El origen de Fahrenheit 451, en las palabras de Ray Bradbury
A menudo me han preguntado por la génesis de Fahrenheit 451, y he dado algunas respuestas que, pensándolo ahora, no son del todo adecuadas. "El peatón", un cuento que escribí en 1950, nació del encuentro con unos policías que me pararon en la calle mientras paseaba con un amigo. Nos preguntaron qué hacíamos. Yo dije que poniendo un pie delante del otro. Los policías desconfiaban de nuestras intenciones. Miré a nuestro alrededor: no había más peatones a la vista. Así que éramos muy sospechosos. "Si yo fuera un delincuente —les dije—, no llamaría la atención paseando. Llegaría en coche, robaría y me iría."
Fue un encuentro perturbador. "¡Dios mío! —pensé—. Sospechar que soy un delincuente cuando no he hecho nada más que caminar." Esa noche escribí "El peatón", y un tiempo después llevé al peatón a dar un paseo. Dobló una esquina y allí estaba Clarisse McClellan, que dijo: "Sé quién es usted. Siento el olor del queroseno. Usted es el bombero que vive aquí al lado". Fahrenheit se escribió durante los siguientes nueve días.
Además de "El peatón" hay cuentos como "Bonfire", "Burning Bright" y "Los desterrados", sobre mis autores favoritos que mueren en Marte cuando queman sus libros en la Tierra. Y en "Usher I" un hombre enloquece cuando los intelectuales destruyen a Frankenstein, Drácula y otros. Invita a esos críticos a una casa llamada Usher y la hunde con ellos dentro, con los tontos que mataron a sus mitos.
Escribí "Pillar of Fire" en 1946, cuatro años antes que "El peatón". En ese relato un hombre se levanta de la tumba porque el mundo ya no cree en Edgar Allan Poe o en Halloween, y despotricando sale a enseñarle la muerte a gente que vive en una sociedad superlimpia que no cree en la imaginación. Como vemos, las fuentes de Fahrenheit vienen de mucho tiempo atrás.
Cuando tenía doce años, con mi madre, mi padre y mi hermano viajamos por la Ruta 66 porque nos trasladábamos a Tucson. Por el camino, lo primero que hacía cada noche, cuando nuestro coche se detenía, era ir corriendo a la biblioteca más cercana para ver si prestaban los libros de Oz, de Tarzán o de Poe. No lo hacían. Oz no se consideraba "literatura". Tarzán tampoco. Todos los libros que amaba de verdad estaban proscritos. Todos eran anatema.
Así que a los doce años aprendí que hay personajes que desaparecen. No era censura. Tenía que ver con los gustos y las costumbres. No era el gobierno. Eran los bibliotecarios que olían esos libros y decían: "¡No son lo suficientemente buenos!". Así que el origen de Fahrenheit se remonta a cuando tenía doce años y corría a las bibliotecas a buscar a mis amigos desaparecidos.
Ese fue el mismo año en que empecé a escribir una continuación de Los dioses de Marte, de Edgar Rice Burroughs. Entonces, mal que les pesara a las bibliotecas, decidí crear libros que nadie quería. Y escribí ese primer relato porque acababa de conocer a Mr. Electrico.
Poco antes de que partiéramos rumbo a Tucson, murió uno de mis tíos. Lo enterraron el Día de los Trabajadores.
La noche anterior corrí hasta la feria ambulante junto al lago y allí
estaba Mr. Electrico esperando a que lo electrocutaran. Los chicos acudíamos con la esperanza de que se quemara de verdad. Le aplicaron electricidad en el cuerpo, su espada se encendió y empezó a apuntarnos con ella. Cuando llegó a mí, gritó:
—¡Vive para siempre!
"¡Dios mío, qué maravilla! —pensé—. ¿Cuál será el truco?"
Al día siguiente, mientras íbamos al entierro, miré las tiendas y las banderas de la orilla del lago y supe que Mr. Electrico estaba allí. Tenía que verlo. El fuego de su espada llenaba mi cuerpo.
—¡Para el coche! —le dije a mi padre.
—¿Qué pasa? —preguntó él—. Tenemos que ir al entierro de tu tío.
—No. ¡Para! —insistí.
No podía decirle que me llamaba Mr. Electrico.
Mi padre paró el coche, furioso con su hijo de doce años. Bajé y el coche arrancó. Corrí cuesta abajo. ¿Qué? Huía de la muerte, ¿verdad?, y corría hacia la vida, que encontraría junto al lago. En la feria, sentado en un banco, como si me esperara, estaba Mr. Electrico. De repente me dominó la timidez. No podía decir: "¿Cómo se vive para siempre?". Por suerte tenía algo para hacer magia en el bolsillo, el juego de la copa y la bolita.
—Mr. Electrico, ¿puede enseñarme cómo se hace este truco?
Me lo enseñó. Y después me miró a la cara.
—¿Te gustaría conocer a toda la gente rara que hay en esa tienda?
—¡Sí, señor! ¡Claro que sí! —dije.
—Vamos —respondió.
Fuimos a la tienda y él, golpeando con el bastón, gritó:
—¡No digáis palabrotas! ¡No digáis palabrotas!
Y me llevó a conocer a la gorda, al esqueleto viviente, y al Hombre Ilustrado... ¡Al Hombre Ilustrado!
Después me invitó a ir hasta la playa y nos sentamos en una duna y le dejé expresar sus pequeñas filosofías de vida y él me dejó expresar mis grandes filosofías. Los chicos de doce años están llenos de grandes filosofías. Y mientras yo hablaba inclinó la cabeza y dijo:
—¿Sabes una cosa? Nosotros nos conocemos.
