El pantalón, una historia del poder
La investigadora francesa Christine Bard reseña la evolución de una prenda que es, a través del tiempo, un símbolo en la lucha contra la discriminación y a favor de la igualdad de géneros
En 1972, una joven consejera técnica de Edgar Faure, entonces ministro francés de Asuntos Sociales, intentó entregar un mensaje a su jefe, que se encontraba en el hemiciclo de la Cámara de Diputados, pero el ujier le prohibió la entrada, debido a su vestimenta. “Si es mi pantalón lo que le molesta, me lo saco ya mismo”, contestó la interesada, que fue autorizada a penetrar de inmediato en ese templo de la democracia.
Esa anécdota, evocada por su protagonista -la actual ministra de Justicia, Michèlle Alliot-Marie- demuestra que hace apenas 40 años, a pesar de la invención del tailleur-pantalón de Yves Saint-Laurent, esa prenda tenía serias dificultades para entrar en la cabeza de los hombres cuando era llevada por las mujeres.
Durante mucho tiempo el pantalón representó un problema tanto para los hombres como para las mujeres. Sobre todo, fue instrumento de conflicto en su calidad de atributo del poder masculino.
En 1920, cuando los dirigentes del movimiento socialista francés reprochaban a su camarada Madeleine Pelletier que llevara cabello corto y pantalón viril, esa gran figura del feminismo radical respondía invariablemente: “Mi vestimenta dice al hombre: ´Yo soy tu igual´.”. Es fácil deducirlo: la cuestión del pantalón fue un problema eminentemente político.
Christine Bard, una de las principales representantes de los gender studies en Francia, relata con erudición e ironía esa epopeya femenina, que fue probablemente más difícil que la toma de la Bastilla. Bard retrata esa aventura fascinante en Une histoire politique du pantalon [Una historia política del pantalón], libro de 380 páginas que acaba de ser publicado en Francia por ediciones Seuil.
Sucesor de las llamadas bragas, que las clases populares utilizaron hasta fines del siglo XVII, el pantalón simboliza la masculinidad y, sobre todo, el poder, como lo demuestra la expresión “llevar los pantalones”. Al comienzo, sin embargo, el pantalón fue “la prenda del vencido, del bárbaro, del pobre, del campesino, del marino, del artesano, del niño y del bufón”, explica Bard.
El origen de la palabra “pantalón” es reciente. Viene del apodo que recibían los venecianos, adeptos a unos calzones largos y angostos llamados pantalone en honor al santo que veneraban, Pantaleón.
En la Comedia del Arte, el personaje conocido como Pantaleone o Pantaleón es el viejo mercader tacaño, unas veces rico y apreciado por la nobleza, y otras veces arruinado, pero siempre muy particular. Un hombre ingenuo y crédulo, al que siempre se intenta burlar.
Para ocultar su edad, en su afán de atraer a las mujeres, Pantaleone lleva una extraña indumentaria turca, que consiste en un calzón ajustado a las piernas y ceñido hasta las rodillas. En su recorrido por Europa, la Comedia del Arte puso de moda esos calzones a fines del siglo XVII, sobre todo en Francia y en Inglaterra, donde se los llamó pantaloons.
Otro universo original del pantalón fue la marina: a partir del siglo XVII, la prenda fue adoptada por los marineros. Los pescadores, por su parte, usaban un pantalón que variaba en largo y ancho, según la localidad donde habían nacido.
Fue justamente el pantalón marinero el que inspiró, a fines del siglo XVII, la moda para los niños de la aristocracia y la nobleza. Cerca de 1790, relata Bard, el delfín de la corona de Francia posó con ese tipo de pantalón, levemente ajustado en los tobillos con una cinta azul. La innovación, originada en Inglaterra, representó una mayor comodidad de la vestimenta infantil, liberada por fin de las ballenas que encorsetaban el cuerpo.
Pero, en realidad, fue por oposición a su significado como el pantalón entró en la historia política ya que, hasta la Revolución Francesa, la prenda de referencia era la culotte (calzón). Desde fines de la Edad Media, los hombres de las clases superiores llevaban un calzón ajustado hasta la rodilla. Esa culotte dejaba a la vista la pantorrilla, cubierta con una media sujeta por una liga. El hombre atractivo debía ser bien jambé (tener bellas piernas). Unos zapatos con tacones altos ayudaban a afinar aún más su silueta.
