El nacimiento de un pueblo
Toda cultura tiene un origen mítico. En este fragmento de Los cinco soles de México (Seix Barral), el autor de La región más transparente se imagina la cosmogonía de su patria. Esa reconstrucción de un pasado legendario revela las claves presentes y futuras de la gran nación latinoamericana
Hay diversos orígenes posibles para una tierra tan vasta, tan antigua y tan misteriosa como la nuestra, y todavía tan poco explorada hacia el pasado y hacia el porvenir:mi visión de México está siempre capturada entre el enigma de la aurora y el acertijo del crepúsculo y, en verdad, no sé cuál es cuál, pues, ¿no contiene cada noche el día que la precedió, y cada mañana la memoria de la noche que le dio origen?
Permítanme entonces imaginar que, al principio, no había nada.
Entonces, de noche, en la oscuridad, los dioses se reunieron en Teotihuacán y crearon a la humanidad.
Que haya luz -exclama el Popol Vuh -, que ilumine la aurora los cielos y la tierra. No habrá gloria para los dioses hasta que la criatura humana exista.
Cuentan las memorias vivas de Yucatán que el mundo fue creado por dos dioses, el uno llamado Corazón de los Cielos y el otro Corazón de la Tierra.
Al encontrarse, la Tierra y el Cielo fertilizaron todas las cosas al nombrarlas.
Nombraron la tierra, y la tierra fue hecha.
La creación, a medida que fue nombrada, se disolvió y multiplicó.
Nombradas, las montañas se disiparon desde el fondo del mar.
Nombrados, se formaron mágicos valles, nubes y árboles.
Los dioses se llenaron de alegría cuando dividieron las aguas y dieron nacimiento a los animales.
Pero nada de esto poseía lo mismo que lo había creado, es decir, la palabra.
Bruma, tierra, pino y agua, mudos.
Entonces los dioses decidieron crear los únicos seres capaces de hablar y nombrar a todas las cosas creadas por las palabras de los dioses.
Y así nacieron los hombres, con el propósito de mantener día con día la creación divina mediante lo mismo que dio origen a la tierra, el cielo y cuanto en ellos se halla: la palabra.
El ser humano y la palabra se convirtieron en la gloria de los dioses.
Sin embargo, no hay mito de la creación que no contenga la advertencia de la destrucción.
Esto es así porque la creación ocurre en el tiempo: paga su existencia con cuotas de tiempo. Los antiguos mexicanos inscribieron el tiempo del hombre y su palabra en una sucesión de soles:cinco soles.
El primero fue el Sol de Agua y pereció ahogado.
El segundo se llamó Sol de Tierra, y lo devoró, como una bestia feroz, una larga noche sin luz.
El tercero se llamó Sol de Fuego, y fue destruido por una lluvia de llamas.
El cuarto fue el Sol de Viento y se lo llevó un huracán.
El Quinto Sol es el nuestro, bajo él vivimos, pero también él desaparecerá un día, devorado, como por el agua, como por la tierra, como por el fuego, como por el viento, por otro temible elemento: el movimiento.
El Quinto Sol, el sol final, contenía esta terrible advertencia: El movimiento nos matará.
¿Cómo no ver en estas profecías de la antigua creación mexicana un espejo para nuestro propio tiempo, para nuestra empecinada divergencia entre la promesa de la vida y la certeza de la muerte, entre la adelantada conciencia humanista, científica, verbalizable, ética y la fatal inconsciencia política de la destrucción, el silencio y la muerte? La creación, gozo de la vida, nace así acompañada siempre de la destrucción, anuncio de la muerte. Nosotros los seres llamados "modernos" -¿y cómo nos llamará a nosotros el porvenir?- disimulamos y nos hacemos sordos ante esta advertencia. Pero los pueblos del origen saben que creación y catástrofe van siempre juntas.
Saben, como el Edipo de Hölderlin, que en el origen de la historia está el temor de ser devorado por la naturaleza y el tiempo, pero también el temor de ser expulsado de la naturaleza y el tiempo.
Sofocados por el abrazo de los padres.
O exiliados del propio hogar, declarados huérfanos, sin techo.
Veo en este sentimiento el origen de la vida mexicana, común a todas las culturas, pero singularmente vigente en la nuestra. Pero desde el origen, surge la pregunta política: ¿quién ejerce el poder en nombre de los hombres?
Esta proximidad de la creación y la muerte, del tiempo original y del apocalipsis histórico, otorga un inmenso poder a quienes, como dice un poema maya, "poseen el poder de contar los días". Pues sólo ellos, añade el poema, "tienen el derecho de hablarle a los dioses". Los hombres que asumen el poder -príncipes, sacerdotes, guerreros, escribas- lo usan para asegurarle al pueblo que el tiempo durará, que el caos natural -fuego, tierra, agua, viento- no nos aniquilará otra vez...
La población rural del México antiguo, para conciliar la creación y el tiempo, trató de explotar poco y bien la riqueza de la selva y la fragilidad del llano.
Pero cuando las castas gobernantes pusieron la grandeza del poder por encima de la grandeza de la vida, la tierra no bastó para sostener, tanto y tan rápidamente, las exigencias de reyes, sacerdotes, guerreros y funcionarios.
Vinieron, en el antiguo imperio maya, las guerras, el abandono de las tierras, la fuga a las ciudades primero, y de las ciudades después.
La tierra ya no pudo mantener el poder.
Cayó el poder.
Permaneció la tierra.
Permanecieron los hombres y las mujeres sin más poder que el de la tierra. Mirémonos en estos espejos de la antigüedad mexicana.
Estemos atentos, ayer y hoy, al momento en que el cristal se empaña y deja de reflejar la vida; el momento en que el espejo se rompe y anuncia los años de la mala suerte que al cabo cayó sobre el mundo índigena de México.