El periodismo y la nueva etapa en la Argentina
Palabras pronunciadas ayer en la UCA en el acto de entrega de los Premios ADEPA 2023
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Ante el carrusel grandioso y en rotación continua del mundo fascinante del periodismo, la sociedad ve reflejada cuanta manifestación haya del conocimiento humano y de los albures de la naturaleza, que hace posible la vida. Lo compruebo una vez más con solo tomar al azar algunas de las piezas periodísticas acreedoras a los Premios Adepa 2023.
Desde el análisis del discurso sobre el odio a las vicisitudes cívicas del pueblo de San Juan al que sustrajeron las urnas de votación. Desde una nota sobre la retardataria discriminación contra la mujer en Afganistán al cuadro alarmante de un país -la Argentina- que en diez años perdió 2,4 millones de hectáreas de bosques naturales. Desde la amenaza depredadora de buques factorías de China contra la riqueza ictícola del mar continental argentino a las proezas de la inteligencia artificial, algunas tan revolucionarias que paralizan el habla y activan reacciones gubernamentales, y otras, que perviven con unos cuantos años ya encima de diligencias judiciales. Es el caso del “abogado robot”, adiestrado a fin de tomar el camino apropiado tras de sopesar la sensibilidad ideológica y antecedentes doctrinarios del juez y radiografiado la idiosincrasia de las partes en litigio.
No hay tema que resulte ajeno al interés periodístico. Se verifica en los 1374 trabajos presentados este año por 850 colegas, jóvenes unos, más veteranos otros, a premios que denotan la capacidad de convocatoria y prestigio de esta vieja asociación nacional de medios impresos y digitales. Nos han honrado.
Dios está en los detalles, ustedes lo saben. Hay pocas amarguras mayores para un profesional absorto en sus responsabilidades que una cifra consignada de forma errónea o una sintaxis diezmada por la precipitación en entregar un texto sin la debida relectura o la red protectora de la corrección meticulosa de un erudito. A veces es el diablo, no Dios, quien tercia en los detalles.
La modificación del lugar de una coma en un editorial de LA NACION de mediados de 1966 a propósito de la instalación del gobierno militar de Onganía, determinó que en la edición del día siguiente debiera publicarse una aclaración que devolvía aquella aposición al lugar original. Había sido suficiente la alteración inopinada de apenas un signo ortográfico de puntuación, en el párrafo clave del editorial, para que se torciera por completo la orientación doctrinaria del diario.
Se trataba de un comentario sobre el derrocamiento del gobierno constitucional de Arturo Illia. Recuerdo, de mis tiempos iniciales de cronista destacado en la Casa Rosada, la leyenda de cómo Leopoldo Melo, ministro del Interior del presidente Justo y encargado de anoticiar a la prensa de un decreto aprobado por el gabinete nacional que le disgustaba, trastornó por entero el sentido de la medida. Bastó que en solitaria decisión eliminara sigilosamente una coma.
De modo que un rápido sobrevuelo sobre la aparente levedad de los detalles explica más cosas, como la atención que el periodismo aplicó el domingo a los minutos fugaces de la trasmisión del mando presidencial. Tal miniatura de la vida institucional del país condensó un estilo de conductas que ha de haber dejado perplejos a los dignitarios extranjeros y desnudado ante ellos el verdadero estado de la Nación por los modales de quienes ocupaban los rangos superiores.
Detalles, no más que detalles, de una ceremonia en principio augusta. Las manos, entre displicentes y desdeñosas en los bolsillos de la vicepresidenta, o el bamboleo impaciente del cuerpo, mientras el nuevo presidente juraba cumplir con honor el cargo para el que ha sido electo, transgredían siglos de convenciones protocolares; transgredían formas por las que cada uno, en última instancia, se respeta a sí mismo. Peor fue, desde luego, el botellazo que hizo volar más tarde sobre la cabeza del Presidente un discípulo de la escuela en retirada que en su tiempo había sido, cómo no, secretario de Cultura de un municipio entrerriano.
Vienen a la memoria las cartas del siglo XVIII de lord Chesterfield a su hijo sobre el arte de agradar, y el célebre Manual de Urbanidad, de un siglo ulterior, del venezolano Manuel de Carreño. Dice una de sus normas: “En ningún caso es lícito faltar a las reglas más generales de la civilidad respecto de las personas que por algún motivo creamos indignas de nuestra consideración y amistad”. Qué no habría hecho la ex vicepresidenta en aquel acto de haber tomado juramento, no ya a Milei, sino a su a su elegido en otro turno presidencial, Alberto Fernández, a quien ignoró por completo y a quien los minutos de agobio han de haber parecido eternos.
