Jujuy, gran protagonista de las novelas y cuentos del autor de Fuego en Casabindo, también emerge en sus ensayos y crónicas; aquí, dos postales de ese fervor norteño
EN LA QUEBRADA DE HUMAHUACA
Reencuentro en Purmamarca. Mañana del domingo
A partir de Tumbaya el camino se endereza y los cerros se ponen al alcance de la mano; en las faldas de los pequeños valles los alfalfares están verdes. El coche jadea pero se impone, aunque la marcha disminuye. Un niño a la distancia, sentado en una piedra, está solo como un duende. Aquí el ojo es la medida del mundo. A la vista de estos prados placenteros sentimos la primitiva complicidad del cuerpo con la tierra, del gozo con la muerte.
El mismo domingo, al mediodía
La Iglesia sale a la plaza con un Jesús flaco, el cuerpo desnutrido y largos cabellos negros, y al lado, afuera, el torturado algarrobo que antes fue patíbulo se propone ahora como postcard. Una armonía de conjunto que va deshonrándose debido al progreso. En el centro de la plaza, un chorro de agua se inspira en la mecánica urbana de comienzos de siglo. Pero no hay palomas, porque el criterio suboficial de la Colonia no se permitió aquí los altos campanarios ni los torreones. Ya hay, en cambio, como un rumor sordo, un ritmo que nace en el aire, que nace y se apaga enseguida. Vehículos de toda ralea comienzan a llegar; desde la víspera las tiendas de campaña repueblan los potreros. Muy pronto se verán dos grupos de personas: los que están v los que son, y esto que no es evidente en muchos casos por la indumentaria ni por los gestos, se pondrá en claro por una recóndita memoria, puesto que la actitud de esta gente es también la de aquellos que apuestan a la civilización sabiendo que perderán; y en ello radica su sabiduría y su tristeza. Afortunadamente no hay radios ni altavoces en el pueblo, no hay escándalo. Las cajas comienzan a templarse con timidez. Pronto se forman pequeños grupos aislados, mientras el atardecer avanza y también la luna, o su mera luz, infalible como un mito.
En el banquete nadie recogerá lo que caiga al suelo, porque esta casualidad será una señal propicia, un guiño sensual de la vida eterna.
Noche del domingo. Fiesta de la copla
Con las primeras sombras de la noche todo empieza. La comida será de cabritos, animal reputado como rijoso y loco, y el vino ha de ser gratis. En el banquete nadie recogerá lo que caiga al suelo, porque esta casualidad será una señal propicia, un guiño sensual de la vida eterna. Unos borrachos vienen a saludarnos, nos conocen de algún lado, nos estrechan las manos con torpe e insistente ternura, ofreciéndonos el jarro de donde beben. Vamos, dicen. Quieren decir: vamos adentro de la fiesta. Pero sus ojos, la sonrisa dibujada en sus labios está diciendo más. Dicen: si usted no participa, si no es parte de la vida, si no se interesa en ella, entonces sí la muerte le parecerá un acto solitario y atroz. Después nos llevan hacia donde la fiesta ha comenzado. Ya son cien, doscientos los cantores. El ritmo, la armonía, la medida no tienen sitio aquí, tampoco son estas fiestas solo para jóvenes y doncellas; las mujeres viejas y los hombres disminuidos por el rigor de la vida no están proscriptos. Todos están igualados por un rasero ceremonial y absoluto; todos valen por igual a partir de ese momento impreciso en que las conciencias comienzan a nublarse. Y entonces es la oportunidad del forastero, de ejercitar su acto de humildad: beber y entregarse a su propia manera y como le mande el cuerpo. Y cantar, pero sin las exclamaciones y ademanes del falso entusiasmo sino al ritmo de este son monótono, acompasado por los movimientos de los que lo asumen como una alegría aparentemente rígida, ritual y desdichada. La civilización está matando a los dioses y los dioses se repliegan en el campo, en lo campesino. Aquí no hay otras fiestas que las religiosas, que se cumplen bebiendo y cantando. Todas las celebraciones tienen que ver con la tierra, con la muerte, con el destino. Y el templo de sus dioses son las costumbres, allí están o se sienten a salvo porque el progreso las respetará, por inocuas y meramente "pintorescas". En este pacto no escrito el hombre de aquí demuestra su astucia. Deja participar de las tradiciones o fiestas al ajeno, pero éste solo llegará a la superficie; más abajo él estará libre, porque el intruso únicamente verá lo de afuera.
