El otro diario de Bioy Casares: su retrato del “ávido y desdeñoso” Wilcock
En la senda del anterior “Borges”, sale el lunes el libro que reúne sus notas sobre el escritor J.R. Wilcock; la admiración, el fastidio y una época extinguida
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Cuando, hacia 2006, se publicó Borges, esa parte colosal de los diarios de Adolfo Bioy Casares, los lectores locales se dividieron: para algunos era el “peor” libro de Bioy, y peor quería decir “el más miserable”, la prueba de una traición a la confianza; para otros, el diario sobre Borges era la mayor conquista de Bioy, aun superior a sus ficciones, y esto no solamente por su condición de testigo, sino porque, en los puros términos del estilo, nadie podría haberlo escrito como él. Wilcock, que sale el lunes, prolonga la estela del nombre propio en el título y de la ventilación del testimonio de un amigo, Juan Rodolfo Wilcock. Hasta ahí llegan las semejanzas.
Daniel Martino, responsable de esta edición como lo había sido antes de Borges, explica en el prólogo que del examen de sus libretas y de los apuntes personales que usaba para sus Diarios, sin contar los dictados, ya perdidos, de recuerdos que empezó a hacer a su secretaria, puede concluirse que Bioy tenía la intención de de escribir un libro sobre él. Afirma Martino: “Wilcock es, fuera de Borges, el autor cuyas opiniones han sido registradas con mayor atención y detalle”. Queda confirmado en la anotación del 19 de marzo de 1978 que registra la muerte de Wilcock: “Cuando voy a tomar el desayuno al comedor, Silvina me anuncia la muerte de Johnny Wilcock. Me voy a llorar al baño. Johnny murió en Lubriano, de un infarto, y se lo encontró con actitud de leer un libro sobre el infarto cardíaco. Pienso que debiera escribir mis recuerdos de Johnny.”
Wilcock, el libro, es un montaje de las libretas de Bioy, secciones del ya editado diario Borges, cartas a los padres y a Silvina Ocampo y, por fin, partes de entrevistas, en un arco que va de 1941 (la mención en una carta a Borges) hasta entradas de mediados de la década de 1990 incluidas en De jardines ajenos. Si se lo leía salteado, el Borges perdía trama; esa trama impredecible de los diarios, hechos de lo que trae el día. Los recorridos, los corredores, del Wilcock son en cambio más inciertos.
No es claro cuándo conoció Bioy a Wilcock. En su “Autocronología” consigna que fue en 1945. Pero entre otras pruebas de esta inexactitud bastaría recordar que en El perjurio de la nieve, publicado el año anterior, el personaje de Carlos Oribe era un símil transparente de Wilcock. Ya Bioy había advertido la sensibilidad tardorromántica y la insolencia del desplante. Faltaba más de una década para que Wilcock se fuera a Italia, cambiara de idioma, tradujera a Bioy al italiano (en colaboración con su hijo adoptivo Livio Bacchi) y actuara famosamente de Caifás en El Evangelio según san Mateo, de Pasolini, que escribió además elogiosamente sobre La sinagoga de los iconoclastas, uno de los libros italianos de su amigo. Wilcock, todavía en Buenos Aires, había ganado entonces un premio de la SADE y publicado tres libros de poemas; a propósito de uno de ellos, Ensayos de poesía lírica, había dicho Eduardo González Lanuza en el número 132 de la revista Sur (octubre de 1945) que Wilcock “asordina su voz y le confiere la dignidad de huésped de la penumbra”. Causa risa confrontar esa descripción con la conjetura de Bioy en 1956, de vacaciones en Mar del Plata: “Durante la comida reflexiono que uno de los motivos porque Johnny es aborrecido debe de ser la manera de hablar. Habla con voz muy baja, como si estuviera exhausto, como si no tuviera ganas, como si le costara mucho; interrumpiéndose continuamente; con voz doliente, de quejido en sordina”.
En los años 40, Wilcock vivía recluido en su casa de Montes de Oca, tocaba el piano y lo asistía una mujer jocunda y hacendosa, cuyo amor abnegado no podía ser correspondido por el gay Wilcock. Como sea, rápidamente se sumó a las reuniones de los miércoles en la casa de Bioy y Silvina (reuniones de las que el propio Bioy habla con nostalgia cuando dice, en 1954, que se poblaron de “escritorzuelos”). Recordaba en 1986: “¿Cuándo lo descubrirán? Yo lo conocí hace muchísimos años. Era amigo de Silvina. Vino a mi casa y puso un disco de Brahms. Yo lo odiaba y odiaba a Brahms, ahora los quiero a ambos. Con frecuencia los amores me llegan a través del odio. […] Wilcock era para mí la inteligencia hecha hombre… Lloro mucho a Wilcock, así como lloro a Borges”.
