El rock and roll desaforado de la guerra
Por qué no se vuelve a pensar igual en Malvinas después del teatro documental, revelador y poético, de Campo minado
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¿Alguna vez viste un hombre prendido fuego? ¿Alguna vez viste a alguien ahogarse en el mar helado? ¿Alguna vez visitaste la tumba de un amigo con su madre? ¿Lo hiciste? ¿Lo hiciste? ¿Lo hiciste?” Campo minado no se termina cuando los aplausos truenan en la sala al final de la función. Tampoco la emoción se aplaca después de la primera, la segunda ni la tercera vez que se la ve, incluso si esta última es por televisión, en el living de una casa impregnada por los miedos de una incipiente pandemia.
Así como la obra de teatro tuvo su carácter inédito al reunir por primera vez sobre un escenario a tres excombatientes de Malvinas de cada bando, seis años después de su estreno la huella en el espectador sigue siendo inédita. Sostenerles la mirada a esos hombres, exudar con ellos un rock and roll desaforado y catártico, sumergirse en las historias de sus días en las islas, eso sí es una experiencia inmersiva. Tal vez más inmersiva aún que la instalación que “sopla” en la cara como si fuera el viento del Atlántico Sur en el hall del mismo Teatro San Martín donde también se exponen los magníficos retratos en blanco y negro que Juan Travnik tomó a otros héroes como estos. Cuarenta años de la Guerra de Malvinas volverán a contarse de muchas maneras en los 74 días que van del 2 de abril al 14 de junio.
Hasta que en 2013 inició la investigación que dio origen a un trabajo documental tan revelador como poético, tan desgarrador como político, la directora de Campo Minado, Lola Arias (Buenos Aires, 1976), podía recordar por experiencia propia algunos retazos de los tiempos de Malvinas: la melodía y la letra de la “Marcha” o una escena más o menos cotidiana de su infancia, como era ver a un veterano vendiendo estampitas en el colectivo.
La memoria de una chica de cinco o seis años, en otros casos, puede volver hasta aquel 1982 en la remembranza del frío rezo que cada mañana se hacía al ingresar al aula de la escuela o en la foto de una pila de pasamontañas multicolores tejidos en casa para enviar a “nuestros soldados”. Arias tiró de la punta de un hilo emotivo, corrió el manto de neblinas y con un material de gran peso específico desató una conmoción con esta pieza biodramática que ya fue de la Argentina a Inglaterra para recorrer luego Alemania, Grecia, unos veinte países. No solo hizo la obra: Campo minado fue antes una videoinstalación y luego una película (Teatro de guerra), filmada a la par de los ensayos del teatro y estrenada en la Berlinale.
Para Arias no era nuevo el proceso de convertir a un no-actor en actor (otros dos muy buenos ejemplos son Mi vida después y Atlas del comunismo). En este caso, hizo unas sesenta entrevistas antes de quedarse con estos intérpretes de su propia vida. Si técnicamente, al comienzo, Marcelo, Rubén y Gabriel eran –como los bandos– “enemigos” de Lou, David y Sukrim, hoy nadie se atrevería a verlos ni llamarlos de esa forma. Allí están del lado argentino el soldado Vallejo (apuntador de mortero devenido atleta de triatlón), Rubén Otero (sobreviviente del hundimiento del buque General Belgrano y baterista de una banda tributo a los Beatles) y Gabriel Sagastume (que nunca quiso disparar y antes de entregarse a esta obra trabajaba como abogado penalista).
Los seis vuelven a este otro campo con la experiencia en el cuerpo y en la memoria: como una esquirla clavada en la mente, uno de los ingleses no puede sacarse la imagen de aquel soldado muerto en sus brazos, con un disparo en la cabeza y la foto de su familia en el bolsillo de la chaqueta. También traen un equipaje de soldaditos de juguete, mapas, diarios íntimos, instrumentos musicales, y vestuarios que se ponen y se sacan a la vista de todos.
Por el lado británico, Lou Armour (después de la guerra, profesor de niños con problemas de aprendizaje), Dave Jackson (que pasó de escuchar códigos por radio a atender pacientes: es psicólogo) y Sukrim Rai (uno de los gurkhas nepaleses que sirvieron al ejército inglés, más tarde guardia de seguridad). En escena ellos no resuelven los asuntos de la soberanía, no explican las razones del conflicto ni siquiera discuten si a las islas hay que llamarlas Malvinas o Falklands: cada uno lo hace a su modo. Los seis vuelven a este otro campo con la experiencia en el cuerpo y en la memoria: como una esquirla clavada en la mente, uno de los ingleses no puede sacarse la imagen de aquel soldado muerto en sus brazos, con un disparo en la cabeza y la foto de su familia en el bolsillo de la chaqueta. También traen un equipaje de soldaditos de juguete, mapas, diarios íntimos, instrumentos musicales, y vestuarios que se ponen y se sacan a la vista de todos.
“Si hubiese más obras como esta no existirían las guerras, porque esos soldados no habrían aceptado enfrentarse”, le decía un niño a su padre al final de una función en Londres. Sus palabras recorrieron el mundo de boca en boca, pero no llegaron lo suficientemente lejos: mientras Campo minado va por una nueva temporada en Buenos Aires, Rusia y Ucrania cuentan de a miles los muertos. Se huele el miedo de morir y el miedo de matar.
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