una gota que ha engordado lo suficiente para caer del pico de la canilla por la gravedad de su peso”. El músculo que le da forma es el gastrocnemio (los gemelos), carnoso y convexo. “Gatrocnemio” procede del griego y significa “vientre de la pierna”.
El interés de Maurette por las pantorrillas lo llevó a admirar sus distintos tipos en esculturas y pinturas; por ejemplo, en el David, de Miguel Ángel; en el Apolo, de Bernini; y en el Cristo crucificado, de Donatello; pero también en seres humanos que son los semidioses de esta época, los futbolistas; y, por cierto, en Maradona y Messi. Estudió las fotos de las piernas del primero con la atención de un coleccionista que no quiere ser estafado por falsificadores o técnicas de Photoshop. Las analizó en tomas de descanso o masajes, desnudas. Además, Maurette trota para mantenerse en forma y, con la esperanza de tallarse pantorrillas esbeltas. Una tarde, mientras trotaba en pantalones cortos por Roma, se cruzó con su suegra, que exclamó para éxtasis del yerno: “¡Pantorrillas de futbolista!”. El escritor se dijo a sí mismo: “Estoy hecho”.
Esa anécdota me hizo pensar en una historia de mi propia familia. Mi padre era un gran deportista y, por cierto, tenía los gemelos ideales; mi madre, que no practicó ningún deporte, de chica, había vivido en el campo y había aprendido a caminar y a saltar en zancos no sólo para entretenerse sino para evitar el barro los días de lluvia. En la adolescencia, los zancos desarrollaron también en ella la deseada esbeltez de las piernas, tal como la describe Maurette. Era una nínfula temprana, de esas que entusiasmaron al pintor Balthus, cuando uno de sus precoces cortejantes, le dijo la primera vez que la vio subida a zapatos de tacos altos: “¡Qué piernas!”. Y un rival de éste, completó la frase con un sarcasmo: “¡Para jugador de fútbol!”. Mi madre se puso a llorar. Con el tiempo, comprendió que ése era uno de sus atractivos.
Las pantorrillas hicieron que Gabriel Iturri (1860-1905), un joven tucumano de clase media, que emigró como un aventurero a París en la Belle Époque, se convirtiera en poco tiempo en una de las llaves secretas que abría las puertas de la alta sociedad. Lo rodeaban duquesas, princesas, millonarios y genios, entre ellos Marcel Proust. Clave del misterio: a las pantorrillas de Iturri, y no sólo a ellas, también a su bondad, había sucumbido el rico y aristocrático conde Robert de Montesquiou-Fezensac, poeta de mediocre calidad, pero que era el árbitro de la elegancia parisiense; él mismo se definía con vanidosa lucidez: “soy el soberano de las cosas transitorias”. Fue el modelo del barón de Charlus, de Proust. Tal era la fascinación del conde por las piernas de Iturri (convertido en D’Yturri), que Giovanni Boldini, el pintor ferrarés de la alta sociedad internacional, hizo un retrato del buen Gabriel para el conde, en el que se veía al secretario de éste con ropa de ciclista que destacaba sus pantorrillas. El ciclismo había permitido que el tucumano perfeccionara sus gemelos en París. Hay un retrato de Iturri, sentado de medio cuerpo, la cabeza vuelta hacia el espectador, en el Musée d’Orsay, de Antonio de la Gandara.
Las pantorrillas hacen camino al andar.
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