El quinto Mundial de Escritura ya tiene sus campeones y los organizadores van por más
Con reconocidos autores internacionales como Jorge Volpi y Tess Gallagher en los jurados, concluyó el torneo literario; en pocas semanas, se lanza la sexta edición
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Cuando se haga un balance de lo que dejó la pandemia en el país, los fans de las letras mencionarán el Mundial de Escritura. Hoy los organizadores anunciaron a los nombres de los ganadores de la quinta edición del campeonato literario que nació en el otoño de 2020, por iniciativa del escritor y docente Santiago Llach. Después de dos semanas de escritura de prosa (y una optativa de poesía), los textos de los participantes atravesaron tres rondas para elegir a los mejores equipos, poemas y textos en prosa de cada categoría: general, adolescentes y niños. El jurado conformado por la estadounidense Amy Fusselman, la chilena Lina Meruane y el mexicano Jorge Volpi eligió los textos ganadores de la categoría general, junto con el voto del público, que ganó el colombiano Alejandro Molano, de 41 años, con su texto “En viento en los aleros”. Para Volpi, se trata de “un texto con fuerza y dirección, bien resuelto, que traza sutilmente las consecuencias de la violencia y el desamparo”.
“‘Ya que está volviendo a escribir, anímese’, me dijo mi amiga Lillyam en el mes de junio -cuenta Molano a LA NACION-. Fue la primera vez que oí sobre el Mundial. El plazo venció antes de que lograse inscribirme, así que estuve acompañando su proceso. Luego decidí inscribirme en la edición de agosto. El primer día me costó mucho, luego me fui adaptando a esas tres semanas de escritura bajo presión. Fue lindo. Hacía mucho no escribía a diario. Hubo una época en que deseaba ser escritor y lo hacía. Hubo otro momento en que me harté y renuncié. Nunca hubo un día en que dejara de pensar en hacerlo. La emoción de ser leído de pronto regresó tras muchos años de silencio. Hace unos días alguien me escribió para preguntarme por el cuento, una desconocida. Me dijo que había votado por mi texto, que había removido algo en ella y que, además, había escrito algo”.
El autor trabaja hace años en bibliotecas y en proyectos de lectura y escritura. Una lectora desconocida, que votó online por su relato, compartió un texto con él para pedirle su opinión. “Por eso se llama ‘Mundial’, pensé: porque logra que, quien lo desee, cualquier persona en este planeta, pueda tomar un balón, hacer unas gambetas, tirar al arco y escribir. Cuando terminé de leer el relato de esa desconocida, me sentí un cualquiera y sonreí. Supe que lo que fuera que pudiese desear ya lo había ganado”.
La goleadora de la categoría general fue la venezolana Paolina Noriega y el equipo ganador, Bulgar@s, con integrantes de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores. El segundo lugar de la categoría general de prosa fue para la biotecnóloga y bióloga molecular, doctora en Ciencias Biológicas y becaria postdoctoral del Conicet, Soledad Brea, de 32 años, por “Opuestos por el vértice”. Y el tercer puesto lo obtuvo “Agosto era un páramo”, de José Silberman, un ingeniero pampeano de 51 años que comenzó a escribir con los mundiales.
El jurado compuesto por la estadounidense Tess Gallagher, la mexicana Mónica Nepote y la colombiana Piedad Bonnett, junto con el voto del público, eligió a los ganadores de la semana de poesía. “Murciélagos”, de Lucila Hernández obtuvo el primer puesto. La autora nació en Buenos Aires en 1979, es poeta y coordina círculos de lectura para mujeres. Para Gallagher, a través del poema “se invita al lector a despegar de la tierra y volar al final del poema, que es asumir un poder supremo de este ser una vez aterrador: el murciélago”. El segundo lugar fue para “Perdido”, del chaqueño Matías Rivarola, y el tercero, para “Será”, de Paula Page, que vive en Benavídez y trabaja como publicista.
También una amiga le recomendó a Hernández jugar en el Mundial. “Es la primera vez que participo, una amiga me había contado su experiencia y cuando entré a redes para conocer un poco más y leí que iba a haber una semana de poesía me entusiasmé -dice la autora-. Contacté a amigues escritores que conozco de diferentes lugares y les propuse inscribirnos para soltar la mano, ejercitarnos sin presiones, ya que todes trabajamos y la vida misma ya bastante presión es. La experiencia superó cualquier expectativa, fueron diez días geniales de escritura intensa, lectura compartida y muchas risas. ¡Nunca me imaginé que ‘Murciélagos’ iba a quedar seleccionado en ninguna instancia!”. Desde chica, la autora escribe cuentos y poemas, y actualmente tiene “en marcha” una novela corta y un libro de poemas.
En la categoría niños, el jurado conformado por el uruguayo Ignacio Martínez, el español Llanos Campos Martínez y Chanti eligió a tres ganadores. Entre los textos de jugadores de seis a nueve años, resultó ganador “¿Qué comen los lobos?”, de la platense Camila Besteiro, de seis años. En la subcategoría de diez y once años, el texto “Quejas en la biblioteca”, del rosarino Augusto Clemente, de once años, obtuvo el primer puesto. Y en la subcategoría de niños de doce y trece años, “El boletín”, de Olivia Naiderman, obtuvo el primer lugar. La ganadora tiene doce años y vive en Buenos Aires con su familia y su gata.
