El secreto de Las palabras
En sus memorias de niñez, Jean-Paul Sartre incurrió en una serie de silencios, de incoherencias y de errores, para borrar casi por completo de su historia la existencia de su padre. En este artículo, la gran biógrafa del escritor revela la verdad
Aquel día de 1960, cuando ya trabajaba en su autobiografía, Las palabras, ¿Sartre partió realmente en tren hacia Périgueux sin avisar a nadie, como afirmaba el anticuario que me vendió los archivos de la familia? "Siempre tuve la idea, a los dieciocho años, a los veinte, de escribir sobre mi vida cuando ya la hubiera hecho, es decir, a los cincuenta", le explica a Simone de Beauvoir en La ceremonia del adiós. Así pues, en 1960, a los cincuenta y cinco años, retoma su proyecto autobiográfico, esbozado desde 1952, luego interrumpido por preocupaciones más urgentes, pero nunca abandonado del todo. Ese retorno fugaz al Périgord, el sombrío terruño de su familia paterna, ¿ocurrió verdaderamente? Allí, cuando tenía menos de un año, había vivido los seis meses que precedieron la agonía de su padre; después, en su infancia y adolescencia, pasaría muchas veces las vacaciones.
¿Qué buscaba en Périgueux cuando llamó a la puerta de su tía Hélène Lannes, hermana de su padre, que vivía en Saint-Front, cerca de la catedral, frente al edificio imponente y ruinoso de la logia masónica? ¿Datos complementarios sobre su rama paterna, de la que ella era la última sobreviviente? En Las palabras, decide el destino de su padre en unas pocas líneas: "Me sorprende lo poco que sé de él. [...] Nadie, en mi familia, supo despertar mi curiosidad por ese hombre". La expedición al Périgord fracasó: la vieja señora Lannes había muerto tres meses antes. Sartre nunca supo de aquel cofre lleno de cartas, fotografías y recuerdos que una amiga mía, oriunda de la región, encontraría veinte años después, al cabo de bastantes vicisitudes.
Las palabras que, como demostró Philippe Lejeune, "concilia las técnicas más tradicionales del género [autobiográfico] con una rigurosa construcción dialéctica", comienza de manera convencional, con la mención de una genealogía, pero curiosamente desequilibrada (cinco páginas para la línea materna, una sola para la paterna) y, como las novelas naturalistas, con el relato sin adornos de tres fracasos matrimoniales: el de sus abuelos maternos, el de sus abuelos paternos y el de sus padres. Los dos primeros cayeron en el engaño y las convenciones sociales; el tercero terminó brutalmente a los pocos meses de haber comenzado, al morir su padre. Así se pone en escena el escritor, en un guión sorprendente, delirante de escritura, relato de los primeros doce años de su vida cuando con su madre, Anne-Marie, joven viuda de veintidós años, madre-hermana cuya habitación él comparte, se fue a vivir "los años más felices de su infancia" en una simbiosis absoluta, en casa de sus abuelos maternos, Charles y Louise Schweitzer, en Meudon, luego en París.
Hoy conocemos la tesis de Las palabras: educado en casa, lejos de los bancos de la escuela durante los diez primeros años de su vida, único alumno de su abuelo pedagogo, el niño lector prodigio pronto se descarrió. Se convirtió en un personaje fanfarrón, ridículo y odioso. Para escapar a la presión de Charles Schweitzer empezó a escribir a los ocho años. Construyó un universo alternativo y, de ese modo, creyó nacer de la escritura generando su propia existencia. ¿Pero esa desviación fue realmente, como pretende Sartre, un efecto puro y simple de las ambiciones de su abuelo? Si tuviésemos que atrapar al escritor Sartre en la más desmesurada reconstrucción de su infancia, ciertamente lo haríamos en ese punto. Porque si el abuelo le aconsejó al pequeño Poulou que probara a escribir, no fue con el proyecto de una carrera de escritor.
El testimonio de Schweitzer
En las cartas que encontramos, Schweitzer, sin duda en tono enfático sobre el niño no parece querer predestinarlo a una carrera de escritor. "Mi pequeño alumno (perdonen a un abuelo) manifiesta una inteligencia natural, prodigiosa, en todo -escribe, cuando Poulou tenía nueve años. "Batallador y elocuente, sólo sueña con aventuras y poesía... Lo que caracteriza su aptitud es la palabra. Me pregunto qué podría ser en la vida. Matemático no, aun siendo hijo de un egresado de la Politécnica. [...] La palabra es el rasgo distintivo de su talento. Por atavismo paterno, pertenece al terruño de Bertrand de Born y sólo sueña con aventuras y poesía, pero ambas cosas son muy inútiles en este siglo XX. Es batallador y elocuente pero, ¡ay!, de eso saldrá, cuando mucho, un abogado o un diputado. Entretanto, crece bien y tiene el temperamento más alegre del mundo. Se pasa el día cantando. [...]"
En Las palabras, ese texto tan blindado, ¡cuántas incoherencias históricas, cuántas fracturas y, sobre todo, silencios encontramos respecto a la rama paterna! Sartre no menciona que Jean-Baptiste, egresado de la Politécnica, bachiller en letras y en ciencias, tres veces laureado en el concurso general, hijo de una familia de clase media acomodada había elegido, en lugar de encarar la trayectoria tranquilizadora de los jóvenes burgueses, romper con sus raíces e intentar la aventura lejos de Thiviers, capital de un cantón del Périgord, y sus tres mil habitantes. Optó por la Marina. Qué elección insólita para un descendiente, por la rama materna, de un largo linaje de notables fuertemente anclados en su provincia. El escritor nada dice de todo eso en Las palabras: borra las pistas, decide perentoriamente que el padre de Sartre no existe.