Como la observación sobre los detalles nunca dispensa de la consideración de lo que ha sido materia capital de un acontecimiento, habrá de decirse que fue impresionante la resolución con la que el Presidente anunció a los argentinos la dureza de un nuevo tiempo. Ha cerrado Milei una era de cinismo legitimado alegremente por los cofrades del presidente que admitió haberse privado de anticipar lo que tenía en mente, pues de lo contrario no lo habrían votado.
Bienvenida la sinceridad, y mucho mejor, si llega del brazo de la perseverante voluntad de que no se confunda cambio con caos. Celebramos, como la mayoría de los argentinos, el lenguaje desusadamente franco del discurso inaugural, pero si vamos a llevar el liberalismo, y la tolerancia que lo presupone, hasta las últimas consecuencias, admitamos que ha de haber al menos una minoría de lunáticos desconsolados, aquellos de la primera hora, que promovieron la candidatura de Milei por la promesa de dolarizar la economía, cerrar el Banco Central, cortar relaciones con Brasil y China, o llevarse a las patadas con el Vaticano.
Las empresas periodísticas argentinas se identifican, por definición, con los ideales de libertad asumidos por Milei, y particularmente, con los de libertad de expresión y de prensa que inferimos estuvieron implícitamente presentes en su campaña electoral. Coincidimos en cuanto al anacronismo de la legislación laboral que rige en nuestro oficio desde 1945 y, sobre todo, de las normas promulgadas en 1974 por un gobierno populista que han perturbado la ampliación del acceso al trabajo formal de generaciones de periodistas.
Vivimos días en que la sustentabilidad de esta industria cultural depende en gran parte de la posibilidad de los medios de acceder exitosamente a las plataformas digitales y de que puedan hacer valer los derechos intelectuales sobre el uso que terceros realizan de su producción periodística en medio de la opacidad de los algoritmos. Nunca los medios periodísticos generaron tantos contenidos. Nunca tales contenidos han sido distribuidos y consumidos en la magnitud actual, y nunca, sin embargo, han tenido los medios periodísticos tantos problemas para lograr que se efectivice la contraprestación legal debida por lo que producen. Subidos al tren de la sinceridad reinante, digamos que no podemos dilatar por más tiempo entre amigos la resolución pacífica de problemas también provenientes de posiciones dominantes, pero ceñidas al orden local.
Ha comenzado la reacción mundial con vistas a definir en la buena dirección el curso de complejos asuntos derivados de la que acaso sea la revolución más trascendente en la historia de las comunicaciones. No quisiéramos que nuestro periodismo quede a la zaga de nadie, o que nuestros legisladores y jueces posterguen el aggiornamiento institucional argentino en relación con el aggiornamiento tecnológico mundial, y que esto termine por dañar aún más los intereses del Estado nación del que todos somos parte. Sin razonable sustento económico de los medios periodísticos la libertad de prensa no es más que una abstracción.
Comprendemos perfectamente que el Presidente haya hablado con naturalidad de las graves cuestiones que afectan al país. Comprenderá entonces nuestra perplejidad por la circunstancia de que los ministros juraran el domingo a puertas cerradas como si se hubiera tratado de un asunto de familia revestido de privacidad intransferible a los asuntos públicos. Fue un error. Eso era explicable, a su modo, en el presidente Fernández cuando hacía, en medio de la epidemia del Covid, una fiesta clandestina en Olivos. La obligación de publicitar los actos oficiales se deriva de la forma de gobierno representativa, republicana y federal dispuesta por la Constitución Nacional. Para que esos actos puedan ser controlados por la opinión pública es indispensable el libre ejercicio de la libertad de la prensa.
Así lo consagró la reforma constitucional de 1860, sancionada con la incorporación de Buenos Aires a la Confederación, en el artículo 33, sobre derechos y garantías no enumerados, “pero que nacen de la soberanía del pueblo y de la forma representativa de gobierno”. El domingo se quebró, por lo menos, una larga tradición sobre cómo juran los ministros. Milei lo comprenderá mejor si relee a Montaigne. El hombre de entendimiento, decía el pensador liberal que abrió en el siglo XVI el camino del ensayo como género, vive a la vez en dos esferas: la de su vida interior, caracterizada por la libertad plena, y la de su personaje público, sometida a las obligaciones y usos de la sociedad.
Milei declaró el domingo que ha terminado una etapa del país. Le auguramos acierto en el diagnóstico y la terapia, pero también la admisión de que una etapa de su propia vida también concluyó ese día, y no precisamente para cerrar la puerta a la sociedad cuando venga en gana a él o a los subordinados.
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