Domingo al amanecer
Entre la noche cerrada y el amanecer, el alma vuela; es como una paloma loca, o como un gorrión. Momentos antes de que el sol despunte, los forasteros yacen en sus tiendas, pero aún quedan cantores pertinaces; en tanto amanece se los escucha con intermitencia, como borrajas de la fiesta ya morigerada por la altura y el frío de la noche. Y al final, el sol y el lunes. El día en el que el hombre, todos, volvemos a ser otros.
LA PUNA
La Puna, el gran desierto lunar cálido y frío, más que un lugar geográfico es una experiencia. Quien no conoce la vastedad de su silencio y de su soledad nunca podrá conmoverse. Los manuales de geografía la describen más o menos así: "Corresponde a una gran zona ubicada generalmente por encima de los 3000 m. Espacio de gran amplitud térmica. Durante el día tiene lugar una fuerte insolación y se registran temperaturas de hasta 300°C., pero de noche debido a la gran irradiación terrestre las temperaturas son muy bajas". Y todo esto, siendo casi exacto, nada significa. Cabalonga, Orosmayo, Rachaite, Rinconada y Cochinoca, Macoraite, Muñayoc, Tusaquillas, Casabindo, Canchalante, Vilama, Huancar, Pumahuasi, son sus nombres eufónicos. Albas claras, frías y transparentes, hacia el mediodía comienza a desaletargarse el viento, cálido y caprichoso como un dios menor, que sopla y se apacigua en los atardeceres, para morir antes de la noche deslumbrante. Solo este puñado de gente –menos de uno por kilómetro cuadrado– que disminuye año a año, puede vivir en estos altos desiertos indigentes e ingratos. Ellos nada le piden, y esta dura intemperie es indiferente a sus obstinados pobladores. Este desierto, ultrajado cuando sopla el viento, hecho de estelas geológicas y de sal, eternamente silencioso, fue sin embargo, en los tórridos días y en las altas noches el escenario de paso de séquitos imperiales, de zaparrastrosas tropas guerreras, de conquistadores extraviados y locos detrás de equívocas quimeras. Hoy el inmenso páramo sigue igual, únicamente el hombre disminuye, desguarneciendo esta frontera que jamás acató. Los habitantes de la Puna, cuando se estimulan en lutos y celebraciones, muestran esa feroz alegría que es característica de los pobladores del desierto. Para esta gente la vida es un ritual constante, un camino sombrío y repetido, como el mismo suelo donde vive, sin ostensibles variantes. No es frecuente el crimen entre los puneños; y cuando ocurre lo es por causas menores: por la propiedad de las cosas, por ejemplo. Casi nunca por odio, por amor, por alguna pasión ciega, repentina y gratuita. Ellos tienen muchos dioses, los antiguos, soterrados y confundidos, y los extraños. El cristianismo entre ellos es solo un pretexto para encubrir su casi incorrupto paganismo. La gente dice así: "Soy de mi señor san Roque, o de Santiago o de san Juan", y aquí el culto de los santos es una verdadera adoración: los santos no son meros personajes celestiales sino verdaderos dioses, que tutelan o protegen determinadas actividades de los hombres: san Isidro de las cosechas, san Juan de los multiplicos o acrecentamientos de las majadas, san Roque del amor entre los perros, instrumento auxiliar del pastor, Santiago, tutelar de los truenos, no por las lluvias, escasas, que aquí solo sirven para incomunicar cortando los caminos, sino para evitar los rayos. Y cuando el último de los descendientes de estos tercos pobladores se haya ido, la tierra seguirá igual, las piedras hipnotizadas por la luna, el polvo estremecido por el viento.
Estos textos pertenecen al libro Un escritor de frontera, Editorial Mil Botellas
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