—No, no, señor —dije—. Es la primera vez que hablo con usted.
—No, tú eras mi mejor amigo —dijo Mr. Electrico— en la Batalla de las Ardenas, en las afueras de París, en octubre de 1918. Allí te hirieron y moriste en mis brazos. Y ahora aquí estás, de vuelta en el mundo, con un nuevo nombre y un nuevo rostro. Pero el alma que brilla en ese rostro es el alma de mi amigo muerto. ¡Bienvenido!
¿Por qué habría dicho eso? ¿Por qué lo habría dicho? Debía de haber algo en mi cara. El problema es que no nos la vemos. Pero de vez en cuando nos encontramos con personas cuya pasión vital, reflejada en el rostro, es intensa, cálida y brillante. Debió de ser eso. Solo Dios sabe. Me había regalado dos cosas. La noche anterior, "Vive para siempre". Y ahora, la noticia de que había vivido antes. Cuando me despedí de él, pasé junto al tiovivo y los caballos daban vueltas y vueltas al ritmo de Beautiful Ohio, y me eché a llorar. Me corrían lágrimas por la cara porque sabía que me había pasado algo importante. De alguna manera, Mr. Electrico me había revelado el secreto de cómo vivir para siempre tratándome de igual a igual, o más que de igual a igual.
Al día siguiente emprendimos viaje a Tucson. Allí recibí una máquina de escribir de juguete por Navidad, y me puse a escribir y no he parado de hacerlo un solo día durante los últimos setenta y cinco años. Pero todo empezó con Mr. Electrico. Empezó con las bibliotecas. Empezó con la falta de los libros de Oz, y los de Tarzán, y terminó, todos esos años después, con Fahrenheit. Vaya historia.
Soy una combinación de libros y películas. Me enamoré de las películas con El jorobado de Notre Dame, de Lon Chaney, y El fantasma de la ópera y los dinosaurios de El mundo perdido cuando tenía cinco años. Era mi equipaje junto con lo que aprendí en las bibliotecas, y todo se ha filtrado en mis relatos. Por haber visto El mundo perdido a los cinco años, escribí "La sirena" a los treinta. Ese cuento me cambió la vida, porque John Huston lo leyó y me contrató para escribir el guión de Moby Dick. A los cinco años vi los dinosaurios, a los treinta escribí sobre ellos y a los treinta y tres adapté para el cine la historia de la mayor bestia prehistórica de todas, la Ballena de Melville.
Nací para ser yo. Todo está en los genes. Recuerdo el instante de mi nacimiento. Descubrí hace unos años que era un bebé de diez meses. Es decir, que me había quedado en el útero un mes de más... y desarrollé la vista, el oído y los pulmones. Así que salí gritando.
Llamé por teléfono a mi madre cuando nació nuestra primera hija:
—¿Cuánto tiempo me amamantaste?
—Cinco días —dijo ella.
—Recuerdo el sabor de la leche.
¿Y cuándo me circuncidaron? Cuando tenía siete días, dijo.
—No fue en casa, ¿verdad? —pregunté.
—No.
—¿No fue en el hospital?
—No.
—¿Mi padre me llevó al centro, subió unas escaleras y me acostó sobre una mesa? ¿Y el médico se inclinó sobre mí con un bisturí? Recuerdo el dolor.
Tengo, por lo tanto, un recuerdo total desde el momento en que nací. Por eso digo: "Nací para ser yo". Recuerdo todo.
Durante años he recibido cartas de lectores que me decían: "¿Qué pasa con Clarisse? No debería morir". Así que, cuando escribí la obra de teatro y la ópera, la dejé vivir, y está en ambas.
Cada vez que doy una conferencia digo que el principal problema de nuestra civilización no es la guerra contra el terrorismo o el desempleo. Es enseñar a leer y a escribir. Debe comenzar en el preescolar, cuando los niños están ávidos de conocimiento. Señalas esos bichitos que hay en la página. Le dices al niño:
—¿Ves estos bichos, estas cositas negras? Te las metes en los ojos y allí dentro florecen transformándose en los personajes ilustrados del libro. ¿Te acuerdas de Alicia en el País de las Maravillas? ¿Te gustaría saber más sobre ella? Bueno, quita esos bichos de la página y métetelos en los ojos, y ella vivirá dentro de tu cabeza.
—¿Hablas en serio? ¿De veras puedo aprender a usar esos bichos?
—Sí. Vamos. ¿Quieres leer cómics? ¿Mutts? ¿The Far Side? ¿Peanuts?
De acuerdo. ¡Concéntrate en los bichos!, que te gritan: "Chico, me muero por empezar".
Cuando tienen tres años. No enseñamos preescolar y primer grado en el momento correcto. ¡Al final del preescolar, de primer grado, los niños deberían saber leer perfectamente! ¡Perfectamente! Eso liberaría de un peso a los maestros de tercer grado, de séptimo grado y de décimo. No se puede enseñar a leer y a escribir en décimo grado. Es demasiado tarde. Es aburrido. Pero los niños están llenos de curiosidad efervescente y de amor por aprender. No me importa que metas antes a los niños en preescolar, si los pones a leer. No para deshacerte de ellos, sino para enseñarles. Esa es la fundamental advertencia que recorre Fahrenheit 451. ¡He dicho!
(Introducción de la edición ilustrada de Fahrenheit 451, escrita por Bradbury en marzo de 2004, que publica Libros del Zorro Rojo por el centenario del autor)
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