El nudo gordiano y la punta del ovillo
Todos somos jueces. No nos sentimos jueces. No creemos que tenemos derecho de juzgar. No. Íntimamente, tenemos la completa convicción de que juzgar es algo que tenemos la obligación y el deber moral de hacer. Con un poco de introspección, hasta descubriríamos que, en el fondo, subyace la idea de que el mundo mejora con nuestras sentencias de sobremesa, nuestros comentarios ácidos, superados y descreídos y nuestra condena social –pública o privada– sobre lo que debe ser y cómo deben hacerse las cosas. Todas las cosas.
A juzgar (ay, perdón) por lo que he leído, ocurría esto mismo diez, veinte o treinta siglos atrás; no es un mal de nuestro tiempo. Es cierto que las redes sociales hoy amplifican bastante este tribunal popular que despacha con epigramas levantiscos –pero, eso sí, anónimos– los dilemas más enmarañados de la humanidad. Pero siempre fuimos así. Siempre fuimos jueces.
Un formato clásico, que no pierde vigencia, que vas a padecer en cualquier oficio, de día o de noche, de lunes a lunes, es el del que juzga la forma en que hacés tu trabajo. Da lo mismo a qué te dediques, siempre habrá uno dispuesto a decirte cómo deberías hacer eso que estás haciendo. Importa medio rábano que vos estudiaste para aprender a hacer eso que estás haciendo (y el otro, ni cerca) y que venís perfeccionando tu técnica desde hace décadas en la trinchera, en el mundo real, no en el gabinete estanco y aséptico del que mira desde arriba y a resguardo. De todos modos, habrá uno que emitirá un juicio certero, palmario, como una saeta de sabiduría que la víctima no tiene más remedio que aguantar como mejor le salga, porque, vamos, hay que seguir trabajando.
Es una plaga, pero es quizá la punta del ovillo para desmadejar este feo hábito. Porque, confesémoslo, quien más, quien menos, todos hemos alguna vez cometido este pecado. Es decir, todos somos economistas, neurólogos, taxidermistas, pilotos de línea, por supuesto jugadores y técnicos de fútbol, floricultores, perfumistas, arquitectos, astrónomos, sommeliers, chefs y asadores, alpinistas, andinistas, periodistas, jardineros, comerciantes, y dejo acá porque más o menos debe haber quedado clara la idea. Incluso, llegado el caso, todos estamos dispuestos a criticar la tarea de los jueces, que es donde el dilema se vuelve urobórico y nos encontramos siendo jueces de los jueces.
Pero es que en realidad solo somos criticones y detractores, nada más. Donde le añadimos a esta fórmula la dosis exacta de ignorancia acerca del oficio sobre el que, muy sueltos de cuerpo, nos estamos pronunciando, el resultado es una de las sustancias más tóxicas que pueden envenenar a las sociedades organizadas. Hizo desastres en la Atenas de Sócrates, hace desastres hoy. Juzgar sin saber. La cultura maldiciente. El ecosistema contaminado en el que uno hace y diez mil denigran y difaman; la utopía donde no hay asunto demasiado complejo, sino que todo se resuelve de un saque con una opinión filosa y un lema de barricada, como el proverbial nudo gordiano.
Lo extravagante es que todos nos dedicamos a algo. No importa si sos un artista del suflé o si componés canciones románticas, sos consciente de que no hay tarea sencilla, que la práctica hace al maestro y que todo parece simple solo si se lo mira de afuera. Y sin embargo, cuando vemos algo que nos parece mal hecho, nos sale ese Catón superyoico e impiadoso que llevamos dentro.
Concedido, todos metemos la pata cada tanto y al mejor cazador se le escapa la presa. Algunos errores son catastróficos y la indignación es comprensible, en esos casos. Pero el asambleísmo perpetuo y la lapidación pública son una forma de injusticia y una ostentación de ignorancia que se retroalimentan hasta que, en una suerte de epifanía social a la inversa, las sentencias desquiciadas son elevadas a la apoteosis de la verdad y el sentido común. Pese a que no son ni lo uno ni lo otro. Son, simplemente, habladurías.
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