Gracias al trabajo de investigación en Thiviers y Périgueux (donde descubrimos los archivos de la señora Lannes), así como la consulta de los legajos de Jean-Baptiste Sartre en los archivos de la Escuela Politécnica y en los de la Marina en el ministerio de Defensa, pude reconstruir las complejas, aunque breves, relaciones entre las dos familias. El silencio voluntario del escritor me indujo a estudiar precisamente los documentos originarios del sudoeste de Francia. Allí se descubre la decadencia absoluta de una próspera familia burguesa, enriquecida en el siglo XIX, con la extinción del capital y la sucesiva desaparición de los elementos productivos, o potencialmente productivos, del linaje de Jean-Paul Sartre: su tío, el capitán Frédéric Lannes, murió en la guerra de 1914-1918; su padre, Jean-Baptiste, en septiembre de 1906 a raíz de una enfermedad contraída en Cochinchina; su abuelo, el doctor Eymard Sartre, en octubre de 1913; su abuela, Elodie, en 1919; su prima hermana Annie, de diecinueve años, en 1925; su tío y tutor, Joseph, en 1927.
La red del otro abuelo
Su abuelo Eymard provenía de una modesta familia campesina de Puyfebert; se estableció como médico en Thiviers y se casó con Elodie Chavoix, hija del farmacéutico de la ciudad. Su muerte, en octubre de 1913, dio pie a una correspondencia inmensa. En ella aparece toda una red de notables locales: aristócratas, banqueros, notarios, el presidente del tribunal civil y un juez de paz; por Dordoña, el diputado, el senador (miembro de la Academia de Medicina) y el presidente de su Consejo General. También religiosos: el arcipreste de la catedral de Périgueux; la superiora general del convento del Sagrado Corazón de María, en Aubazine, y todos los párrocos locales en un espacio geográfico que va de Thiviers a Périgueux, Limoges, Burdeos, Corrèze y Lot.
Los Schweitzer y los Sartre encarnan la oposición entre la Francia protestante y la católica, la urbana y la rural, la Francia progresista de los pedagogos de origen alemán y la radical de los lugareños. Este linaje paterno que, al parecer, el escritor jamás tuvo la curiosidad de investigar, incluía políticos abiertos y radicales, personajes laicos y republicanos, como su propio abuelo, médico rural, que procuraba minar, de a poco, las fuerzas arcaizantes e ilustrar a la gente de los pueblos y aldeas -que hablaban el dialecto local y, a menudo, seguían creyendo en las brujas- trayéndoles la higiene y la cultura.
Los dos hermanos Sartre
¡Qué disparidad también entre los dos hermanos Sartre: el benjamín, Jean-Baptiste, padre del escritor, ambicioso y aventurero, y el mayor, Joseph, avaro, amargado, apegado a su tierra! La trayectoria del padre es la de un hijo talentoso, ambicioso, aventurero, bachiller en letras y ciencias, que eligió la carrera de la marina; la del tío, es la de un hombre del terruño agrio y avaro. Por fin, la consulta de la correspondencia entre Anne-Marie, la madre de Sartre, y sus parientes políticos, después de la muerte de Jean-Baptiste, permite vislumbrar penosos conflictos entre individuos salidos de dos mundos opuestos, sus difíciles negociaciones y el lugar de rehén en que se encontró Jean-Paul desde los siete hasta los once años. Al morir el abuelo Sartre, el tío Joseph lo sucedió como tutor del niño y pudo disponer de la pensión que le había dejado Jean-Baptiste para su hijo. A estos conflictos jurídicos y administrativos, se sumaron problemas financieros el día en que Joseph se negó a entregarle el cheque a Anne-Marie. Los pedidos de ésta a los amigos de su esposo para que mediaran en el asunto demuestran la realidad de las dificultades que ella afrontó, en estas combinaciones familiares y culturales particularmente hostiles. Sólo recuperó la tutela de su hijo en 1917, al casarse con Joseph Mancy, que había sido compañero de su hermano Georges en la Escuela Politécnica. Cabe suponer que lo hizo para escapar de ese infierno jurídico y financiero.
El descubrimiento de esta documentación enriqueció considerablemente mi relectura de los textos. Así la ciudad de Bouville, en La náusea, parece mucho más un doble asombroso de Thiviers que del Havre como se había creído. Los datos precisos sobre el linaje paterno ayudan a comprender esa fascinación en torno a la cual girará El idiota de la familia. Se reabre así el enfoque de los textos, sobre todo en cuanto a la forma tan original en que Sartre negociaba sus determinantes sociales. El rechazo del filósofo se centra en esa Francia rural, que conoce tan bien: en esa comarca bienpensante, la de los notables rurales, esa Francia del terruño tan reacia a modernizarse después de la Primera Guerra Mundial, analizada recientemente por el historiador norteamericano Eugen Weber en Peasants into Frenchmen. Y ese niño, también producto de la pequeña burguesía intelectual ascendente, que él cuestionará sin tregua, se convertirá muy pronto, ya antes de los veinte años, en el heredero subversivo que todos conocemos.
Los cataclismos de la Gran Guerra terminarán con lo que podía aún ligar al niño con el mundo, ya obsoleto, de sus abuelos. Al privilegio de ser huérfano de padre, vino a sumarse el de alcanzar la adultez en un mundo en plena mutación social, política y cultural. Todo convergería en el lugar de la cita para que, en el momento justo, Jean-Paul se sintiera libre, capaz de asumir el papel de hijo de nadie, de Juan Sin Tierra, título inicial de su autobiografía.
(Traducción: Zoraida J. Valcárcel)
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