Al igual que su ancestro el haut-de-chausse (bombachudo), la culotte contribuía a erotizar el cuerpo masculino. Esa prenda ajustada era todo lo contrario de la vestimenta amplia que ocultaba el cuerpo, utilizada por las capas inferiores de la sociedad, heredada de las bragas que llevaban los primitivos galos. Y como por entonces lo único que valía la pena de ser nombrado era lo referente a las clases altas, el lenguaje ni siquiera se preocupó por buscar a esas nuevas bragas un nombre preciso. Simplemente, a esa gente de los estratos más bajos de la sociedad se la comenzó a denominar los sans-culottes.
Los sans-culottes fueron, precisamente, quienes derrocaron a la monarquía en 1789. De la mano de esos desheredados, el pantalón consiguió encaramarse hasta lo alto de la escala social con la Revolución. Una de sus características accesorias fue la de haber introducido “la confusión de géneros”, según Bard. Por solidaridad revolucionaria y comunión de ideales, también las clases altas progresistas cambiaron sus culottes por el pantalón e inauguraron así una nueva era.
Rompiendo con el aspecto frívolo de las aristócratas, los hombres permitieron a las ciudadanas revolucionarias reivindicar el uso del uniforme y, sobre todo, parecérseles, al punto de atemorizarlos. A cambio, ellos renunciaron a los colores vivos y a mostrar sus piernas. Esa ruptura política dejó de manifiesto una aspiración a la libertad y a la igualdad. Libertad de movimientos e igualdad de sexos. Aunque... si cada cuerpo era un ciudadano, el masculino lo fue siempre un poco más. La Revolución liberó los cuerpos, pero no todas las convenciones sociales: para la mujer, el pantalón siguió siendo considerado un disfraz, durante mucho tiempo.
Con el retorno del lujo durante el Directorio (de 1795 a 1799), una ordenanza prohibió a las mujeres el uso de “prendas de otro sexo” y el Código Napoleónico (1804) reforzó el poder masculino. Una mujer obtuvo, sin embargo, en 1806 “el permiso de travestirse” para montar a caballo. Pero, en realidad, las únicas mujeres autorizadas a usar pantalón en forma permanente eran las mujeres barbudas...
Al mismo tiempo, si bien el pantalón terminó por transformarse en un símbolo de la lucha femenina por la igualdad de sexos, también podría haber pasado a la historia como emblema de lo que algunos llamaron “el gran renunciamiento masculino”.
Esa expresión fue acuñada por el psicoanalista inglés John Carl Flügel (1884-1955): “Si bien las mujeres obtuvieron una gran victoria con la adopción del principio erótico, los hombres renunciaron a su derecho de utilizar diversas formas de adornos brillantes, alegres y refinados, dejándolo todo al uso exclusivo de las mujeres. El hombre cedió sus pretensiones a la belleza y tomó lo utilitario como fin único y exclusivo”, escribió Flügel.
Empero, en las sociedades cientificistas de comienzos de 1800, la inferioridad femenina era el discurso oficial. El hombre estaba concebido para pensar. La mujer, para reproducir. La biología, mezclada con la filosofía, daba los fundamentos del orden moral.
Jean-Jacques Rousseau, que a mediados del siglo XVIII era la referencia de los medios progresistas, afirmaba sin ruborizarse en su Emilio:
Toda la educación de la mujer debe estar pensada en función del hombre. Agradarle, serle útil, hacerse amar y honrar por él, educarlo cuando es joven, cuidarlo de grande, aconsejarlo, consolarlo, hacerle la vida agradable y dulce: ése es el deber de la mujer desde siempre. Esto debe enseñársele desde la infancia.
“El simple hecho de que la mujer vistiera un pantalón la asimilaba a un travesti cuyo género (masculino) había dejado de corresponder a su sexo: una perturbación intolerable en el siglo XIX”, recuerda Bard.
En ciertas sociedades, en efecto, el sexo puede estar disociado del género. En Afganistán o en el norte de Albania, por ejemplo, desde hace siglos se autoriza a ciertas mujeres a vestirse como un hombre y a desempeñar un rol masculino. En un hogar donde no hay hijos varones, una niña puede transformarse en “virgen juramentada” y permanecer con sus padres para poder heredarlos.
