Con la nariz pegada al vidrio de la ventanilla del avión que dos o tres veces al año lo traía de vuelta de París, el escritor contempla la unión de los ríos que forman el Plata; desde arriba se aprecia la letra griega mayúscula que le da nombre a esa confluencia: "delta". Fragmento del capítulo inicial de El río sin orillas.
Una mañana, de primavera como corresponde, a mediados de la década pasada, una mañana en que veníamos con atraso, hubo un momento mágico en el avión semivacío. Ya íbamos llegando, y aunque debíamos haber aterrizado en Buenos Aires a las siete y media de la mañana, ya era cerca de mediodía. Desde hacía un buen rato, el avión había iniciado las maniobras de aterrizaje en un cielo tranquilo, claro y despejado. Yo me dejaba estar en mi asiento, observando a los grupitos que conversaban y se reían, hombres en general, deshilvanando charlas de café cordiales e intrascendentes, bajo la mirada escéptica de sus mujeres acurrucadas bajo las mantas. El ronroneo constante de los motores apagaba un poco las voces, en las que por el acento y la entonación de las frases más que por el significado de las palabras, me parecía distinguir, distante y fragmentario, algún sentido. Calma y viaje dichoso, el título de una composición de Mendelssohn, con el que desde hacía años había tratado infructuosamente de escribir un poema, se presentó de inmediato en mi memoria, y me di cuenta de que esas conversaciones apagadas que oía desde mi asiento, me recordaban las conversaciones de adultos que, antes de dormirse, los chicos oyen desde la cama. Hay un estado de la fatiga que puede ser delicioso, cuando dejamos de luchar contra ella y la tensión se relaja, induciéndonos al abandono y a la irresponsabilidad; ese momento que puede ser también, según Freud, la hora del lobo, en la que, descuidando la vigilancia de la represión, el inconsciente aflora y desmantela nuestra reserva, la hora de las asociaciones inesperadas, de las emociones ocultas y de lo arcaico. De pronto dejé de estar en el avión para encontrarme en alguna remota mañana de Serodino, en mi pueblo, una de esas mañanas soleadas y desiertas de los pueblos de la llanura, de modo que me vino, durante varios minutos, una impresión de unidad, de intemporalidad y de persistencia. Durante esos instantes el ritual, desgastado por la costumbre, recuperó, en la situación más adversa, el mito inextinguible.
El triángulo de tierra, de un verde azulado, apretado por las dos cintas inmóviles casi incoloras, yacía allá abajo, en medio de una inmensa extensión chata del mismo verde azulado, inmóvil
Fue en ese mismo instante cuando, desde la cabina de comando, el piloto nos acordó, por los altoparlantes, en los tres idiomas habituales, castellano, inglés y francés, una gracia suplementaria. Harto tal vez de incitarnos a admirar, por reglamento, la consabida ciudad de Casablanca en el amanecer, el infaltable Cristo del Corcovado en los despegues de Río y un Porto Alegre puramente nominal, nos informó que a nuestra derecha podíamos contemplar, si lo deseábamos, "el punto en que confluyen el río Paraná y el río Uruguay para formar el Río de la Plata". Ese anuncio inhabitual, que fue la primera y última vez que escuché en los vuelos a Buenos Aires, fue quizás un simple capricho del piloto deseoso de hacernos partícipes de su panorama, o a lo mejor un pensamiento formulado en voz alta, autodescriptivo de su percepción, que, a causa del prolongamiento sonoro de los altoparlantes, se propaló por todo el avión, desde la cabina de comando hasta la cola. Lo cierto es que los que nos asomamos a las ventanillas de la derecha pudimos admirar, con la nariz pegada al vidrio para abarcar el campo visual más amplio posible, el famoso punto de confluencia.
La distancia, eliminando accidentes y rugosidades, resuelve todo en geometría: ese peñasco estéril y poroso que llamamos luna, se estiliza en círculo perfecto para nuestros ojos inventivos que, incapaces de ver los detalles, le otorgan la apariencia de un arquetipo. Del mismo modo, el que primero llamó "delta", por su similitud con la mayúscula griega, a la confluencia de dos ríos, debió ser alguien que la estaba mirando desde lejos y en la altura, porque de otro modo no hubiese podido percibir el vértice perfecto que forma la tierra firme en el punto en que los dos brazos de agua se reúnen.
El triángulo de tierra, de un verde azulado, apretado por las dos cintas inmóviles casi incoloras, yacía allá abajo, en medio de una inmensa extensión chata del mismo verde azulado, inmóvil, inmemorial y vacía, de la que yo sabía, sin embargo, mientras la observaba fascinado que, como todo terreno pantanoso, era una fuente inagotable de proliferación biológica. Visto desde la altura, ese paisaje era el más austero, el más pobre del mundo –Darwin mismo, a quien casi nada dejaba de interesar, ya había escrito en 1832: "no hay ni grandeza ni belleza en esta inmensa extensión de agua barrosa"–. Y sin embargo ese lugar chato y abandonado era para mí, mientras lo contemplaba, más mágico que Babilonia, más hirviente de hechos significativos que Roma o que Atenas, más colorido que Viena o Ámsterdam, más ensangrentado que Tebas o Jericó. Era mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente propias. Habiéndolo dejado por primera vez a los treinta y un años, después de más de quince de ausencia, el placer melancólico, no exento ni de euforia, ni de cólera ni de amargura, que me daba su contemplación, era un estado específico, una correspondencia entre lo interno y lo exterior, que ningún otro lugar del mundo podía darme. Como a toda relación tempestuosa, la ambivalencia la evocaba en claroscuro, alternando comedia y tragedia. Signo, modo o cicatriz, lo arrastro y lo arrastraré conmigo dondequiera que vaya. Más todavía: aunque trate de sacudírmelo como a una carga demasiado pesada, en un desplante espectacular, o poco a poco y subrepticiamente, en cualquier esquina del mundo, incluso en la más imprevisible, me estará esperando.
El río sin orillas, Tratado imaginario (1991), publicado por Seix Barral, Editorial Planeta