Le había dicho 20 años antes en una carta: “¿Todavía te gusta Brahms? Yo, cada vez que lo oigo, te doy las gracias”. Escuchaban la Cuarta sinfonía. Wilcock, el esteta, cuenta Bioy, no toleraba que pusieran ningún disco que no fuera clásico. Nada de jazz, ni de tango. Había sin embargo intrusos consentidos en su torre de marfil, como esos veros irónicos en la “Canción II” de otro libro suyo, Paseo sentimental (1946), en los que trafica el “Cuesta abajo” gardeliano: “Hoy de rodillas imploro/ de aquel pasado que añoro/ los íntimos esplendores/ dónde estarán mis amores…”
“Retrato del ávido, hosco, desdeñoso, incomunicado J. W”, anota Bioy en 1952. La observación perspicaz de Bioy vuelve a ser en estas páginas tan notable como su indiscreción. Aunque nos de vergüenza, debemos agradecerle las dos cosas. Leemos así frases como las siguientes: “Borges es la persona más inteligente que conozco. Wilcock es muy inteligente y muy capaz, pero la vanidad lo desequilibra a veces” (1949); o bien: “Dijo que Moravia comete pocos errores porque el nivel de su literatura era tan grosero que los errores no se advierten.”. Más enfáticamente: “La pederastia ya no se oculta; gallardamente navega con las velas desplegadas”.
Bioy puede ser no menos insoportable que Wilcock, aun en su inteligencia amparada en la humildad. No por nada en una de las entradas aluden a un pasaje de El perjurio de la nieve. Anota en el relato el narrador (A.B.C): “Sentí que Oribe era un monstruo, o que, por lo menos, éramos dos monstruos de escuelas diferentes”.
Bioy estaba impelido a dejar testimonio de ese amigo fuera de serie, pero no ignoraba la dificultad, una dificultad que nacía de su disgusto con él: “Persuado a Johnny de que no se vaya hoy a Buenos Aires. Pienso que ha de pensar que lo quiero mucho y que si leyera este diario me encontraría pérfido o inconsistente. La verdad es que lo estimo bastante, aunque soy un asombrado testigo de sus defectos”. Imagina también un cuento, que no escribe, de dos amigos escritores: “En el mundo el primero es el maestro; en las conversaciones entre ellos, el maestro es el segundo; pero si bien en las conversaciones indiscutiblemente el maestro es el segundo, cuando se trata de escribir libros el primero es el más capaz”.
Hay que reconocer que esa observación perspicaz tenía también por objeto a otras personas. De la escritora austriaca Ingeborg Bachmann dice que es “una rubia hinchada, que por lo bajo sonríe mecánicamente”. El encuentro con Breton en el café de la Place Blanche el 1° de febrero de 1951 es bastante más memorable:
“Breton es un hombre macizo, alto, benévolo, de cara afeitada y demasiado pelo. Tendrá cincuenta, o sesenta, o setenta años. Había otros hombres en trance de peluquería, algunos jóvenes imprecisos, tal vez mecánicos que habían olvidado lavarse, y algunas mujeres, de aspecto prostibular, pero no estimulante”.
En cuanto al Wilcock, la indiscreción de Bioy excede el chisme y ve el drama detrás de la máscara, como ese domingo 10 de diciembre de 1967: “Johnny afanosamente quiere sobrevivir; morir lo menos posible… Atesora todo lo escrito; no solamente las cartas, las notas biográficas y contratapas de cubiertas de libros, aun los borradores de esas producciones y los borradores de los borradores. Acaso deja los materiales de todo lo que sucesivamente él fue, para que nada falte en la hora de reconstituirlo y resucitarlo. Tal vez piensa que por un fragmento de uña que falte quizá no funcione de nuevo el alma”.
Del mismo modo que en Borges cada entrada se iniciaba con la frase “Come en casa Borges” podría en Wilcock empezar, y así pasa varias veces, con “Johnny dice que”. Entonces: “Johnny dice: Que los días se llenan con nada. Que de su día sólo se salva un paseíto que da antes de almorzar: el resto es una porquería. Que siempre que se pregunta por qué no escribió algo, la respuesta es porque estaba durmiendo.”
También, del mismo modo que en Borges, Wilcock es el registro de una época de la cultura de Buenos Aires que se extinguió para siempre. Cuando se fue del país y cambió de idioma, dijo Wilcock que lo hacía porque el castellano “no daba para más”. Esto no lo sabemos. Lo que no daba para más, en todo caso, era Buenos Aires. Wilcock lo sabía y se lo dice a Bioy en el post scriptum a la carta del 28 de septiembre de 1966, desde Velletri: “¿Por qué, por qué en Buenos Aires se devoran todos entre todos? Respuesta: porque no les dan dinero para entretenerse. Es como una guerra civil bajo las cenizas; la humanidad no ya en espera, sino en acción; la vitrina del futuro de los pobres.”
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