“Es una solución para aquellas que quieren evitar el matrimonio. Se cortan el cabello, se ponen un pantalón y renuncian en forma solemne a toda vida sexual. Transformadas en el hombre de la casa, participarán de la vida social masculina e incluso podrán integrar ciertas asambleas locales”, relata Bard. Esa posibilidad suele representar una excelente forma de evitar la dominación masculina, extremadamente fuerte en esas sociedades patrilineales.
La diferenciación según el sexo es una ley fundamental que tanto las autoridades políticas como religiosas hicieron respetar desde la Antigüedad: “Una mujer no llevará un traje masculino y un hombre no usará una prenda de mujer. El que así actúe cometerá una ofensa a Jehová, tu Dios”, dice la Biblia (Deuteronomio 22:5). La confusión de sexos es uno de los grandes pavores de Occidente desde la Edad Media, precisa Bard. La diferencia reside en que el hombre se envilece usando el hábito de alguien inferior a él, mientras que la mujer sube en la jerarquía y -en ese caso- puede obtener múltiples beneficios.
Utopía y arma política
Explorando el tema del pantalón es posible cruzarse con algunas de las figuras que más hicieron por la libertad y la igualdad de la mujer. Naturalmente, están George Sand y Colette, pero también Sarah Bernhardt y Brigitte Bardot.La prenda liberadora fue recuperada por los utopistas del siglo XIX y, después, por escritoras y artistas. En 1820, prácticamente todos los hombres habían adoptado el pantalón. Para las mujeres, por el contrario, la moda y las leyes napoleónicas imponían rigideces cada vez mayores.
Para el socialismo y el feminismo, ambos de dimensión internacional, la vestimenta comenzó a ser un instrumento de lucha. Ésa era, por ejemplo, la opinión de la inglesa Catherine Bamby, que publicó en Londres The Demand for the Emancipation of Women (1843): “La mujer es esclava de las instituciones políticas, pero también sierva de las reglas sociales: las costumbres, sobre todo vestimentarias, la tiranizan”, escribió.
“Yo me vestía de hombre para no molestar ni ser molestada”, dirá la militante anarquista Louise Michel (1830-1905). Aunque muchas veces, por el contrario, se trataba precisamente de molestar.
Colette llevaba un traje de hombre y se mostraba en público con una dama en pantalón que pasaba por un hombre. Otras veces se vestía de marinero. “Quiero hacer lo que se me da la gana. Quiero jugar a la pantomima, incluso hacer comedia. Quiero bailar desnuda si la ropa me molesta o arruina mi plástica”, declaró a un periodista en 1907.
Pero la querella de la culotte adquirió a veces contornos inesperados. Madeleine Pelletier defendió “la virilización” de las mujeres. La deportista Violette Morris (1893-1944), que nunca fue precisamente una feminista, se sometió a una ablación de los senos, antes de participar activamente como torturadora de miembros de la Resistencia en la Segunda Guerra Mundial.
Esos casos demuestran hasta qué punto la historia del pantalón fue ambivalente. Según Bard, recién en 1851 el pantalón fue utilizado como arma política para desafiar la dominación masculina. La iniciativa pertenece a las feministas estadounidenses, entre ellas Amelia Bloomer, cuyo nombre dio origen a una corriente denominada bloomerism, en honor al pantalón tipo bombachón que solía llevar.
Pero quien realmente fue la gran figura de la virilización femenina a fines del siglo XIX fue George Sand. A lo largo de toda su vida, desde que tenía apenas cuatro años, la célebre escritora pasaba de un sexo al otro sin problema y sin solicitar autorización. Lo hacía en forma natural, como sólo saben hacerlo -afirmaba- las mujeres que están acostumbradas a no ser consideradas demasiado femeninas. Las razones que invocaba no eran desdeñables: la libertad de movimientos y sus convicciones políticas: “Sólo tengo una pasión: la idea de igualdad”, proclamaba.En respuesta al periodista Adolphe Guéroult, que le sugería dejar de travestirse, le dijo:
Quédese tranquilo, mi ambición no es alcanzar la dignidad del hombre, pues ella me parece demasiado irrisoria como para preferirla a la servidumbre de la mujer. Pero pretendo poseer hoy y para siempre la soberbia y total independencia que ustedes creen tener, solos, el derecho de disfrutar.
