El otro Rosenkrantz: similitudes entre el Hamlet de Shakespeare y la Argentina de hoy
Al final de su relato "La Biblioteca de Babel", Borges se enfrenta con un dilema: el número de libros que esta contiene es vasto pero no infinito; la biblioteca, sin embargo, no tiene fin. ¿Cómo resolver esta aparente contradicción? El escritor arriesga la siguiente teoría: "la biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden)".
Apelo a esta imagen para aplicarla a la famosa cita de Karl Marx en su 18 de Brumario de Luis Bonaparte: "Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la segunda como farsa" (das erste Mal als Tragödie, das zweite Mal als Farce). Esta observación se aplica acaso para la historia universal, pero en nuestra Argentina esta secuencia –como en la ilimitada biblioteca de Ficciones– es infinita y periódica. Alternamos entre tragedias y farsas para luego volver a las tragedias; a veces las combinamos. Y muchas veces se parecen a libretos ya escritos.
Este sería el caso hoy. Nuestra actualidad parece calcada de una de las grandes obras de la literatura, La tragedia de Hamlet, Príncipe de Dinamarca. Los parecidos entre nuestros avatares y la obra de Shakespeare ya eran muchos pero rebosaron casi lo creíble cuando entró a escena el jurista Rosenkrantz, cuyo nombre coincide por completo (con una variación insignificante en su grafía) con el de un personaje de la tragedia. Ante tantas similitudes, la pregunta hasta entonces latente se vuelve acuciante: ¿estamos inmersos en una tragedia de Shakespeare?
Ya el primer acto de Hamlet recuerda los prolegómenos de las elecciones de 2019. Un misterioso espectro irrumpe ante el castillo de Elsinor. Los guardias allí apostados le exigen que hable, pero éste –al igual que la actual fórmula presidencial antes de su anuncio público– se niega a decir palabra. Los titulares de este mismo diario hablaban por esos días de "silencio" y "misterio". Ante esa circunstancia, uno de los guardias del castillo danés conmina al espectro: "Si conoces el futuro de tu nación, que podríamos felizmente evitar con tus palabras, por favor, habla" Pero el espectro mantiene su terco silencio y nada sucede… Hasta que noches más tarde se acerca a presenciar el extraño espectáculo el mismo príncipe de Dinamarca.
El espectro llama entonces a Hamlet. Este se siente intrigado y piensa en acudir, pero los guardias le advierten: "Os hace señas de que le sigáis, como si deseara comunicaros algo a solas. Por favor, no lo hagáis, no sea que os lleve hasta la creciente, y adopte allí otra forma terrible, que os despoje de la potestad de vuestra razón, y os arroje a la locura". Pero Hamlet acude igual.
Y en efecto, cuando finalmente están a solas, el espectro habla por primera vez y le exige a Hamlet que se convierta en su aliado para ejecutar un plan que incluye toda clase de intrigas. Hasta el mínimo detalle ha sido contemplado, pero para que este se cumpla, la ayuda de Hamlet es esencial. No hay manera de que ese plan se cumpla si Hamlet no acepta participar. Como Alberto Fernández, Hamlet acepta, pero comprueba a la vez que en tal caso deberá romper con su propia historia, ya que sus actos entrarán en contradicción con sus actos y dichos anteriores. "Borraré del catálogo de la mente –le dice Hamlet al fantasma– todas las formas e impresiones del pasado y seguiré tu mandato".
A partir de entonces, el príncipe de Dinamarca empieza a actuar de forma extraña, incurriendo en paradojas y contradicciones, y su discurso se vuelve cada vez más difícil de seguir. El lector se queda tan confundido como los personajes de la obra, igual de perplejos que todo el país ante las marchas y contramarchas, ante cuarentenas que se anuncian y para poco después proclamarlas inexistentes. Algunos personajes, sin embargo, creen que todo esto parte de una intención racional. Shakespeare juega aquí con el misterio de la psicología humana: el mismo Hamlet parece estar revelando su plan cuando dice "uno puede sonreír y sonreír y ser de todos modos un malvado" y luego agrega: "Quizá en lo sucesivo juzgue oportuno portarme de manera estrafalaria". El consejero de la corte, Polonio, sospecha que tanta incoherencia es fingida e intencional: "Me parece que hay cierto método en su locura".
