El oscuro secreto que condiciona la obra de una Premio Nobel
Los interrogantes y debates que se abren tras la escabrosa revelación de la hija de la célebre escritora
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MADRID.- La noticia causó estupor. Aquella sonrisa cálida se deformó en el rostro de un monstruo con trazos expresionistas. No habían transcurrido dos meses de la muerte de Alice Munro, mientras comenzaban a organizarse homenajes y ediciones para despedirla, cuando apareció la voz de una narradora hasta el momento desconocida por el gran público. La hija de la ganadora del Premio Nobel, Andrea Robin Skinner, revelaba en el diario canadiense Toronto Star que había sido abusada por el segundo marido de su madre, Gerald Fremlin, desde su niñez hasta la adolescencia. La autora, cuando se enteró de esta aberración, eligió continuar junto al abusador hasta el día de su muerte y rompió el vínculo con su hija.
¿De qué modo este conocimiento influye o tuerce nuestra interpretación en pos de su oscuro secreto? ¿De qué modo leer a partir de ahora un cuento como “Fallo del corazón”, donde una mujer tiene sueños en los que copula con bebés gordos o con su propia madre? ¿Cómo podremos orientar nuestro pensamiento lejos de esta perversión y pensar -quizá como vicio de la sobreabundancia de las literaturas del yo, entre ellas, la autoficción- que el texto remite a su propia experiencia? ¿Cómo leer “Dimensiones”, sobre una madre cuya pareja asesina a sus hijos? ¿Por qué la joven Penélope del cuento “Silencio” abandona (o se libera) de su madre, una celebridad intelectual? ¿Sobre qué escribía realmente Munro en Todo queda en casa o Secreto a voces, títulos hoy casi macabros? Como eco de su propia técnica, los finales de sus cuentos poseen destellos que obligan a revisar la narración previamente enhebrada por la autora, como si algo se hubiese ocultado deliberadamente, entre las sombras de la vergüenza y de la culpa.
Más allá del horizonte desde el cual se lean sus obras, hay un juez más implacable: la cancelación. Pronto el silencio de la conmoción se evaporó y sus lectores y colegas comenzaron a ensayar una catarata de preguntas, no sobre el abusador, sino sobre la propia Munro. ¿Se debería seguir leyendo a esta autora, ícono del feminismo, incapaz de proteger a una víctima de abuso? ¿De qué modo el juicio moral que poseemos sobre un autor obnubila nuestra juicio intelectual sobre su obra? ¿Sobrevivirá su memoria y legado a la noticia de esta aberración en la que la Justicia condenó a Fremlin?
La cancelación ha hecho estragos, incluso con poetas sagrados, como es el caso de Pablo Neruda. ¿Se quitarán los textos de Munro de programas académicos como ocurrió con el escritor chileno, tras la condena social por el abandono de su hija con hidrocefalia y la relevancia que cobró la violación a una joven Ceilán, hecho que narró en Confieso que he vivido? ¿Cómo nos sumergimos hoy a la obra de Amos Oz, cuya hija narró los abusos físicos y psíquicos que padecía por parte de un intelectual que predicaba la tolerancia y escribía contra el fanatismo? ¿Es posible hoy referirnos a Dickens, quien retrató la pobreza y la marginalidad de la Revolución Industrial, sin pensar en la joven que adoptó para satisfacer sus propios apetitos? Quizá es ya hora de dejar de pensar en los autores como estandartes de la moralidad, solo porque sus personajes luchen contra las injusticias o las padezcan.
¿Por qué alguien que escribe con virtuosismo sobre las emociones más exquisitas y sobre la complejidad de los vínculos de modo sabio debería aplicarlo a su propia vida? ¿Cómo es posible que esa mujer de rostro angelical que sonríe cándida a la cámara haya tomado partido por un monstruo? Las malas madres, tan diferentes a las criaturas que Munro construyó, existen, y su fragilidad las convierte en crueles cómplices. Su literatura rural, doméstica, exploradora de universos góticos y femeninos, cobra hoy otros matices y podría ser leída como un intento de exorcismo de sus propios demonios. Nuestras interpretaciones son libres y, verdad de Perogrullo, hay tantas lecturas posibles como lectores. Pero, ¿dejar de leer a Munro no implicaría también cancelar a la víctima, volver a silenciar a Skinner? ¿Cancelar a Munro no conlleva también sepultar un debate sobre los contextos enfermos que generan los psicópatas?
Otra vez se regresa al candente debate sobre la autonomía de la obra de arte sobre el creador. Juan Villoro señala, en un estudio sobre Crónica de una muerte anunciada, que los –buenos— personajes tienen tres dimensiones: una vida pública, una vida privada y una vida íntima. Munro tenía destreza para controlar las dos primeras, a partir de sus propios escritos y de la biografía que realizó Robert Thacker, Writing Her Lives, quien conocía los hechos, pero decidió omitirlos de su libro, pues concernían —consideró— a “un desacuerdo familiar”. Munro, tan meticulosa en la imagen que construyó de sí misma, siempre con las riendas de la narración, no pudo dominar este último capítulo.
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