No todo fue feminismo
La autora de Una historia política del pantalón señala que la progresiva popularización del pantalón a lo largo del siglo XX no fue sólo producto de la lucha por la igualdad de sexos. Otros factores también influyeron: la banalización de las actividades deportivas, pero también el higienismo, la preocupación por proteger el cuerpo femenino y desde luego, el aumento vertiginoso del trabajo femenino, que se aceleró al final de cada una de las guerras mundiales.
“Tampoco se puede olvidar a la vanguardia artística, pintoras, cantantes, actrices, escritoras, modelos y mundanas de un París-Lesbos, donde los idilios sáficos habían dejado de ocultarse”, precisa Bard.
Otro elemento nuevo vino a generalizar aún más la utilización del pantalón y a activar la controversia sobre su emancipación desde fines del siglo XIX: la democratización de la bicicleta. El historiador Christopher Thompson, que se interesó en las ciclistas, considerándolas “el tercer sexo”, diagnosticaba una doble revolución en la vestimenta y en el terreno sexual, que se operaba en la burguesía urbana.
“Es verdad que el desarrollo de ese deporte ha hecho dar al sexo femenino un paso importante en el camino de su emancipación, de la afirmación de su personalidad. Pero también es verdad que el pantalón o la falda muy corta, recientemente inauguradas por las cyclewomen, les da una fisonomía hasta ahora desconocida”, escribió en 1896. “Esta revolución en la ropa podría tener, moralmente, una consecuencia muy grave [...]. Por primera vez, sin que la ley pueda garantizar al hombre el monopolio, la mujer le disputa el atributo masculino por excelencia: el pantalón.”
Pero el portentoso terremoto social que provocaron las dos guerras fue decisivo para el avance del pantalón. Su utilización se extendió a todos los sectores de la sociedad por razones prácticas: a las fábricas, a las fuerzas armadas y a la calle. En Estados Unidos, Alemania, Inglaterra o Francia, las mujeres lo usaban y las revistas lo mostraban.
Flamante ciudadana estadounidense, Marlene Dietrich vestía diferentes uniformes en cada uno de sus viajes y en escena, durante sus giras patrióticas. La misma princesa Isabel de Inglaterra se dejó fotografiar con un pantalón del Auxiliar Patriotic Service, mientras cambiaba un neumático. Poco años después, en Francia, Jean Seberg, Brigitte Bardot y Françoise Sagan se transformarían en símbolo de la liberación sexual y en íconos de la modernidad.
“En plena Guerra Fría, el pantalón se inscribió claramente en el campo de la libertad, mientras que en la Unión Soviética la voluntad igualitaria y la hostilidad a una moda burguesa sirvieron de pretexto al rechazo de esa excentricidad”, anota Bard. Vestimenta tabú para las autoridades soviéticas, el pantalón estuvo, sin embargo, presente en los desfiles de moda de todos los países del Este. Y si bien terminó por popularizarse en las ciudades alrededor de 1970, las viejas generaciones soviéticas nunca llegaron a aceptarlo.
Persistentes enemigos
A pesar de esos avances, el pantalón siguió contando con acérrimos enemigos a lo largo del siglo XX. La Iglesia, históricamente obsesiva en cuanto a las apariencias, multiplicó sus condenas entre las dos guerras. En octubre de 1919, el papa Benedicto XV declaró: “Es un deber grave y urgente condenar las exageraciones de la moda. Nacidas de la corrupción de quienes las lanzan, esas toilettes inapropiadas son uno de los fermentos más poderosos de la corrupción de la moral”.
El catolicismo practicante estigmatizaba las frivolidades, los trajes de playa y de deporte, el maquillaje, las joyas, los escotes impúdicos, los vestidos cortos de 1925, los brazos desnudos, las danzas modernas, el “mal” teatro y el “mal” cine.
“Está prohibido prohibir”, decían los muros de París en Mayo de 1968. Sin embrago, si bien la ordenanza napoleónica de 1800 había caído en el olvido, la prohibición del uso del pantalón femenino nunca fue derogada y sigue rigurosamente vigente en Francia.