Es entonces que el rey juzga necesario llegar al fondo del asunto. Para esto requiere la ayuda de dos cortesanos: Rosencrantz y Guildestern.
Es necesario abrir aquí un paréntesis histórico para explicar el origen de estos dos personajes. Llama la atención que estos dos son los únicos apellidos originariamente daneses de esta obra que transcurre en Dinamarca. Los demás tienen nombres latinos.
En cuanto a las etimologías: Rosenktrantz es un apellido que existe en varias lenguas germánicas –podría ser sueco o noruego o alemán y significa "corona de rosas", es decir "Rosario"; Guildestern tiene un origen similar y en inglés se escribiría "Golden Star": estrella dorada.
Pero hay un detalle más: Shakespeare parece haber tomado estos dos nombres de la realidad. Ambos apellidos pertenecen a familias reales prominentes (y emparentadas entre sí) de Dinamarca; muy probablemente los personajes están basados en Frederik Rosenkrantz y Knud Gildestjerne, ambos miembros de familias reales de Dinamarca que realmente estudiaron en Wittemberg y visitaron Inglaterra como parte de una delegación danesa en el momento preciso en que Shakespeare se encontraba escribiendo Hamlet. Parece muy posible que el "Cisne de Avon" se haya enterado y haya decidido incorporarlos como personajes. En cuanto a la diferencia en la grafía de Rosenkrantz y Rosencrantz, esta no es mas que una leve adaptación sin importancia: ambos son exactamente el mismo apellido.
Regresemos entonces a la obra. La misión de Rosencrantz en la ficción es, en primer lugar, tratar de entender qué está ocurriendo y por qué Hamlet parece desvariar. Aunque no sabe bien qué planea Hamlet con su locura, el rey se declara decidido a frenar sus intenciones. Le encarga entonces a sus cortesanos daneses que lleven a Hamlet a Inglaterra.
Así como el príncipe de Dinamarca había aceptado la misión del rey fallecido, Rosencrantz acepta la misión del rey Claudio. Para esto, visita a Hamlet. En un principio, Hamlet recibe bien a Rosencrantz –pero como en la realidad ocurre entre el Presidente Alberto Fernández y el jurista de la Corte Suprema Carlos Rosenkrantz – hay una notoria desconfianza entre ellos. Las coincidencias no terminan allí: en la obra de Shakespeare, Hamlet, Rosencrantz y Guildestern fueron –aparentemente– compañeros de estudios en la misma universidad (Wittemberg); en la realidad tanto Carlos Rosenkrantz como Alberto Fernández fueron estudiantes y se graduaron de la carrera derecho en la Universidad de Buenos Aires. Acaso fueron compañeros en alguna materia, ya que ambos egresaron el mismo año (1983).
Volviendo a la obra de Shakespeare, el plan del rey falla; Hamlet escapa y regresa a Dinamarca. A partir de entonces los hechos se precipitan a velocidad de vértigo. No hay espacio aquí para narrar aquí el final de Hamlet, pero bástenos decir que la tensión acumulada se convierte rápidamente en un torbellino y la historia termina espantosamente mal. Sería obviamente deseable que la Argentina evite ese destino. Mas allá de todas nuestras posibles diferencias, ningún argentino de bien quiere eso. Nuestro ciclo de crisis sin duda existe y a veces parece implacable. Pero como el mismo Shakespeare indica en el primer acto de Hamlet, las palabras sensatas y los pensamientos constructivos pueden tener consecuencias benéficas, al punto de cambiar para bien el destino de una nación y llevarla por un camino mucho más venturoso y feliz que cualquier tragedia. Estamos a tiempo.
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