La categoría adolescentes también tuvo tres ganadores. El jurado conformado por Ana Catania, María José Navia y Julia Moret eligió en primer lugar el texto “Receta de cuarentena”, de Valeria Deluca, de diecisiete años. El segundo lugar fue para Pablo Ontivero, de dieciséis años, por el texto “Diario de dos convivientes”, y el tercer puesto lo obtuvo “Abismo”, de Julieta Arena, una estudiante de la carrera de Artes de la Escritura, que tiene dieciocho años.
Todos los textos ganadores y finalistas se pueden leer en este enlace. El 20 de octubre se lanzará la sexta edición del Mundial de Escritura; hasta entonces, hay tiempo para entrenar y formar equipo.
El relato ganador de la categoría general
El viento en los aleros
-Aquí ya ni huele a mierda, con todo y que está lleno de humedad. Vea ese musgo en las paredes, hasta se tragó el almanaque de los cigarrillos esos; se ve más clarito ahí -me dijo Marta, parada frente a la ventana, a contraluz, con el trapo renegrido en la mano que dejó en reposo sobre la cadera y la boca como pronunciando una o señalando la huella en la pared-. Y todo está lleno de tierra: por donde una toca, queda con las manos cuarteadas.
Regresamos a la casa, tras 22 años de haber salido del valle, porque habían dicho que solo iba a estar el Ejército en la zona; que los paras, los narcos y la guerrilla ya no volverían, y que harían la titulación de la tierra en la que habíamos vivido desde mucho antes que el papá del tatarabuelo José María adquiriera el baldío, luego de 20 años de tumbar monte a punta de machete, construir y cultivar, hasta ese 23 de octubre de 1998.
Volvimos e incluso el televisor seguía conectado y la ventana que recién había cambiado mi mamá conservaba el vidrio entero. Le habíamos dado una pasada con un trapo que se mantenía guardado en una de las gavetas de la cocina.
-Voy a hacer tinto. Traje la cafetera y ya conecté la pipeta de gas, así que los fogones deberían funcionar - le respondí, dándole la espalda y dirigiéndome hacia la puerta de la habitación. -Mire, Juan, la muñeca de la niña, todavía estaba guardada aquí, en el cajón de la mesa. Me asomé desde la cocina con la caja de fósforos a medio abrir.
-Pero debe estar llena de bichos.
-Sí, pero ya muertos todos. Las telarañas que había adentro no tenían ni una araña -respondió Marta dándole una ojeada a la muñeca por un lado y por otro.
-No encienden los fogones. Habrá que limpiarlos, supongo.
-Ya voy y les pasamos el cepillo. Seguro está todavía en el lavadero de atrás.
En el lavadero, además de la ropa, también nos bañábamos a totumadas. Yo solía ser el primero en hacerlo, muy de madrugada; luego mi mamá bañaba a la niña; mi papá lo hacía cuando volvía de ver los sembrados, y Marta, en las tardes, al llegar del trapiche donde trabajaba.
Atravesé la puerta que daba al solar, me recosté en el lavadero de concreto, nacido de yerbamala y mosquitos, y me quedé mirando hacia el guayabo que había saliendo para la quebrada. -De allá no sé si se pueda sacar agua todavía. Acompáñeme y miramos.
-Eso porque aseo, es lo que hay que hacer.
Cuando regresamos de la quebrada, con un par de totumas rotas que encontramos a un lado del solar, Marta se quedó buscando el cepillo entre la maleza que cubría el rincón del lavadero. Estaba como nuevo, apenas cubierto de una capa fina y blancuzca de polvo que limpió con el trapo renegrido que se había colgado del cinturón. Me mostró ese detalle con sorpresa.
Yo fui a buscar la muñeca de la niña porque quería saber si al tocarla recordaría mejor a nuestra hermanita, su olor, el sonido de su voz, la textura de su cabello. No funcionó. Mientras la dejaba en su sitio logré ver en el fondo del cajón unas hojas de papel, dobladas. Tenían la letra de mamá. Llamé a Marta y le entregué la segunda. Abrí la que estaba encima y empecé a leer cómo habían llorado ella y mi papá cuando nos fuimos, las historias que le inventaban a la niña, lo que le respondían a la gente que preguntaba por nosotros y cuántas veces habían vuelto los de la tropa por la finca hasta ese día. Marta se sentó a leer en el borde de una de las sillas podridas y dejó el cepillo sobre la mesa. Mientras yo leía, ella movía la cabeza de un lado al otro. De pronto, se detuvo, arrugó la carta contra su pecho al levantarse y salió corriendo hacia el solar.
Dejé la carta sobre la mesa y el cepillo ya no estaba. Aunque parecía que no lo hubiese tomado ella; su cambio repentino no me dejó prestarle atención. Me fui tras ella y la vi caminar hacia la quebrada, hasta el guayabo. Marta estaba ahí, mirando un par de cruces en concreto y cal, ambas con la misma fecha: 23 de octubre de 1998. La de la derecha tenía su nombre y algo que había sido una fotografía. Marta señaló hacia la inscripción de la de la izquierda y me miró.
-Mire, Juan, la suya.
De Alejandro Molano