Después de la rebelión estudiantil del 68, las jovencitas siguieron teniendo prohibido ir con pantalón al colegio secundario. Sólo estaba autorizado en los días de mucho frío.
Profesora en el prestigioso liceo Henri IV de París, Colette Cosnier relata hoy un episodio que la marcó, cuando el director la reprendió porque vestía un pantalón un día de frío glacial.
-Pero, señor director, ¿a partir de cuántos grados bajo cero puedo venir en pantalón? -le dijo.
-No lo sé. Yo siempre me pongo uno.
Contrariamente a lo que se podría suponer en el mundo occidental, donde el respeto por la libertad y el libre albedrío son el fundamento de la sociedad, aún hoy los uniformes son la norma (en la restauración, la seguridad o el transporte) y los empleadores suelen exigir una “correcta presentación”. En el Viejo Continente, ni la Convención Europea de Derechos Humanos ni la Carta de Derechos Fundamentales del Ciudadano evocan la libertad para vestirse.
Todavía hoy, hay mujeres en ciertos países de Europa y Estados Unidos que son despedidas por vestirse con pantalón. Y no hay duda de que la apreciación de lo que podría llamarse “una vestimenta apropiada” es uno de los terrenos donde el abuso de poder del empleador puede ejercerse con más facilidad.
Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos por contenerlo, el pantalón progresó inexorablemente. La moda fue su vector privilegiado y la que le otorgó sus letras de nobleza. Hoy, el mundo profesional lo acepta mucho más fácilmente aun cuando la falda sigue siendo casi obligatoria en ciertos actos públicos o sociales.
Christine Bard reconoce que no es fácil hallar estadísticas precisas para cifrar esa vertiginosa evolución. Sin embargo, entre 1971 y 1972, repertoriado en la categoría “prendas de deporte”, las mujeres mayores de 14 años habían comprado en Francia unos 12.363 pantalones por año. Diez años después, ese rubro había aumentado a 2,7 millones. En 1984, las mujeres francesas utilizaron 17 millones de pantalones. Por primera vez en su historia, y sin distinción de sexos, el pantalón llegó ese año a ser la prenda más vendida.
Sin embargo, aún quedan bolsones de resistencia en los cuales el pantalón simboliza el rechazo a la igualdad de géneros. No en vano el medio más refractario fue el político, incluso en la actualidad.
A pesar de la igualdad de derechos políticos entre ambos sexos, proclamados alrededor de 1900 en Europa, las mujeres siguieron moviéndose en un medio extremadamente masculino y sus diferencias físicas y vestimentarias fueron siempre un problema que estuvieron obligadas a “administrar”, como lo ilustra perfectamente la anécdota que comienza esta nota.
En 1976, Alice Saunier-Seïté provocó un escándalo de proporciones cuando asistió a su presentación oficial como secretaria de Estado de Enseñanza Universitaria y el entonces primer ministro Jacques Chirac, estupefacto, descubrió que llevaba pantalones. El jefe del gobierno francés solicitó de inmediato a su jefe de gabinete, Jérôme Monod, que informara a la rebelde que, vestida así, “degradaba su función y la imagen de Francia”. Terrible misión para ese hombre de maneras exquisitas, a quien la interesada respondió: “Si se trata de mis pantalones, diga al primer ministro que estoy obligada a esconder mis piernas, ¡porque son horribles!”.
Chistine Bard recuerda que la historia clásica de toda prenda pone de relieve tres funciones: el adorno, el pudor y la protección. Con el tiempo, esa historia sumó una cuarta función a las precedentes: la simbólica. En el caso del pantalón -afirma la autora-, seguir el hilo conductor de su evolución fue lo mismo que acompañar la evolución de un sexo, situándola en el plano político.
Cada episodio de esa epopeya demuestra hasta qué punto la batalla del pantalón pone en crisis no sólo el universalismo democrático, tal como fue pensado por sus teóricos masculinos. También cuestiona el movimiento feminista en sí mismo, siempre atravesado por enfrentamientos entre defensoras del orgullo femenino y partidarias de la indiferenciación sexual, entre las que rechazan la virilización y las adeptas de un feminismo con escote.
Todas esas batallas terminaron por demostrar que el combate político es también un combate cultural y hasta qué punto la conquista de una auténtica ciudadanía femenina exigía también -y antes que nada- una verdadera revolución de las apariencias.
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